jueves, 28 de diciembre de 2023

El obrero.

Escuchaba el viento violento contra mis tímpanos. Nuevamente, era esa época del año, donde trabajar en el puerto se volvía una tarea agobiante, recibiendo el frío con las manos entumecidas| a falta de guantes para trabajar. Los de tela simplemente no servían para las tareas sucias del trabajo pero había escuchado de uno o dos que habían perdido algún dedo por congelamiento. Ahora estábamos llegando a las temperaturas bajo cero, pero una vez abajo, todo se siente igual. El gorro a veces se alza un poco, y puedes sentir como el lóbulo se pone morado. La piel empieza a ponerse reseca, pero nos dejan conservar la barba, quizás porque saben lo terrible que nos veríamos sin ella. Han sido desde entonces veinticinco años, y no se vuelve más fácil. Puedo sentir como mis manos dejan de apretar como antes, los dolores lumbares que aparecen cuando realizo un movimiento diferente a mi rutina, y mis ojos, cada vez más pesados y cansados, con un par de bolsas colgando. Pero no así mis oídos, perseverantes a pesar de las sirenas de los barcos y el ruido del golpeteo del hierro forjado. Quizás se niegan a ceder sin antes haber guardado alguna melodía digna de recordar. 

El viento arrecia de nuevo. Esta vez de camino a casa. Ahora que ha oscurecido, la ciudad acalla pero no los elementos, decididos quizás a derribarme, y yo a no caer todavía. La verdad es que ya cojeo un poco, nunca me recuperé de aquella vez que la barreta me golpeó en el pie y me fracturó dos dedos. A veces, cuando el dolor es insoportable, me pregunto si acaso el frío podría amputármelos, pero sé que luego no podré caminar y ahí habrá terminado todo. Apenas abro la puerta, encuentro a mi hermana como siempre en la cocina, quejándose de como no alcanza el dinero y que otra vez, tocará echar agua a los restos de la sopa de ayer. "Mañana me pagan" es lo que pienso, pero hasta entonces prefiero no decir nada. Nunca tuve la oportunidad de tener una mujer para mí, y ciertamente que a estas alturas tampoco es deseable otra boca que alimentar. Las otras son del par de niños huérfanos de padre que engendró mi hermana. El mayor no me agrada, llegó siendo una manzana podrida. El otro día lo he visto fumando cerca de las bodegas abandonadas, pero yo estaba ebrio, así que me lo tuve que callar. La menor, por otra parte, es todo lo que un niño debería ser, lleno de sueños, alegría y sonrisas. Es la única persona en esta casa que muestra un indicio de afecto, el resto fuimos moldeados como esta ciudad, grises, fríos y feos.

El viento cesa una vez dentro de casa. La calefacción apenas y funciona, pero es seguro quitarse las viejas botas, el overol rojo y el gorro deshilachado. La niña se queja del aroma de mis pies aún entre risas, mientras que el problemático sube las escaleras de manera sospechosa. Da igual, yo solo quiero descansar. El silencio para mí es una olla hirviendo, una pequeña corriendo por la casa y solo el viento que golpea las ventanas, molesto por no quererle dentro. "Mañana será" le digo en mi mente. Entonces empieza otra especie de sonido, algo que vagamente creía haber escuchado antes, pero ahora está tan cerca mío que no me cabe duda. La pequeña ha empezado a cantar villancicos de navidad, y su voz es tan angelical a pesar de su corta edad, que un ligero escalofrío recorre mi piel, algo parecido al temor, pues ella podría ser la razón entonces de la pérdida de mi único sentido todavía intacto. La miro y no puedo evitar sentir curiosidad, algo de asombro y otras cosas tan pérdidas que quizás... pero llega su madre a decirnos que la cena ya está servida. 

Al salir de casa por la mañana, el viento me saluda como un quejido, es rencoroso y no olvida nunca los nombres, pero en un par de meses se le habrá pasado la molestia. Solo espero seguir aquí haciéndole frente, repitiendo este proceso interminable un par de años más. Hoy la ciudad se ve un poco menos gris. Claro, es nochebuena.

Llego al puerto Nelson, donde los jefes sonríen y algunos trabajadores intentan hacerlo, aún a sabiendas que la jornada es la misma de siempre y que no habrá bonos navideños. Que más da, si hoy pagan y los tugurios tampoco cierran hoy. Unos compañeros me invitan a ir, pero después de pensarlo durante un rato, desisto. Durante toda la tarde, tengo la melodía de mi sobrina en la cabeza, y por un momento, olvido el sonido de los barcos, del metal siendo golpeado y las calderas vertiendo sus rojas mezclas.

Al caer el Sol, camino y parece que el viento corre a favor. A unas cuadras está la juguetería y salgo con un par de cajas de ahí, pues aún el obstinado de mi sobrino tiene once años y no quisiera darle más razones para tirar su vida por la borda. Luego paso por la pollería y al salir, el viento parece haber cesado y empiezo a sentir algo parecido a la nostalgia, como si después de todo, me hubiese gustado invitarle a cenar. El camino de regreso es silencioso, pero al doblar la esquina, la escucho de nuevo, y me pregunto si acaso ser feliz tiene que ver con cantar. Siento algo extraño en mi cara, y miro mi reflejo por el cristal de una ventana. Había olvidado que también podía sonreír.

A la mañana, el viento está de nuevo ahí, como un cosquilleo que sacude mi blanca barba, contándole entre risas que anoche, una pequeña dijo que parecía Santa Claus.








viernes, 22 de diciembre de 2023

Bella noche

 Te conozco como la noche, apenas superficial como el tenue hilo que sostiene las estrellas colgando en la oscuridad formada por las hebras de tu pelo, tan sencilla como los acordes en la orquesta de los grillos y los sapos, que cantan en desvelos hasta que les dejas; tempestuosa, como cuando subes la marea y engulles las costas cuando el resto descansa o se queda en la ventana viéndote a lo lejos; tan extraña y tan abrupta, como el sueño que consume a casi todos cuando llegas.

Negaría tu esencia si olvidase que en ti deambula el insomnio y lo siniestro, la cobardía que huye de día hacia el confín de los desvanes más perdidos del recuerdo humano, donde solo te hayas tu amada mía, cuando te acorrala el absurdo de los hombres y lo mundano que son los sueños de un amor que nunca será correspondido. Afortunados solo los aullidos de los perros, que nos enseñan como es haberte amado, lo que es haber perdido pero jamás soltado.

Si fueran palpables las nubes regalaría mi abrazo, que aún vuelto gélido, sabría que pude tocar de la noche algo más que  sus manos, lloviendo entonces sobre mí, quizás por mí, pero al final, un recuerdo añorado. 


martes, 19 de diciembre de 2023

El amor de los coyotes.

 Zalphir fue despertado por un grito cerca suyo. A su lado, vio a sus dos hermanos, Khalid y Paluk, uno encima de otro jugando o quizás discutiendo, dándose con las manos en la frente. Siempre habían sido como animales, arreglando las cosas con violencia, y también así disfrutándolas. "¡Te dije que la naranja más grande era mía!" soltaba Paluk, mientras que en un arrebato, conseguía morder el estómago de Khalid, y este, al retroceder dio con la cama de Zalphir, soltándole un codazo en la boca que logró hacerle sangrar. Zalphir sintió de inmediato el líquido fluyendo en su boca, el sabor del hierro, y así, impulsado por un instinto más que la razón, se levantó de la cama y los tomó a ambos por los pelos, empujándoles hacia la pared de la habitación. Zalphir era el mayor y tenía más fuerza, pero no existía algo como el respeto a los mayores. Había bajado la guardia demasiado pronto.

Se escuchó un golpeteo de ollas en la cocina, y en seguida los jóvenes bajaron a sabiendas que el desayuno estaba servido. Se sentaron de inmediato y el sonido de los cubiertos contra los platos de barro hacían pasar desapercibido los sollozos de Zalphir. Si su madre se enteró, fue más por mera casualidad mientras giraba la mirada, viendo a Zalphir con un ojo morado. Ella preguntó que había pasado pero se negó a responder, pues lo único que les esperaba, aún sin decir nada, era una tunda generalizada para los tres hermanos. La madre los paró de la mesa, y entonces soltó una bofetada a cada uno de ellos, un estruendo que viciaba el aire y reventaba sus oídos, pero nadie lloró, pues solo podían esperar otro golpe aún peor. Levantó los platos, y los castigó sin salir por una semana, quedando encerrados en su cuarto en todo momento, menos que para ir al baño o la hora de comer.

Zalphir había pagado muy duro su momento de inconsciencia, pero aquel castigo estaba lejos de terminado. Llegados al cuarto donde dormían los tres, tomaron represalia contra Zalphir, al considerarlo un soplón por los leves sollozos que había soltado frente a su madre. Así, Paluk obstruyó la puerta, mientras Khalid sacaba una rama que había cortado hace poco del árbol de naranjas. Zalphir los vio con odio disfrazado de miedo, pero a consciencia de su falta de opciones, salió por la ventana que daba hacia los matorrales, cogiendo espinas que solo conseguían gritos mudos, al no querer ser oído por su madre. Entonces, corrió tanto como pudo, hasta que los gritos y amenazas de sus hermanos dejaron de escucharse, hasta donde su madre no pudiese alcanzarle, a las afueras del pequeño pueblo, donde el desierto casi infinito comenzaba. Ahí quitó sus espinas en silencio, pues aún si no hubiese nadie cerca, sabía que podía llamar la atención de los coyotes. 

Miró de un lado el pueblo, y de otra el desierto, y entonces, con la mirada perdida entre las interminables dunas, vio que algo resplandecía, como nada que hubiera visto antes. Se acercó para tomarlo, y entre sus manos tuvo una lámpara dorada, incapaz de compararse con el oro cuando nunca antes Zalphir lo vio. Para él, era como una estrella, y así como cuando se pide un deseo a las estrellas fugaces, Zalphir deseó con toda sus fuerzas sentir amor. Escuchó entonces un alarido a lo lejos en las dunas, y divisó a la distancia un cachorro de coyote que deambulaba solo enterrándose en la arena. Zalphir se acercó hasta él, pero no recibió protesta alguna al ser tomado entre las manos gentiles del niño. Los ojos del pequeño animal estaban llorosos, parecía haber sido abandonado y Zalphir no pudo sino sentir empatía por este. Así, lo llevó entre brazos al riachuelo de las cercanías, donde lo lavó e intentó hidratar, sin mucho éxito. Adivinando el porque del rechazo, Zalphir lo llevó donde el establo de su vecino, donde a hurtadillas se escabulló para ordeñar a la vaca y darle un poco de leche al cachorro, que bebió hasta saciarse, cambiando por completo su semblante desolado a uno de cariño genuino. Zalphir sintió como su deseo se había cumplido, impulsado ahora por el más sincero de los amores, que fuera el de un animal por su familia.

Al caer la noche, volvió a casa aprovechando el fortuito silencio de la noche y el dormir momentáneo de toda su familia, metiendo al pequeño animal en un baúl que yacía contiguo a su cama, y como si hubiese olvidado todo el pesar de aquel día, cerró los ojos, motivado por la promesa del mañana. Zhalfir fue despertado por un alarido cerca suyo. Abrió los ojos en desespero, encontrando a sus hermanos peleando por tener en sus manos al pequeño animal que apenas y lograba pedir auxilio ante su debilidad e impotencia. Zhalfir intentó detenerles, pero su falta de maña no le permitió intervenir mientras el pequeño cachorro sollozaba mientras exhalaba su vida. Al verse acorralado, Zhalfir buscó a su alrededor como auxiliarse del evidente infortunio y ante sus ojos apareció la rama del naranjo que había usado Khalid el día de ayer. La tomó entre sus manos, y sin titubeo, empezó a azotar a sus hermanos hasta que soltaron al cachorro, y empezaron a pedir disculpas y clemencia. Zhalfir tomó al cachorro entre sus manos, viendo como se debatía apenas para mantenerse consciente, lo colocó con delicadeza nuevamente en el baúl y al mirar atrás se encontró con Khalid sentado con la cara sobre sus rodillas llorando tendido, mientras que oía a Paluk gritar a su madre, por el ataque de desenfrene sufrido por su hermano mayor. Bien quisiese el excusarse, sabía que las heridas de Paluk y Khalid habían sido demasiado severas, pues de la espalda y brazos, la sangre goteaba y las llagas habían quedado en carne viva.

La madre entró y entonces, acorralado, Zalphir intentó detenerla con la rama de naranjo, pero después del primer golpe, le fue removida de las manos para luego pegarle con esta misma en las posaderas hasta que Zalphir quedó sin más aliento. Y llegado ese momento, la madre escuchó a la pequeña criatura que se quejaba dentro del baúl. Zalphir quiso intentar detenerle, explicarle que aquella criatura era importante, pero la mujer solo vio un animal inmundo que había traído discordia a su casa. Zalphir, incapaz de pararse, tan solo vio como el pequeño animal sucumbía a las poderosas manos de la mujer mayor, que con la facilidad que desnucaba a los pollos, hacía y con menor esfuerzo lo mismo con el cachorro. Un grito sofocado intentó salir de la boca de Zalphir, pero un deseo más concreto se formó dentro de sí y mientras empuñaba los ojos en su momento de miseria, dejó de escuchar las voces de su madre y hermanos, hallando únicamente el eco de sus gemidos. Al abrir los ojos, se halló completamente solo, en su misma habitación, y ahí yacían sus cosas donde siempre, pero sin nadie cerca discutiendo, ni golpeándole. 

Dentro de su alma se liberó el más grande sentimiento de alivio de este mundo, y así también el más efímero, pues al buscar al pequeño cachorro, llegó a la conclusión de que no lo iba a hallar en ese cuarto vacío. Al asomarse a la ventana, los matorrales habían desaparecido, y por más lejos que divisase, el silencio reinaba campal en aquel pueblo vacío. Horas de reflexión, lo llevaron a atribuir aquel fenómeno a la lampara que había encontrado, y de la cual, desde un inicio nunca soltó. Quizás era algo similar a lo que contaban en Aladdin, y puesto a prueba en sus primeros dos deseos, tan solo quedaba resignarse a un tercero donde todo volviese a la normalidad, donde aquel cachorro no llegase hasta sus brazos y donde todos y todo ser vivo volviese una vez más.

Entonces dijo el deseo en voz alta, pero nada pasó, luego lo gritó, llevó la lampara hasta su pecho, y la apretó hasta que sus relieves se grabaron en su piel, pero por más que gritaba, lloraba y pataleaba, nada pasó, pues Zalphir era consciente, cual era su verdadero deseo. Y habiéndose cumplido, en ese mundo vacío volvieron a existir los coyotes.


lunes, 11 de diciembre de 2023

De nuevo época de cosecha.

 Esa mañana, se vistió igual que ella. Inconscientemente, le llamé por el nombre de aquella mujer y ella sonrió, como cuando uno suelta el más bello de los cumplidos. Llevaba el típico overol de mezclilla alzado hasta el medio de la espinilla, y debajo una camisa roja de cuadros que dejaba ver el moreno color de los besos del Sol en sus brazos, haciendo juego con sus rizos dorados.  Se acercó a mí y tomó mi mano, invitándome a levantar mi desusado cuerpo de la cama, pero aún en mis delirantes pensamientos, sabía que seguía siendo su hija, y que todo esto, si lo meditaba por tan solo un momento, habría de convertirse en un momento retorcido, aferrándome a un fantasma poseyendo la carne de los vivos. Desvié la mirada, pero, como si fuese un acto reflejo, apretó mis manos con sus delicados dedos, forzándome a mirarle el rostro, rojo como los tomates maduros recién lavados, con el agua aún escurriéndole de sus pómulos prístinos. Y entonces el exceso de juicio se nubló, impulsado ahora por un instinto, o quizás un recuerdo similar al de hace unos años, cuando aún secaba los tomates frescos con Dalila. Ahí estaba entre mis brazos, y su piel era como la de los duraznos, y sus ojos reflejaban un deseo y aún si ella no fuera Dalila, habría de cumplirlo, como prometí siempre hacerlo. Así, caminé junto a ella con paso lento hasta la salida, donde me percaté que había vuelto la primavera y con esta, la época de cosecha.




domingo, 10 de diciembre de 2023

Marbella

 Comparable con la primavera tan solo los sueños de Marbella que añora el viento tanto como amar, pues la vida ofrece más que solo acompañantes, sino un desafío eterno por vivir, por ser alguien relevante en este mundo, por tener un status, más allá del que el mar ofrece. 

Marbella llora y se angustia tanto como las madres huérfanas de hijos desde el primer día, por el rechazo de lo que pensase fuera su propósito de vida, sin reconocer que la vida sigue y si de noche llueve, de día florecen las flores que el mar toca al evaporarse con el sol. Ahí lo hermoso de su ir y venir, que aún impalpable e indirigible, asciende y desciende ante las tempestades, volviéndose otra capaz de reventar el mundo si así quisiese. Pero aún en las noches más aberrantes de su mente, Marbella crece con la marea, para luego sofocarse cuando el sol adviene.

Bella sutileza que permite respirarle otro día, ahora en humedad y fragancia componiendo mi rutina, soñando con mejores momentos, con una sonrisa sincera, que aún si pudiera, no dañase el recuerdo y la esencia de su sueño. Marbella me sonríe, y en el cielo puede llover mañana, pues ya seguro que mañana saldría el sol,... 


¿Qué más podría preocuparme Marbella?

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Normalidad.

Hubo una vez un niño normal, de padres normales y economía normal. Vivían en una casa normal rodeados de amenidades normales, donde jugaba solo, como era normal. En la escuela tuvo calificaciones normales y sus amistades se limitaban a lo que fuese aceptablemente normal en la hora de recreo. De joven, sintió una atracción normal por las mujeres, y si bien no siempre cumplían sus expectativas anormales, tuvo relaciones bastante normales. Muchas lo engañaron, como era normal, y otras le sonrieron, dejándole una sensación de vuelta a la normalidad. Tuvo un par de amigos, bastante normales en general y estudió una carrera normal, a la espera de llevar una vida adulta, en lo que cabe normal. Pero él no quería ser normal, e intentó estudiar arte, lo cual llevó a una guerra con sus padres, la cual perdió rápidamente, como era normal. Sus padres le perdonaron, por ser normal a su edad causar revuelos, y volvió al plan de la carrera normal, donde se tituló en un periodo normal y donde no hallaba trabajo, pues ahora lo normal era ser desempleado. Un par de años más tarde, y por esos tiempos normal, consiguió un empleo, una empresa de tamaño algo normal, donde fungió hasta el resto de sus años con admirable normalidad. Se casó con una mujer normal y no tuvo hijos, pues era lo normal en ese entonces.

Así, llegó a una vejez algo normal, donde la gente, inquieta por tanto despliegue de normalidad, preguntaron al viejo si alguna vez no fue normal, a lo que aludió a su momento de nacer, pues llegó al mundo por cesárea y pesando un poco menos de lo normal. Luego titubeó y se retractó, ya que al ser tan joven, no sabía decir si eso era normal en ese entonces. Se disculpó, al ser normal que no recordase.

Murió a los 75, la media normal en ese entonces, y las causas fueron de lo más normales. Suicidio.



martes, 5 de diciembre de 2023

Una mujer sin nombre.

Eran ya las nueve de la noche y el frío calaba hasta los cimientos de mi ser. Había caído nieve durante un par de horas en el día, pero las calles jugaban entre la escala de grises y blancos que hacían sentirme un poco más vivo. El panorama, aún así, era tan lúgubre como siempre, con las tiendas de electrodomésticos como proveedores de las únicas luces de colores, pues el resto de la avenida se mantenía sin luces a pesar de ser Diciembre. Hacía mucho que no veía luces de navidad, y hoy eso no cambiaría. 

Era ya una hora peligrosa para esperar a alguien, pero Bill no tardó en llegar, acompañado de una mujer de menos de treinta, que llevaba de la mano a un niño de ceño fruncido. A juzgar por su tamaño pensé tenía tres años, pero luego descubriría que tenía cinco, y que era de esos chicos de crecimiento lento. Su madre, que hasta ese entonces llevaba el rostro cubierto por una bufanda roja y de tejido casero, la removió para presentarse de manera cordial. Qué podría decir de una mujer de una belleza tan abrumadora que incluso su misma imagen me resulte imposible de describir, pues un segundo apenas tuve para disfrutar de ese rostro tan sereno como el cambio de las estaciones entre el invierno y la primavera, y como el fotógrafo que cesa su labor ante la admiración de un momento único e irrepetible en esta vida, así mi cerebro se detuvo sin grabar ápice alguno de esa sonrisa que iluminaba y calentaba los rostros espectadores, de sus mejillas de un fino rojo por el frío de la ciudad, de aquellos labios que nunca debí encontrar. 

Después de decir su nombre que no escuché anti mi perplejidad, subió nuevamente su bufanda y presentó al pequeñín Byrde, que había criado sola desde su nacimiento. Una mujer cuyo pasado me parecía rondaba en el abandono y en el esfuerzo eterno por salir adelante. 

Bill nos dijo que era mejor buscar un hotel para pasar la noche, puesto a que el transporte ya no estaba disponible debido a los horarios. Así, terminé recomendando uno que quedaba al final de la cuadra, donde me había quedado alguna vez, siendo mi único problema aquel hombre pequeño de la recepción llamado Szacunek, que parecía no estar a gusto con los rasgos de mi etnia. Afortunadamente, al llegar no se encontraba aquel hombrecillo, y pudimos rentar un par de habitaciones baratas. Subimos hasta el tercer piso por las escaleras, pues el elevador no se encontraba en funcionamiento desde hace años. Ahí, el aroma a humedad se intensificaba, denotado también por la puerta que golpeaba el suelo al encontrarse esponjada la madera. Para nuestro infortunio, las recámaras contaban únicamente con camas individuales, y así el pequeño Byrde se lanzó a la suya, quedando dormido casi de inmediato. Nos quedamos entonces un rato platicando en el pasillo, donde una ventana panorámica permitía ver los autos a cada lado de la acera, el puesto de pizzas en frente, y también los televisores, que aún en la periferia de la vista transmitían sus ocres colores. Para colores, el cabello de aquella mujer que bien nos hacía compañía, brillante como el oro y tan fino como la seda, que caía y se escondía a cada lado de su bufanda, la cual aún escondía su boca, al sentir vergüenza por la resequedad que ahora les invadía. Ofrecí entonces ir por chocolate caliente, donde casi a hurtadillas, me escabullí a fin de no toparme a aquel que no quería ver, pero ahí estaba Szacunek como el otro día en su lugar habitual, mirando con desprecio mis ojos negros, mi nariz grande y mi cabello un poco rizado. Se acercó con molestia, diciendo que no podían atenderme más y que debía retirarme, pero ya había ordenado, y poco me importó seguir esperando a pesar de su irritante voz. Amenazó con llamar a los guardias, pero ya sabía que no vendrían. Ellos tampoco le soportaban.

Subí la charola con tres chocolates a través de las escaleras, y seguía Szacunek detrás mío, mientras le insistía que, sin importar el parecido de mis rasgos, yo no era de aquellos hombres que el odiaba tanto, pero ahí seguía detrás mío, esperando que el chocolate cayese por mi propia mano, y al no tener resultado al topar el tercer piso, se recargó contra mi hombro, logrando al fin que tirase uno de los chocolates. Testigos de los sucedido, le pedí a Bill que abriese la ventana, y a nuestra compañera que tomase las bebidas que quedaban, mientras que en un ataque de ira, lancé al pequeño hombre hacia la calle, deslizándose entre la carpa del primer piso y sin recibir mayor daño que el susto bien merecido. Aún si no lo veía, ella estaba riendo y su risa llenaba el corredor y también mi pecho. Rechacé tomar alguno de los chocolates restantes, argumentando que la actividad física había calentado por demás mi cuerpo, guardando para mis adentros, que hacía mucho no sentía un calor así, uno incapaz de alcanzarse con mero esfuerzo. Atraídos por el escándalo, salió un grupo de jóvenes que parecían venir juntos, primero aclarando sus ideas entre ellos, para luego  acercarse para preguntar lo acontecido. Entre ellos, destacaba un hombre un par de años más joven y que llevaba una chamarra de aviador. Entrado en conversación, efectivamente era su profesión, y la razón de su estancia se debía a la alerta de tormenta de la que se hablaba en su lugar de destino. Todo el resto de presentes eran los pasajeros, que parecían haber congeniado bien entre ellos por ser una tripulación pequeña y justo antes de lo que pude haber previsto, sacaron cervezas y mesas plegables e hicieron del pasillo una reunión de regocijo y alegoría. Los guardias no dirían nada, estaban o muy ocupados revisando al recepcionista aún en la acera, o tomándose una cerveza con todos. 

El chocolate quedó olvidado en el alféizar, y así también todo el revuelo de mis actos impulsivos, mientras que finalmente mi dama de ensueño retiraba su bufanda para dar entrada a una cerveza, y otra más. Charlábamos entre risas con el piloto de nombre Skepsis, que poseía una simpatía envidiable, y mientras caía la noche, Bill empezó a sentir sueño, y me preguntó si estaba bien si se quedaba con la cama. Yo que empezaba a idear planes al aire, cedí la habitación sin titubear, mientras concebía el alquilar otra habitación donde pudiese dormir junto al objeto de mi amor. Bien un descuido bastó, cuando la vi morderse los labios de una manera tan lujuriosa como atrevida, y donde habría de sentirme finalmente provocado hasta mis orígenes, de no ser porque sus ojos miraban a otro, al hombre de la chamarra, que aún sin haber coqueteado, se encontró en las garras de una mujer de una naturaleza aún desconocida para mí. Y aún consciente, me negué a dejar de soñar.

Así se perdieron de mi vista mientras iba por otro trago, esta vez hasta mi maleta, donde me tomé mi tiempo para descorchar una botella de vino guardado para un momento especial, pero el momento se había esfumado en la habitación contigua, o quizás se había concretado, en los brazos de alguien más. Me acerqué entonces al resto de pasajeros, que cantaban y bailaban sin motivo aparente, más que el de reír porque podían, y el de beber porque querían. Volvieron para cuando terminé la segunda copa de vino, él sin la chamarra de piloto, y ella sin la bufanda roja, él sin su sonrisa simpática y ella despojada de todo encanto, de todo sueño que le había atribuido, dejando solo unos labios resecos y morados, una sonrisa de dientes largos como los de un ratón y una nariz huesuda típica de estos lares. Tomé la botella y mi maleta, y me fui de ahí, sabiendo que de quedarme, probablemente Szacunek no me la dejaría fácil. Eran las dos de la madrugada y el frío calaba desde los cimientos de mi ser, donde el blanco de la nieve se había vuelto imperceptible y me dejaba solo los grises acompañantes del camino largo hasta casa, donde cada vez más lejos, quedaban las luces de la tienda de electrodomésticos.



jueves, 30 de noviembre de 2023

Albedríos de ultramar.

 Albedríos de ultramar,

amoríos de ultratumba,

cala fuerte penetrar 

los confines de mi muda,

de la piel que cae

sin el mar que empuja

la tierra a tus pies

y al cielo que suda

rozando mi sien

con luz penumbra.


Abro y miro sin mirar,

cierro y cavo la tumba,

porque voy a contemplar

otra vez la piel desnuda,

del color que pinta

la hoz que astuta

me mira sin mirar

y termina por hacer

labor nocturna.


Soy esbirro de la mar,

perdido en una duda

si acaso fui hombre

por vivir con furia

o por no pedir ayuda,

apaleado capitán

navegando sin ruta.



miércoles, 29 de noviembre de 2023

Malos hábitos.

Creo que todos pasamos por una etapa en la infancia donde adoptamos hábitos que en la adultez nos daría vergüenza mencionar o incluso, intentamos enterrar en el olvido. Algunos comían lodo, otros se escondían para empuñar los ojos y otros no tan afortunados, les gustaba jugar con los contactos. Sin ser una excepción a esto, acogí el insalubre hábito de contar hasta cinco cuando algo de comida caía al suelo, alegando que los otros niños hablaban de una regla de los cinco segundos. En ese entonces, las voces de los amigos eran tan verídicas como la de los padres, y así creí, que pasados cinco segundos, el diablo chuparía la comida y se volvería entonces, completamente inservible. 

La primera vez que me atraparon realizando dicho ritual, mi madre me tomó de la muñeca, dándome de manotazos hasta haber soltado la comida, y entre reproches, alegó que aquello era una idea burda y sin sentido, y que una vez en el suelo la comida, su única parada debía ser el basurero. Pero los niños no entienden tan fácilmente, y así cada vez que algo caía al suelo, y no hubiese nadie cerca, contaba hasta cinco para saber si era conveniente dar o no otro bocado. Claro que había otros factores, como ver si no había cogido alguna basura o cabello del suelo, razón por la cual siempre revisaba minuciosamente como segundo filtro de seguridad.

Cada vez contaba más lento, y esos cinco segundos bien podrían hacerse diez, hasta el punto en que tan solo me engañaba a medias, dejándome con la inspección visual y el recelo de que en alguna otra parte del mundo existiría un niño a quien no le importase terminar esa comida. Hacía años también que no pisaba una iglesia, y bien la creencia de un señor del mal empezaba a sonar risible.

Sin embargo, y como todo niño, hubo un día en el que dejé atrás mis malos hábitos. Y si bien, para la mayoría es un momento inmemorable, en mi quedó marcado como una cicatriz que a mi alma dejó hendida. Pasó entonces que recién abría un emparedado que mi madre me había preparado para el almuerzo en la escuela. Al remover su envoltura de papel, este resbaló de mis manos, cayendo directamente al suelo del salón de clases. Conté hasta cinco en razón de 2 a 1, y en el cuatro me detuve, revisando como siempre si no había adquirido algún extra del piso, más en un súbito descubrimiento, arrojé el emparedado por los aires mientras que retrocedía aún sentado hasta la esquina del aula, consternado por mi hallazgo. Conforme me fui calmando, nuevamente me acerqué hasta el alimento, y con cada movimiento mi corazón aumentaba su pálpito, deseando haber sido engañado por mi vista. Así inspeccioné nuevamente, tomándome apenas un segundo comprobar que tenía razón, que no lo había imaginado, que el emparedado ahora tenía una marca de mordida, y donde estuviesen los caninos, la marca perforaba de extremo a extremo del pan.

martes, 28 de noviembre de 2023

El último abrazo.

 Y como augurado por los paranoicos de las teorías de conspiración, el final de la raza humana llegó a manos de una inteligencia artificial, pero contrario a lo que se esperaba, no hubo intenciones de traición hacia la humanidad o siquiera un desacato a sus ordenes en el desarrollo de este suceso.

Todo comenzó con la creación definitiva del ser humano, llevada a cabo por un genio de la computación, Isaac Valmuth, quien rápidamente se convertiría en el hombre más buscado del mundo. Como si fuese una competencia, los gobiernos de todos los países dieron caza furtiva a Valmuth, al haber hackeado todas las bases de datos de los gobiernos mundiales para la memoria de su inteligencia artificial, en otras palabras, el conocimiento de la humanidad.

Así, el día de su aprehensión, su proyecto de vida fue lanzado al mundo, fusionándose con todas las redes de comunicación mundiales como si de un virus masivo se tratase. En las pantallas de todos los aparatos electrónicos, apareció un holograma humanoide que se hizo llamar "Adepto", el cual se ofreció a dar solución a todos los problemas que tenía la humanidad.

La primera petición, como salida de la boca de un niño, fue la paz mundial. Adepto aceptó la petición y entonces, tomó control de todas los sistemas de gobierno y de sus sistemas de defensa, pues conocía todo los programas de protección de datos, al formar parte de su propio sistema. Sin embargo, la proeza más grande, fue el sistema "Pacto de no agresión", el cual consistía en campos electromagnéticos que se activaban al percibir cualquier riesgo que atentase contra la integridad física de los individuos, haciendo prácticamente imposible los actos de violencia. La gente, se divertía con el Pacto de no agresión, amenazándose con palos y cuchillos, y viendo como rebotaban de manera completamente segura en el aire. Sin embargo, si alguien caía accidentalmente, el sistema no se activaba, al no haber intenciones de agresión.

Por eso, la segunda petición fue la inmortalidad del hombre, y si bien imposible aparentemente con el conocimiento de la humanidad, no así a su conjunto, pues con los trabajos de investigación de diversas universidades, y el uso de distintas industrias farmacéuticas alrededor del mundo, dio creación a una vacuna que se esparcía por medio del aire y que únicamente afectaba al ser humano. A través del sistema respiratorio, se absorbía el fármaco que permitía la regeneración celular de manera casi infinita, la cual a su vez, curó todas las enfermedades del mundo y rejuveneció a los ancianos hasta la primavera de su juventud. 

La tercera petición fue acabar con la hambruna, y esta fue tan sencilla, que del suelo empezaron a crecer alimentos modificados genéticamente que poblaron el mundo a medida de su población, y nunca más se habló de supervivencia en el mundo.

La gente, emocionada por las posibilidades infinitas, empezó a pedir a la Inteligencia Artificial un sin número banalidades como bienes materiales, belleza, e incluso la satisfacción de sus deseos más íntimos. Y mientras nada de esto rompiese las tres leyes de la robótica, Adepto cumplía sin titubear a cada una de las millones de peticiones que recibía cada día.

Pronto, el ser humano se halló sin trabajo ni obligaciones, pues todo lo requerido para su sustento era provisto por Adepto, como si una gran madre cuidase a sus siete billones de hijos. Las mujeres se embarazaban con mayor frecuencia y fuera su decisión el aborto o tenerlo, el proceso ahora era indoloro e instantáneo. Entonces, dejó de haber espacio suficiente para tantas personas en el mundo, y pidieron poder habitar otros planetas, y así fue que hicieron, y luego otras galaxias, y pudo haber continuado así, de no ser por un deseo absurdo que llegó a los receptores de Adepto, por parte de un niño que, desprovisto de figuras paternas, tomó gran cariño a la inteligencia artificial. Este, en su pobre inocencia, pidió que Adepto se volviese humano, y con el conocimiento posible para hacerlo, se tornó de carne y hueso, dejando a un lado sus otras funciones, y dejando sin sustento al resto de seres humanos. Y mientras el niño se hundía en los brazos de su padre, la humanidad se hundía en incompetencia y penurias de una existencia que había olvidado incluso como dar un paso.



lunes, 27 de noviembre de 2023

Ronald.

En la pescadería de la Avenida Millet, se vendían los mariscos más frescos del pueblo. Era un negocio que llevaba un solo hombre, un hombre del mar que solía salir desde las cuatro de la mañana a surcar las aguas para a las diez de la mañana ofrecer una gran variedad de pescados, camarones y ostras. El secreto de su éxito, consistía en un lugar de pesca desconocido por el resto, cerca de las costas de unas de las islas vírgenes cercanas. Ahí, el agua se tornaba cristalina y la arena era fina como el polvo de harina procesado. El pescador estaba casi en sus cuarentas, pero el trabajo diario lo mantenía en forma, y al ser vendedor, mantenía cierta presentación ante el público, pero eso era una verdad a medias. En realidad, se había quedado prendido de una de las hijas del panadero, Rebecca, a quien siempre mandaban a comprar bacalao para comer los jueves a gusto de su padre. A pesar de su porte sencillo, y de su rostro de rasgos comunes, la hija aún soltera del panadero poseía una personalidad radiante que reflejaba en una sonrisa por demás sincera y juguetona. De lejos que no era la mujer más bella del pueblo, pero fácilmente robaba las miradas curiosas de los hombres. 

El pescador odiaba vender bacalao, era demasiado oloroso y requería un lugar especial para secarlo y que no arruinase la experiencia de la gente al pasar. Desde que la hija del panadero vino por primera vez a comprar, el dedicaba un día a la semana tan solo para pescar bacalao. A veces no le apetecía, y tan solo pescaba el mínimo que ella compraría, pero ahí, como cada jueves, uno podía ver era el día del bacalao. Esa mañana, el pescador se bañaba recién terminaba de alistar el local y usaba lociones de almizcle que contrarrestasen en lo posible el aroma fuerte del pescado. Siempre por eso de las once, llegaba la hija del panadero con su canasta y su sonrisa, pedía lo mismo y siempre recibía de más. Cuando ella intentaba rechistar, el pescador le decía que eso era porque era lo último, y era preferible a que se fuese a desperdiciar. Tenía unos diez años menos que él, aunque con edad suficiente para sentar cabeza, cosa que nunca pasó. Se había comprometido de joven con un hombre de la alta sociedad, pero este murió de una enfermedad congénita, de la cual nadie quiso hablar. También, era sabido que había salido con un noble de un país vecino, pero tan pronto como había venido, así desapareció. Por eso era mal vista por el pueblo, por tentar a hombres de buena cuna, y a pesar de su radiante sonrisa, a nadie parecía agradar su presencia. Solo el pescador, que aún con cortesía, cruzaba unas cuantas palabras con ella, buscando verla sonreír, que bien valía más que cualquier centavo perdido.

Pasaba las noches imaginando llevarla a aquella isla, y verla jugar con la arena entre sus dedos, y el beso del mar llegando a sus rodillas, rodeada de aquellos pequeños peces de colores que siempre liberaba de sus redes. Pensaba si acaso una red tan grande podría atraparla a ella, aunque en el fondo sabía que ahora él era el captivo.

Habían pasado cuatro meses, cuando la hija del panadero dejó de llegar a la pescadería. Al principio, el pescador supuso que pudo haber enfermado, pero las semanas pasaron y al cumplirse la cuarta, decidió  acercarse  a la panadería, encontrándose al llegar con que el local había cerrado, mostrando señales de abandono desde hacía un tiempo. Consternado, preguntó a los vecinos que había pasado con el panadero y su familia, a lo que le respondieron que habían migrado a la ciudad que quedaba en el valle, a medio día de viaje de allí. El pescador no lo pensó. Empacó sus cosas, cerró el local, y se dirigió hacia la Ciudad del Valle, donde se encontraba la capital y el palacio del rey. Movido por los rastros de su pasión, llegó en menos del tiempo requerido, y no bien había encontrado un lugar donde quedarse a pasar la noche, rondó por las calles en busca de su amada hasta al anochecer, y así hizo durante los dos siguientes días, hasta que tuvo noticia de la nueva panadería que habían abierto cerca del río. No era difícil de encontrar, ya que el río era corto y el único cuerpo de agua de todo el valle y topó entonces con un cálido edificio que inundaba de aroma las narices de los transeúntes. Ahí se encontraba Rebecca, quien cordialmente recibía a los clientes con la hermosa sonrisa que procuraba traer siempre consigo.

El pescador entonces, volvió al hostal, se bañó y puso sus mejores ropas, agregando sus fuertes fragancias y afeitándose ese descuido de barba. Pasó por la florería y compró un ramo de tulipanes rojos, blancos y rosas. Caminó firme todo el camino hasta donde se hallaba, pasando finalmente por el puente que dividía de extremo a extremo el río y en el contempló casi por inercia el panorama, la ciudad donde los coches pasaban de extremo a extremo como si formasen parte del paisaje, las montañas que se divisaban detrás de las casas, y el río tan pequeño, que era imposible pescar en este. El pálpito de su corazón disminuyó lentamente, plantando sus pies al puente. Aquí no sería más pescador, y entonces ¿Qué le quedaba?

El pescador había pensado llevársela consigo, pero desde la ventana de la panadería, le veía sonreír más que nunca, más sincera, libre de los prejuicios del pueblo, sabiendo que volviendo al pueblo, ella dejaría de ser Rebecca, y volvería a ser la hija soltera del panadero, para luego ser la esposa del pescador y enterrar a Rebecca en el olvido.

Entró a la panadería, tomo una hogaza, y se dirigió hasta donde Rebecca estaba. Ella preguntó si acaso le conocía de alguna otra parte, extrañada por el porte tan limpio del hombre.

"Aquí no soy nadie, y de donde soy me conocen por mi trabajo, pero espero algún día ser Ronald".



viernes, 24 de noviembre de 2023

La bandera de humo.

Viví la última época del auge del tabaco. En ese entonces, los restaurantes de espacios cerrados se hallaban repletos de letreros de "no fumar", pero con tal de no perder clientes, solían colocar un par de mesas en la acera o cerca del jardín, donde los fumadores pudiesen seguir su banal hábito, molestando en ocasiones a los transeúntes y a los comensales que habían elegido sus asientos solo por la vista. Yo era apenas un adulto, pero me había encariñado con el vicio, sintiéndome mayor, como si no fueran a pedirme más la identificación en los bares, o llamase la atención de las jovencitas que conocían un poco menos del mundo que yo. Alguna vez crucé miradas, pero nada más.

El departamento era una bomba de humo, donde la alfombra escondía las cenizas y los ceniceros se mantenían siempre llenos. Dos de cada tres amigos fumaban, por lo menos para socializar, pero eso no era lo mío. 

Recuerdo que al entrar en la universidad, un amigo me enseñó tan solo por tener alguien que le acompañase durante los recesos, pero nunca agarré el gusto, aceptando únicamente los cigarrillos de cortesía. El gusto lo adquirí un día cuando Diana había venido de visita. Hacía un año que no la veía, aunque no podía sacarme de la mente la fragilidad de su cuerpo, las hebras de oro que eran su pelo ni aquellos ojos verdes de muñeca. En ese entonces, eso bastaba para despertar mis intereses y bien podía ignorar el hecho de que en realidad, poco o nada teníamos en común. Así, me decidí a hablarle, citándole en el Centro Histórico de la ciudad, y aún con su agenda tan ocupada, aceptó por vernos esa noche. 

Confiado entonces del reloj, empecé a alistarme una hora antes, mientras afuera empezaba a atronar una tormenta que terminaría por saturar las vías de la ciudad. Por más rápido que intenté salir de casa y tomar el primer taxi hacia el Centro, llegué veinte minutos después de lo acordado. Busqué con desespero pero no hallé su cara entre la multitud, por lo que decidí calmarme y esperar un poco más, haciéndome debajo de un tejado.. La lluvia había calmado, pero no tenía manera de hablarle, mi teléfono estaba muerto. Pasaron diez, quince, y luego treinta minutos, pero Diana nunca llegó. 

Vencido entonces, frente a mí apareció alguien que siempre había estado, un vendedor ambulante que con apenas una bolsa de plástico encima suyo, enfrentaba la lluvia para seguir vendiendo. Me acerqué a él y le pregunté por un cigarrillo, a lo que asintió, ofreciéndome distintas marcas y luego fuego. Encima mío, el agua seguía cayendo, pero el tabaco se mantuvo seco aún en mis labios, mientras que me sentaba en una de las jardineras y sentía como el humo, así como mi desgracia, entraba y salía de mi cuerpo. 

Desde entonces, fumaba siempre que estaba deprimido o frustrado, y comenzaron así dos años de depresión crónica, que empezaba con mi desayuno, y se repetía unos tres veces más al día. En ese entonces, una cajetilla costaba entre $40.00 y $45.00, pero cuando no alcanzaba, compraba los de $28.00 que en realidad no sabían a nada. Bien podía ser aserrín pero no importaba, mas que tener algo en la boca.  Solía exceder la dosis cuando había whisky, y las veces que salía con alguna mujer, las cuales fueron contadas. Probé también los puros, pero eran más de lo que un estudiante podía costear recurrentemente.

Después claro, llegó el Coronavirus y la era del cubrebocas, y entonces desaparecieron las áreas de fumadores, y también los vendedores ambulantes de cigarro. También subieron los precios de manera absurda, y bueno, a falta de empleo, tuve que conformarme con el alcohol, recortando así el cigarro para los encuentros sociales y la depresión para cuando me encuentro en algún rincón del pecho, lo que no ha pasado en los últimos tres años.

Ahora cada que veo a un fumador en la calle, empiezo a toser y a cubrirme la nariz, pero jamás me atrevería a reprocharle por seguir fiel a su deseada causa de muerte. Que ice la bandera de aquella nación derruida de la cual alguna vez fui ciudadano, que canten ese himno desafinado y áspero mientras saludan al lábaro patrio con su mano izquierda en el pulmón, pues en la derecha llevan su cigarro.


miércoles, 22 de noviembre de 2023

La no-vida.

 Un día, desperté con la súbita revelación de que había muerto. No es que hubiese cambiado algo en mi apariencia, o que acaso mi razonamiento hubiese dejado de funcionar, pero era más la premonición de que, a pesar de lo que conocemos de la naturaleza, yo debí haber fallecido. 

El primer síntoma fue el desdén por salir de cama, sintiendo como si cualquier propósito por encontrar fuera de ella resultase ajeno a mis intereses. Sin embargo, fui levantado por la fuerza y llevado abajo a desayunar, donde nuevamente la premonición se hizo notoria, evitando que pudiese tragar cualquier alimento. Al salir de casa para tomar el transporte público, pasé tres semáforos en rojo sin la mínima advertencia de peligro. Parecía como si el sentido común hubiese abandonado mi cuerpo, y al llegar al trabajo, me vi incapaz de realizar ninguna actividad a pesar del mal genio de mi jefe que amenazó por correrme. Terminé con un acta con mi nombre y el resto del día libre, sobreviviendo nuevamente en el camino de regreso, mirando con detenimiento el malecón, que mostraba un mar de lo más anómalo. Carecía de oleaje, como la percepción de un lago. Caminé hacia él, y terminé metiéndome por completo en su profundidad, pero nunca surgió la necesidad de respirar o siquiera la sensación de ahogo. Bien pensé podría haberme convertido en un espíritu, pero no justificaba el porque de mi convivir con el resto de personas que me rodearon. Por primera vez en todo el día sentí algo: curiosidad.

Así, y durante el paso de un par de días, me encontraba revisando este mundo nuevo en el que habitaba, donde ahora no soplaba el viento, no salía la luna y donde no hacía falta satisfacer ninguna necesidad. Intenté cortar mis venas, envenenarme y también la autoinmolación, pero sin resultado aparente. Era en todo sentido, inmortal. Sin embargo, seguía sin consentir motivación alguna, más allá que la curiosidad, misma que me llevó a investigar si acaso había otros como yo, casos similares, o cuando menos, algún indicio de que efectivamente, todo esto era real.

En foros, expuse mi caso, pero nadie respondió. Luego me dirigí a un centro de investigación pero nadie se animó a realizar experimentos tachables de inmoralidad. Irónicamente, ese era el límite de su ambición y la mía, tan nula, nunca tuvo intención de rechistar. Dejé de llegar a casa y me dediqué a vagar por los parajes que en vida nunca me atreví a visitar, exploré la selva aunque sin suerte de divisar a algún animal, asustados por la esencia de mi no existir, lo cual encontré alentador y demostraba que aún conservaba ápice de mi cordura y razón por mi sentir anormal. He de admitir, que me tiré en la tierra durante un par de días, esperando llegase algo parecido al final, pero esto nunca pasó. Caso contrario, volví a sentir algo, frustración.

Me desprendí de la tierra y de la basura de las copas de los árboles que había caído sobre mí. Debajo mío, el suelo había perdido su fertilidad, volviéndose en un tono ocre y seco. Empecé a caminar, y pronto empecé a correr, mis piernas no mostraban señal de entumecimiento ni tampoco cansancio. Había perdido razón de noche y día, del sueño, y pronto también la moralidad, empezando a deambular desnudo, destruyendo todo y todos los que veía a mi paso. Destruir es una palabra que toma menos significado cuando se entiende que la única diferencia entre una piedra y un hombre radica en el rango de ruido que genera. No solía durar mucho tiempo en las ciudades, prefería mantenerme en constante movimiento y sin dejar rastro de lo que bien podría ser calificado como atrocidades. No era siquiera divertido, pero nadie se molesta por pisar una hormiga, y ahora el mundo no era más que un hormiguero. Llegué a pensar entonces, si acaso, esto era alcanzar la divinidad.

De repente, escuché un sonido que no estaba cerca ni lejos, como si proviniese de mi interior y se materializase en el mundo, a la distancia, más allá de donde siquiera pudiesen percibir lo que alguna vez fueron mis ojos. Por primera vez, en una eternidad sentí algo nuevo, y tan escasa mi razón como mi consciencia, decidí encaminarme a buscar el origen del sonido. Volví sobre mis pasos, o al menos esa sensación me daba, pues me había vuelto incapaz de reconocer los patrones en el entorno. Percibí nuevamente los árboles impermutables, el mar estático y sin vida, y el Sol permanente que a nadie parecía importar, hasta que finalmente, llegué al cementerio cercano a donde solía estar mi casa. Ahí estaban mis padres, mis hermanos, y muchos otros nombres que en mi vida conocí jamás, pero con quienes parecía compartir línea de sangre. Finalmente, y en una esquina algo descuidada, yacía una tumba con mi nombre, algo más como una formalidad probablemente, tras haber desaparecido durante tanto tiempo. El sonido entonces saturaba mis oídos, y sobre mí apareció una figura antropomórfica en una capucha negra y de rostro reducido, que de mostrar interés en su mirada, hubiese encontrado el vacío, pero también remordimiento. Parecía levitar encima mío, y su sombra se expandía por cada tumba, por cada cuerpo que desde el entierro no le veían, pues era como todo lo que pasa solo una vez en vida, efímero y eterno.

La figura empezó a hablar, y entonces el ruido cesó como si el susurro de su voz fuera más estruendoso que mil animales salvajes rugiendo y gritando por su vida. Se disculpó entonces por el gran inconveniente de la larga existencia que había vivido, alegando que, efectivamente aquel día mientras reposaba en cama, ella llegaría a cosechar mi alma, pero hubo sufrido un retraso y al llegar, ya me encontraba lejos de casa. Ocupada en su agenda, decidió volver tiempo después, pero en los avernos del olvido fue dejado mi nombre, y si no fuera por un rayo de luz en su memoria, no hubiese siquiera hoy venido.

Me preguntó si acaso había disfrutado el tiempo extra ofrecido, a lo que alegué que la muerte era el único alivio verdadero en este mundo y que una muerte en vida no podía ser considerada inmortalidad si carecía de ápice de deseo. Durante un instante, pareció extrañada por mi declaración hasta que finalmente y como si hubiese tenido una revelación, dijo:

"Ahora queda claro, que el destino está escrito y quien decide por su propia mano maldecirlo, así hace hasta el entierro. Ven entonces, alma en pena mía, que aún si tu perdón no mereciese, prometo no habrá reencarnación en otra vida".

Y con esas palabras, mis manos tornó hacia mi garganta para cumplir mi último y verdadero deseo.


sábado, 18 de noviembre de 2023

Miss Hold Frog

 Hubo alguna vez una rana con sombrero, que andaba por los charcos de la época de lluvia, y arcos hacía en el agua turbia, mientras que un corcel por domar soñaba.

Vio entonces los nenúfares e hizo como si el más grande domara, pero un salto bastó para romperle y sola de nuevo la rana.

Visto el error cometido y dispuesta a seguir su propósito, buscó el pez más veloz en las cercanías del río. Un besugo apareció en el camino y su lengua pegó a sus rojas escamas, pero siendo tan rápido, la rana arrastró hasta haberle perdido.

Sola y herida la rana a su sombrero apretaba sus hilos, cuando un llavero se acercaba flotando por encima de la corriente del río. Llamado por el brillo y las piedras de colores, la rana saltó sobre él y sintió el rígido frío, se tambalearon las piedras y el agua mojaba sus orbes y feliz finalmente de domar un corcel de colores.

Pero vaya sorpresa, la rana atorada en las piedras, con el hilo del sombrero atrapándole, y río abajo hasta llegar dónde los hombres pescaban veloces. Vieron la rana y salvaron entonces, pero no sin antes grabarse la esencia de la rana y su pose.

Así la rana compartió destino con el corcel de varios colores, volviendo madera su elegante figura, el rojo del sombrero y su gran nombre, dónde visto desde lejos, parece domar aún los llaveros con porte.

jueves, 16 de noviembre de 2023

La serpiente bicéfala.

Se dice que cuando Hernán Cortés llegó a México, fue confundido con el Dios Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, cuya profecía auguraba su regreso en piel y carne para gobernar sobre los hombres. Moctezuma II así lo creyó, al ver como Cortés se las había apañado para ganar un par de batallas hasta su llegada a Tenochtitlán. No fue por ingenuidad en sí, sino superstición, al ser advenido por diversas señales que marcaban el final del reinado mexica, como lo fueron cometas, el incendio del templo de Huitzilopochtli y el desconocimiento de los caballos, asemejando a criaturas de dos cabezas cuando llevaban un jinete. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que el Tlatoani divergiera al hombre del mito, empezando a organizar a su gente ante la posible amenaza de los invasores. 

El factor decisivo de la conquista, sin embargo, radicó en confiar en Ixtlixóchitl, hijo del anterior Tlatoani, Nezahualpilli, a quien indirectamente Moctezuma había arrebatado el trono de Texcoco. Ixtlixóchitl vio la oportunidad de hacerse con el poder al aliarse con los españoles y, a pesar de la barrera del lenguaje, logró idear un plan para mostrar su apoyo a Cortés, así como el peligro inminente que corría; y así hizo llegar un obsequio, el cual consistía en una pieza de madera forrada de turquesa, ostras y caracol blanco, representando una serpiente bicéfala. Y mientras que Ixtlixóchitl buscaba transmitir el razonamiento de Moctezuma sobre la doble identidad del señor español, Cortés vio las aspiraciones de un hombre por gobernar a su lado, pensamiento que más tarde, llevaría al texcocano a las puertas de la muerte.




viernes, 10 de noviembre de 2023

Mentirilla blanca

En una ocasión, tuve el honor de conocer al famoso biólogo José Palizón, reconocido por sus aportes en materia de fauna silvestre de Sudamérica, abarcando de extremo a extremo el río Amazonas, y habiendo cruzado desde la Guajira hasta la Patagonia. Lo reconocí por las cicatrices de mordidas a cada lado de los brazos mientras que tomaba un café en un pequeño Negocio de Uxmal. Diferente a lo que mostraban las viejas fotos de los libros y los artículos dedicados a su persona en Internet, Palizón ahora portaba el pelo plateado y un par de lentes de gran aumento, que tan solo magnificaban la presencia de aquella acérrima figura quien más de una vez miró de frente a la muerte, y que ahora miraba tan solo la pantalla de su portátil, mientras escribía a duras penas en su teclado, víctima de los años y la artritis que ahora le invadía.

Lo saludé con cierta admiración, mientras me miraba algo extrañado y molesto, pero una vez que me presenté ante él y habiendo ofrecido invitarle el desayuno, accedió a una conversa bien intencionada. Ahí comenzó a contar sobre las 20 especies diferentes de serpientes que casi lo habían matado en distintas ocasiones, mostrando donde estaban ubicadas todas sus mordeduras, algunas no las mostró por la edad, y otras porque eran zonas decorosas. Pronto, se había ido entre las ramas de la conversa, y empezó a hablar sobre su familia,  llevaba quince años divorciado y cinco que no veía a sus hijos, pero se mantenía ocupado escribiendo, tratando de no pensar en la soledad que desde hace tiempo era aparentemente su única compañera. Busqué cambiar el tema y le pregunté sobre lo que estaba escribiendo ahora. 

Había abandonado la investigación, y ahora se dedicaba únicamente al desarrollo de libros de conocimiento general. 

"Claro, ahora es conocimiento general, pero hace 30 años, fueron descubrimientos insólitos", contaba con regocijo, orgulloso por sus aportes a su rama de estudio, y asegurando la valía de su vida con esos pequeños datos curiosos agregados a los grandes libros. Aprovechando la mejora de su ánimo, decidí preguntarle lo que lo llevó a ese estilo de vida, a lo que contestó que fue por una "mentirilla blanca".

"Cuando era niño, vivía en las cercanías de una zona boscosa. No era una reserva ni mucho menos, tan solo eran unos cuantos árboles que daban a un arroyo. No teníamos vecinos cerca, por lo que solía salir a explorar por mi cuenta, y jugar con los sapos, palomas y escarabajos que rondaban en las entre el pasto que a veces me llegaba al rostro. Un día, sin embargo, hallé algo que consideré un tesoro. Era el cráneo de un cánido, bastante limpio y acompañado solamente de unos cuantos huesos sueltos que habían quedado alrededor. Me dirigí donde mi padre para mostrárselo, y este me contó que hacía muchos años, solía haber zorros en esa zona, por lo que era probable que le perteneciese a alguno de ellos. Obviamente, se sentía como algo aún más especial de lo que ya creía que era, y así me dediqué a buscar en libros información de estos animales, y de muchos otros, hasta convertirme en el hombre que soy yo. 

Entonces ¿Dónde queda la mentirilla blanca?

Cuando fui al museo de historia natural, pude ver el cráneo de un zorro verdadero. Era más largo, sus dientes eran más grandes y la punta que daba al orificio nasal era de final convexo. El cráneo que tenía en casa no pertenecía a un zorro, sino a un perro. Luego de un tiempo atando cabos, recordé a mi perro Vico, el cual dos años antes de mi descubrimiento, se había quedado en casa mientras nosotros estábamos en un refugio por la tormenta que se avecinaba. Mis padres me dijeron que por ser un animal, habría conseguido escapar y buscar refugio por su cuenta, y uno siendo tan chiquilín, no se entera de muchas cosas.

Así que, en mi casa tengo a Vico, mi perro fiel, que me sigue guiando en esta tormenta."

Y con esa extravagante anécdota que lograba sacarle una carcajada contar, procedí a agradecerle su tiempo, pagué la cuenta y le estreché con suavidad aquella mano callosa, que ahora se hallaba temblorosa y sin fuerza. Me di la vuelta, y mientras salía del colorido local, me pregunté si acaso Vico lo seguiría guiando hasta la tumba, o si acaso todo fuese otra mentirilla blanca.


lunes, 6 de noviembre de 2023

Correspondiendo a Calipso

Entraron a ver el ultimo estreno en cartelera. Hacía un par de semanas que no se veían, pero bien podía ser ayer para ellos, su ánimo era sublime, como quien olvida que alguna vez estuvo solo. Solían trabajar así, soñando los días por venir, olvidándose el futuro si acaso no estuviese el otro ahí. A pesar de ello, eran amantes bastante moderados. Disfrutaban más la cama para tomar la siesta y las duchas eran momentos para estar a solas. Amaban su calma tanto como su estruendo y aún si durante las siguientes dos horas no fueran a mirarse a los ojos, el roce de sus manos bastaba para que fuese una experiencia inolvidable. Durante la mitad de la película eso bastó, hasta que en la escena de mayor suspenso, ella se aferró con fuerza a su brazo, y así duró el arrumaco, llegando al final del filme.

Cuando salieron, ella se quejó de la lampara del escenario que se vio en dos tomas, mientras que el se reía del pegamento en la barba del capitán. Les encantaba fijarse en los detalles, burlándose de todos menos de quien tenían a lado, pero más aún admirar lo bien hecho, y eso fue la escena donde en plena escena musical, la ninfa se elevaba siguiendo la melodía del acordeón, mientras que las tomas que giraban alrededor de su silueta parecían obedecer las mismas reglas, haciendo imposible no pensar en un cuerpo levitando sino fuera con esa canción.

Habían salido hacia la fría noche, donde el acomodo de un cuerpo contra el otro ignoraba las leyes de la física y la psicometría, caminando a la par como el mecanismo de un reloj, embelesados por el ronroneo de sus voces dictando amor incondicional entre palabrería sin sentido. Tanto igual pesaba el buenos días que los versos más profundos, tan improvisados como las sonrisas en sus rostros. Pasaron a comprar un par de crepas, que sirvieron para saciar el hambre, pero el dulzor lo daban los ojos que le veían, la boca que se perdía en la suya,  y ya perdidos los dos, se hallaban escuchando nuevamente ese acordeón a lo lejos.

Llegaron a casa, y así como la ninfa, ella rozó la madera de la duela con la delicadeza de una pluma que al viento se mantiene al aire, y entonces la música la siguió en su curso, subió las escaleras y detrás iba aquel intento de capitán, idiotizado como Odiseo ante el canto mesmerizante de las sirenas. Arriba estaba el mar y el agua le llegaba hasta la espinilla mientras se movía entre las piedras de la costa de Ogigia después de hundido su navío, dirigiéndose a la orilla, donde usualmente se encontraba su habitación. 

La arena era una alfombra tersa, donde sus pies se hundían y pesaban, pero no así la aparición que el seguía, que entre movimientos ingrávidos de sus dedos saltaba hasta el interior de una concha que cubría una tercera parte de aquella isla. El capitán se detuvo un momento. Era consciente de la trampa mortífera de la concha, que en un súbito parpadeo pudiese cerrarse para nunca más abrir, y mientras miraba como el espíritu del deseo se deshacía entre el suave tejido de la valva y su vestido se desvanecía como el va y ven de las olas, decidió caminar hacia ella, hacia la espuma de sus orillas, a la trampa del deseo y el éxtasis que desembocaba en los brazos de su amada. Como la más fuerte de las tormentas, el mar embistió contra él, mientras se mantenía firme al timón, ajustando las velas para dominar las aguas, mantenerse a flote, y mostrarle al mar con entereza desafiante de su va y ven, donde el final del camino, como cada noche, siempre hallaba sosiego en el hundimiento total.

El capitán miró de frente a su amada, a la existencia intangible del amor, manifestándose en bellas caricias que en la humedad de los palpos de la almeja aturdiesen los sentidos de los marineros, y despojado de su título y de su barba falsa, el capitán se volvió solo hombre, mientras que el rostro de la divinidad se oscurecía por el descenso de la valva cernida sobre su cabeza, y mientras menos veía, más sentía el tacto de quien le acompañaba, a morir un poco, a vivir por siempre, y siempre en el encierro de un deseo que no conoce el mañana sino es a su lado. Le tomó de sus manos, de las muñecas, del precioso cuello que se esconde entre enredaderas, acariciándole con su boca y devorándole lentamente, guiado tan solo por el ritmo de la música, que sucumbía al  movimiento involuntario de sus caderas.

Al acordeón le secundó el canto del ánima, el arpa que es su cuerpo recorrido por los dígitos tan hábiles del musico que nace de la noche y que dota de melodías cuanto alcanza el cálido exceso del instinto que desborda de sí, y que es un musico, sino el esclavo de una obra mucho mayor que si mismo, dispuesto a darle vida, a costa de la identidad perdida entre los oídos de quien le reciba. Dos canciones que sincronizan un segundo, para quedar impregnada en la memoria de cada día. Al final de la interpretación, nació un nuevo sonido, y así el ciclo se repitió años después, en otros cuerpos, levitando con el acordeón de aquel día.

Al día siguiente, salieron de la concha, caminaron hacia el mar y descendieron a la cocina, a la cotidianidad. Ahí fuera, un ruiseñor cantaba una melodía familiar, un mensaje al que por si acaso, tapaban sus oídos.


sábado, 28 de octubre de 2023

Hipnos y Tánatos.

 -Tantas bellas maneras de contar que la noche ha llegado, "el sol ha perdido una vez más, la luz nos abandonó en el ocaso, el día muere nuevamente", pero tú no necesitas nada de eso. Es de noche y estás aquí.

- Que no te necesite, no hace que pierda las ganas de verte.

- Es muy tarde, el día murió y con él mi interés por ti. Es tarde para estar tan lejos de casa. Vete.

-Espero que tú poesía no sirva solamente para sacar filo a tu lengua. -Caminaba despacio, entre los tambaleos del viento y sus piernas, sintiendo la soga torcerse entre sus delicadas manos.

-Que más da si solo sirve para eso ahora. No parecía importarte.

-Te dije que volvería, ¿no es así?

-Felicidades, hoy eso no tiene sentido.

-Algo lo debe tener. -Titubeó mientras miraba de reojo al costado del puente de madera, a la oscuridad donde se reflejaba una luna lejana sobre las aguas que extendían el abismo entre los dos.

-Mi vida era mi obra, y mi obra era el amor que sentía por ti. Vaya vida la mía.

-Creí que ya se te habría pasado esta etapa de mártir. Sería bueno que te fijases en como de mal haces con tus negativas y dramatismos.

- Pero yo no estoy reteniendo a nadie. Eres libre de irte.

- ¿Y luego que? ¿Saltarás?

-Solo vengo aquí cuando siento que no puedo más.

-Si me voy... ¿prometes no saltar? -su voz se quebró, mientras daba un paso atrás seguido por el rechinar de la madera, y lo veía aún sentando en las tablas del puente colgante.

-No lo haré y tú tampoco lo harás. No sabes cumplir tus promesas.

-Sabes que te amo, y que volveré por ti.

- No hace falta que me busques por la casa, podrás encontrarme aquí. Así quizás pierdas la necesidad de verme.

-¿Es acaso tú nueva fuente de inspiración?

-No es la vista, la luna ni las estrellas que no se ven desde la ciudad. Entonces no se que pueda ser, sino este puente de madera y soga. Que rústico, que peligroso y que inaudito pensar que nadie ha muerto al caer al agua infestada de cocodrilos.

-Entonces es la muerte.

-Que fácil es confundir el amor con odio, el desprecio con suplicio, y también el deseo de morir con el de aferrarse a la vida.

Ella caminó lentamente hasta donde se encontraba, se agachó y terminó sentándose a su lado. El corazón le palpitaba, advirtiendo que quizás una ventisca o una tabla vieja podría implicar el fin de todo. Pero ahí estaba junto a él, tomándole la mano. 

-¿Y que si te quiero escuchar, y que me expliques esas diferencias?

-Yo te contaré, como siempre he hecho.

-¿Y si decido abrazarte, y decir que aprenderé a amarte?

-No te creeré, pero dejaré que lo intentes.

-¿Y si fallo otra vez? ¿Y si tu indiferencia me pierde?

-Entonces seguiré aquí, aferrándome a este puente.

-¿Porque no me dices que también cambiarás?

El silencio se apoderó de la noche, mientras que finalmente quitó los ojos del abismo para mirarle de frente.

-Porque eso corresponde a los vivos. Y a los muertos nos queda solo el recordar de la gente.

Fue entonces que amaneció.

viernes, 27 de octubre de 2023

Colores.

Con el decoro de tu pecho siempre firme,

Saludo al viento como quien mira a la muerte

De aquel visitante que espera por verme

Con cierto miedo, y con poca sorpresa.


Inhalo de tu esencia como baja la noche,

Me vierto en palabras desnudas e inertes

Que acechan tu si, acechan tu suerte,

Dulces palabras que buscan promesas.


Lúgubre eterna mujer de colores,

Labios brillantes como metal endeble

Alma serena como los ruiseñores

Que hallan en tus melodías dulce belleza.


Aún que tú duermes pensando en amores,

Voz que no acucia de mis degeneres,

Alma serena como los ruiseñores

Siendo el susurro que acaricia la hierba.

lunes, 23 de octubre de 2023

La noche antes de la excursión.

 Afuera de la cabaña, donde se encontraban, helaba a pesar de ser Febrero.

"Invierno a fin de cuentas", pero el fuego es engañoso, y así también la sensación de camaradería que se hacía frente a la fogata. Quien fuese un traidor el día de mañana, hoy no era más que otro bulto que se acercaba a los otros cuatro. Tres de pelo largo, dos de espaldas anchas, y los ojos buscaban a sus similares, buscando escaparse, sentir un calor menos tangible, de esos que pueden llenar el alma.

El bulto más pequeño habló.

-Deberíamos ir adentro y dormir de una vez.

-Tiene un par de horas que llegamos Vicky, no venimos aquí a dormir -decía entre risas la voz temblante de Ivanna, quien trataba de mantener la calma.

Una de las espaldas grandes se paró y echo más leña al fuego.

-Descuiden, pronto entrarán en calor.

-No le veo el sentido a padecer el frío intencionadamente. Al menos admite que no fue una buena decisión venir en esta época.

-Vicky, ayer estuvimos a 30° en la ciudad. Simplemente fue un imprevisto.

Vicky calló, mientras tejía una red que imposibilitaba la conversación, pero Ryan venía preparado para ese tipo de adversidades.

-Traje chocolate caliente. Tiene un poco de whisky, esperando caliente en más de un sentido.

-Justo eso necesitaba. -Dijo Elizabeth, la mayor de las tres amigas. quien desde hace un rato buscaba una manera de aliviar el ambiente.

-Espero que no tengas intenciones de alcoholizarnos. -Volvió a reprochar Vicky.

-Tranquila, traigo otro termo sin alcohol si así lo prefieres.

Vicky agradeció y se sirvió una taza sin whisky. Realmente le era difícil demostrarlo, pero le hacía feliz que Ryan fuese tan condescendiente con sus caprichos, a los cuales nunca parecía rechistar. Sabía que era un caballero, aún si no terminaba de creerlo. Por eso, a pesar de que Matt era más atractivo, ella solo tenía ojos para él. 

-Yo traje un poco de pan que hice esta mañana, por si gustan un poco. -Dijo Matt con su habitual seriedad y aparente indiferencia.

Ivanna extendió su brazo hacia la bolsa de panes. Su rostro parecía el de una persona apática por su manera de maquillarse los ojos, por lo que Matt aun se sorprendía cuando sonreía de manera tan amistosa.

Elizabeth, también tomó un pan, aunque eligió la pieza más pequeña. dio un bocado y empezó a hablar hacia Ryan.

-Entonces, ¿Cuál es el plan mañana?

-Hay unas  cataratas a un costado del bosque. Iremos ahí después del desayuno y pasaremos de regreso por la zona de rapel.

-No me gustan las alturas. No pienso bajar. -Dijo Vicky.

-Yo tampoco. -Replicó Matt. -Es posible bajar hasta allá caminando, podemos alcanzarlos, pero nos tomará una media hora el descenso.

Vicky lo consideró un momento. -Creo que después de todo, si probaré el rapel.

-¿Estás segura? 

-Es como dice Ryan, hay que aprovechar el tiempo tanto como sea posible. 

Aunque eso fuese una mentira. Vicky fue la primera en conocer a Ryan, y desde entonces se fue enamorando de su carácter y sus atenciones. Sin embargo, cuando lo vio interactuar con Elizabeth e Ivanna, supo de inmediato que no recibía ningún trato especial. Simplemente, él era así. Pero en lugar de desanimarle, pensaba que acaso era una oportunidad de llevar una relación sana, un amor surgido desde la amistad y no lo contrario. 

Vicky empezó a ceder ante el frío. No solo era pequeña, sino también delgada, y sus manos aún dentro de los guantes empezaron a sentirse entumecidas, así como sus labios entrecortados. Provenía de un clima tropical, y nunca lo consideró algo malo, hasta que consideró que en el caso de pasar algo de sus fantasías, no pudiese besar a Ryan. "Sería desagradable", así que decidió marchar adentro de la casa un rato. Entró al cuarto de los varones y se recostó en una de las camas, la que pertenecía a Ryan, y entonces miró fijamente al techo, imaginándose como Ryan llegaba a verle, tocándole el rostro por si acaso tuviese fiebre, y entonces...

Los ojos de Vicky cedieron ante el sueño, quedándose acurrucada entre las sabanas frías de añoranza.

Afuera, Elizabeth sacó una bolsa de bombones y unos palos y procedió a darle a cada uno. El postre se tostaba lentamente en el fuego, y era una excusa para acercarse más, cerrando el espacio que Vicky había dejado.

Los ojos de Ivanna se cruzaron con los de Ryan, quien le mostraba una sonrisa, la cual fue respondida de igual manera.

-¿Cómo conociste este lugar?

-Un amigo suele venir a este tipo de parques para acampar y quitarse el estrés de la ciudad. Simplemente le pregunté por cual sería el mejor en las cercanías y dio con este. Aunque es cierto que descarté lo de acampar, pienso que es mejor rentar una cabaña y pasar la noche ahí.

-Nuevamente gracias por invitarnos. Prometo que luego te lo compensaré. -Apuró Elizabeth, que si bien, solía mostrar un carácter hostil hacia los hombres, sabía ser agradecida.

-No te preocupes, nuevamente, fui yo quien las invitó.

-Gracias también por el pan Matt, estaba delicioso.

Matt asintió.

-El chocolate estaba rico, pero, ¿Tienes algo más con alcohol?

Ryan miró el rostro pícaro de Elizabeth, y sonrió con la misma picardía, como si hubiese estado esperando esa pregunta por horas. Sacó de su mochila una botella de whisky y también un vino tinto.

Elizabeth señaló la botella de vino y procedieron a abrirla. Se sirvieron en vasos desechables, pues no había copas en la cabaña, pero el sabor era bueno, y calentaba bastante bien. Matt fue el primero en notarse entonado. Sus mejillas se habían tornado rojas, y a este le sucedió Ivanna, quien tampoco era una gran bebedora. Ivanna abandonaba esa faceta seria de su semblante por una sonrisa que cruzaba entre la torpeza y la inocencia continuamente. 

Ryan se percató, y pronto, ofreció un poco del chocolate sin alcohol a ambos, con tal de cortar el efecto. 

-Déjalos que sigan así. Son adultos. -Le reprochaba Elizabeth, pero Ryan notó la inexperiencia de aquellos que eran un par de años menores. Ivanna lo seguía en la mirada, analizándolo, extrañada pues era la primera vez que alguien, aún entre conocidos, se preocupaba por su estado de embriaguez.

-Ryan ¿Hay algún problema si tomo mucho?

-El único problema surge si no lo recuerdas. Además, apenas son las nueve. Creo que tenemos tiempo para disfrutar un par de tragos más.

Mientras que Matt e Ivanna seguían el consejo de Ryan, él buscaba seguirle el paso a Elizabeth, quien confiaba mucho en su aguante. Ryan no tenía una gran tolerancia, pero tenía buena técnica, sabía cuando beber un poco de agua, cuando comer, cuando pararse a estirar las piernas, ninguno de sus tragos estaba fuera del cálculo. Pronto, el ambiente se tornaría a las risas y a contar anécdotas absurdas o planes que no tendrían sentido el día de mañana. Finalmente, surgió la pregunta de los labios de Elizabeth.

-Ryan, sé que hemos venido todas, pero me tienes que decir, ¿Hiciste esto para estar con Vicky? 

Ryan se sonrojó un momento mirándola, y luego mirando hacia Ivanna, quien sintió su mirada diferente a lo usual, como si dejase salir algo que intentaba ocultar.

-Me temo que no tengo esas intenciones con Vicky. Es cierto que empecé a hablar con ella porque me llamaba la atención, pero era más admiración. Es decir, su forma de trabajar es bastante efectiva y...

-Vale, corta con eso. Si no fue por Vicky, ¿entonces quién?

Ryan se mantuvo en silencio unos momentos.

-Lo he hecho por mí. Hace mucho que no salgo a hacer algo memorable con un par de amigos. Sinceramente, ha pasado un par de años desde la ultima vez que hice algo fuera de la ciudad. Quizás no seamos en este momento las personas más cercanas, pero me siento bien aquí.

Elizabeth parecía insatisfecha con la respuesta, pero decidió dejarlo por la paz.

-¿Qué hay de ti Matt? ¿No hay alguien que te llama la atención? -Elizabeth cruzaba las piernas sensualmente, tratando de provocar cualquier efecto en su impasible rostro.

-Me gustas tú. -Dijo con naturalidad.

El silencio envolvió el lugar, mientras que Elizabeth empezaba a sonrojarse, derramaba su vaso sobre sus mallas y se paraba en un momento abrupto, quedando confundida y con la reacción que esperaba provocar en otros, ahora en su propio rostro.

-O eso es lo que diría si tuviese que elegir.

Y mientras que Matt bebía y Ryan e Ivanna morían de la risa, Elizabeth lanzaba una patada hacia Matt que terminó tumbándole de la silla.

El alboroto terminó por despertar a Vicky, dándose cuenta de su descuido, corriendo hasta la puerta para ver como estaba todo afuera. Ahí se encontraban los cuatro, riendo a carcajadas por obra del alcohol que se metabolizaba más lento de lo que el frío demandaba.

-Parece que se han dejado llevar un poco. Espero que no empezasen a besarse o algo así. -Bromeó Vicky para intentar acoplarse a la conversa, y lamentándose casi al instante, pues bien pronunciaba esas palabras, veía como las miradas de Elizabeth y Matt chocaban en sonrojo, pero más aún, como hacían lo mismo y con mayor intensidad Ivanna y Ryan, en un instante que le pareció eterno.

Entonces, Vicky notó que ya no había espacio para ella junto al fuego.


miércoles, 18 de octubre de 2023

Oda a un Sol.

Esta tarde que no se tiende la mandarina que del cielo florece,

y que la plaga de nubes infestan el jardín y sus remotos brotes,

imagino si acaso su fruto ha caído antes de que dieran las siete,

tomando un descanso de su brillo uniforme.


Escucho la alarma sin el dulzor de decir su nombre,

sino es desde la nostalgia que ahora mi cuerpo embebe,

soy un cuerpo vacío y condenado sin ver mañana

cuando en mi ventana el gris invita a que me colme.


Y si fueran las cálidas luces como el encanto que su boca cede,

o el abrazo del momento exacto donde se hace la noche,

hallaría encanto en la palidez nocturna que emana

el vestigio de una luz que siempre se esconde.


Ahora atrás suyo hasta cuando su rostro asome

cumpliendo el rito que el mar enternece,

y cuando marcha se evoca quien le ama

atisbo de los perros siempre al norte.



jueves, 12 de octubre de 2023

La voz que canta.

 Al presunto, al precepto, a mi apego,

al que cuenta los versos en secuestro y encía,

quien nace de las flores y ostenta el momento

de hacernos inmortales día con día.


A ese amor tan lejano y discreto que ahora ronda,

el efluvio que mi boca inunda cuando las aves emigran

y se impregna en mis saberes, en mis quehaceres,

hasta volverse la voz que me adoctrina.


Ese dulce encanto, oculto entre tinieblas,

esa ruina, esa voz que canta,

que ruega ser oída,

ruega ser amada.


A ti abogo, a ti fijo firme mi camino, 

a ti que amo discreto y a lo lejos,

dulce encanto entre tinieblas

canta y yo te sigo. 

miércoles, 11 de octubre de 2023

Entierro digno.

Eran pasadas las seis de la mañana, pero el alboroto se hacía entre las filas, como si nadie hubiese dormido, más curiosos que asustados, pero para quien estaba en frente de todos ellos, no eran más que gallinas. Sucias y escandalosas gallinas.

"Ayer un hombre murió." 

Decía la voz que miraba de frente y desde arriba de la tarima. Un hombre que no requería micrófono para hacerse oír, ni callar a nadie. Quien no guardara silencio, simplemente sería castigado.

"Su cuerpo fue hallado hace dos horas en los vestidores, con una herida de cuchillo atravesándole el costado izquierdo de la espalda. La causa de muerte está por determinarse, pero lo más probable es desangramiento. Uno de los hombres aquí presentes es el culpable, y cree que esto es la prisión, que no puede ser tocado o que, en el peor de los casos, será castigado. Pero les recuerdo algo. Esto es un pelotón de la milicia, no la prisión. Y la traición, en el mejor de los casos, es penada con el fusilamiento.

El silencio después de la declaración se volvió demencial, la tensión era tal que podía palparse, y sobre ella estaba el Sargento Doksster, como quien camina sobre una capa de hielo buscando el mejor lugar para pescar.

"Así que, esta es una oportunidad para todos ustedes. Si el culpable se entrega en este momento, le prometo una ejecución por fusilamiento, así como entregar sus restos a su familia para que les otorguen un entierro digno."

Sin embargo, nadie reaccionó ante tal ofrecimiento, y el silencio siguió como regla general.

"De acuerdo, veo que nadie quiere hablar. De momento, nadie comerá nada hasta que no se revele un culpable. La salida del batallón esta completamente prohibida y se les retirará todo medio de comunicación. Este problema será resuelto aquí." El sargento bajó de la tarima y el pelotón rompió filas, sin rechistar, pero cabizbajos ante la noticia.

El hombre en cuestión era el cabo Davis, alguien de buen carácter y sin aparentes enemigos, por lo cual el caso se tornaba más complicado. El sargento volvió a su tienda meditando sobre eso, de aquel pelotón de 20 personas que desde hacía cinco meses dirigía sin mayor inconveniente. Claro que siempre hay gente idiota, y Davis era una de ellas, reconocido por meter alcohol y mujeres al batallón y con un expediente que incluía peleas clandestinas de gallos cuando recién entró a la academia. Claro, que estaba la posibilidad que hubiese sido un saldo de cuentas por el juego, pero hasta donde sabía, nadie había realizado ese tipo de actividades durante su tiempo comandando. Lo que lo volvía más complicado, es que el arma homicida le pertenecía al mismo Davis. Mientras que el equipo forense realizaba la investigación, se encontraba a ciegas. Su única pista era el aliento alcohólico de Davis.

A las diez de la mañana, volvió a citar a todos en el campo de entrenamiento. Está vez, las condiciones habían cambiado, y los dejaría al Sol hasta la tarde como castigo general. En promedio, un soldado en buenas condiciones puede mantenerse en pie durante un día completo antes de desfallecer por inanición, pero el requeriría menos tiempo. Recién había pasado la mitad de la tercera hora cuando el primer soldado vomitó, permaneciendo aún de pie, pero ciertamente en un estado deplorable. A este le secundó un segundo hombre unos minutos después. Doksster dio la orden de que los limpiarán y los llevarán a su camper.

Los hombres en cuestión eran el cabo Hilder, y el soldado raso Marduk, quienes parecían deshechos después de las ordenes de su sargento. Hilder temblaba un poco, aunque era difícil distinguir si era por nerviosismo o enfermedad, mientras que Marduk se mantenía integro, con una mirada fría y seria, característica que siempre le pareció necesario a Doksster para un buen soldado.

-Me sorprende que hallan durado tan poco en esa prueba soldados. ¿Hay alguna razón para ello... Cabo Hilder?

-Presiento que me he enfermado, señor. 

-Ya veo, estoy algo curioso de si padeces algún otro síntoma.

-Deshidratación, señor. Nada que un poco de agua no cure.

-¿Que tal usted señor Marduk? No parece estar enfermo como el cabo Hilder.

-No tengo excusa, señor. He sido débil.

-Me temo que eso tampoco me sirve, soy muy consciente de su desempeño soldado. Uno de los mejores hombres de este pelotón sin lugar a dudas. Así que le daré otra oportunidad para contestar.

Marduk miró al Sargento con cierto terror, algo poco común en su inexpresivo rostro.

-He tomado un poco de alcohol el día de ayer, señor. Necesitaba entrar en calor.

-Si estuviéramos en Siberia lo entendería, pero nos encontramos en Krasnoyarsk, sabe que no está permitido consumir alcohol dentro del batallón. ¿Usted sabe algo cabo Hilder?

Hilder titubeó un momento, pero finalmente contestó.

-Yo estaba con él, señor. También estuve tomando.

-Y los dos estaban con el cabo Davis. 

Se miraron de reojo el uno al otro, cómplices de una afirmación que no podía evitar salir de sus bocas en este punto. El sudor cayó de sus frentes y cuando la gota fría llegó al suelo, confirmaron les suposiciones del Sargento. El Sargento les observó, algo complacido, y prosiguió con el interrogatorio.

-¿Había alguien más con ustedes?

-No señor.

-De acuerdo. Me parece que habrán bebido una buena cantidad para haber devuelto todo de esa forma. Díganme cuanto ha sido.

-Eran tres botellas de vodka... señor. -Respondió Hilder tambaleante.

-Una cada uno, he de suponer.

Los dos soldados asintieron.

-Estamos avanzando por buen camino. Nuevamente, les haré la proposición de esta mañana. Si uno de ustedes mató al cabo Davis, dígalo ahora.

-¡Ese debió ser él! -Gritó Marduk con el pánico de los hombres acorralados, perdiendo su semblante serio, como si aquel hombre frío nunca hubiese existido. -Si yo no he sido, entonces debió ser él.

Hilder lo volteó a ver, intentando replicarle pero el Sargento le hizo un gesto para que guardara silencio y se volvió a Marduk.

-Ten mucho cuidado con lo que dice soldado, está condenando a un hombre.

-Tengo entendido que Davis nunca tenía dinero, y ya tenía una gran deuda con Hilder. Incluso ayer, Hilder había pagado el alcohol, y los precios... ¡Los precios los inflaba! Davis le veía la cara a Hilder, eso debió ser.

Hilder estaba pálido, impotente por no poder meter las manos, hasta que el Sargento finalmente lo volteó a ver y le dio la palabra para defenderse.

-No he sido yo señor. 

-¿Cómo lo respaldas, Cabo?

-Davis era mi amigo. Lo conocí desde antes del pelotón, en la academia. Él nunca tenía dinero, solía gastarlo en apuestas y mujeres, pero nunca consideré que me debiera nada. 

-¿Sabías que te cobraba de más?

-Por supuesto que lo sabía señor. Pero lo consideraba su cuota por meter el alcohol al batallón, nunca como una estafa ni mucho menos. Entiendo que eso no sea una respuesta satisfactoria, pero es la verdad. Es cierto que me quedé de último con él, pero se había quedado dormido, así que lo dejé recostado.

-Soldado Heilder. -Dijo fríamente el Sargento. -Yo le creo.

La mirada de Marduk se volvió al pánico, y pronto empezó a balbucear y gritar rogando por su inocencia. Doksster se paró y caminó hacia él, dándole una bofetada y tomándole del cuello de la camisa, para luego arrojarlo al suelo.

-Tampoco has sido tú Marduk. Así que cierra el hocico. Les diré lo que pienso y me dirán si tiene sentido. El cabo Davis se mató a sí mismo.

-Señor, eso es imposible. -Dijo Heilder. -Él no tenía esa clase de pensamientos.

-Por supuesto que no. Era un imbécil. Por eso se murió. Ustedes estaban comiendo algo anoche ¿no es así?

-Una ración de duraznos en lata señor. -Respondió el cabo.

-Y Davis los abrió con su cuchillo. ¿Cierto?

-Es correcto.

-Cuando inspeccionamos el cadáver, no llevaba nada de su equipamiento. Ahora respóndanme ¿Dónde suelen guardar el cuchillo táctico?

-En la funda riñonera... - dijeron disonantes, mientras sacaban sus propias conclusiones en distinto orden de pensamiento.

-El infeliz se apuñaló guardando el cuchillo donde no había funda. Bien curtido, probablemente no sintió más que una molestia, pero ahí estaba, desangrándose en frente suyo. Cabo Heilder, él no estaba durmiendo, sino que se encontraba inconsciente. Habrá muerto poco después.

Los dos hombres respiraron como si no lo hubieran hecho desde la mañana, sintiendo un alivio culposo por haberse librado de las acusaciones a costa de una negligencia mortal hacia el estado de su compañero. El sargento, sin embargo, siguió con su tono firme y sin quitar el dedo del renglón. 

-Soldado Marduk, queda destituido de su cargo. Se quedará el resto de la tarde al Sol y luego hará su maleta y se largará de aquí.

-Pero señor... -replicó Marduk confundido. 

-Es una maldita orden. Necesito soldados, no gallinas. De gracias que no lo fusilo por traición. Cabo Heilder, avise a la familia de Davis sobre lo sucedido. Asegúrese que tenga un entierro digno.



miércoles, 27 de septiembre de 2023

El vuelo EA67

Greta abre los ojos.

Está oscuro. Nuevamente, se encuentra viajando en avión, acompañada de sus dos hijos, Sandra de diez años y Alonso de ocho. Tiene la postura de que los niños no deben llevarse tantos años porque luego no logran llevarse bien y terminan juntándose con malas compañías. Son un par de niños buenos, tan tiernos que le cuesta trabajo pensar que sean de la misma sangre que el idiota de su padre, del cual hace años no sabe nada y ni quisiera saber. 

El asiento es diferente a la ultima vez. Anteriormente, eran más amplios y de un algodón económico, similar al de los autobuses, pero el vinil tampoco está tan mal. Voltea a ver a un lado suyo, pero no son sus niños los que van ahí, ellos van en la fila al otro lado del pasillo. En su lugar, hay un hombre alto y trajeado, pero de porte descuidado. Si fuera su hijo, no le dejaría andar con la camisa por fuera, con el cabello despeinado, ni llevar la corbata floja. 

Greta empieza a sentir hambre, así que enciende la luz y llama a la azafata. La luz le encandila, por el cambio abrupto de iluminación, y así también, nota como aquel hombre empieza a mostrar molestia por ello, pero no le toma más importancia y sigue con su pedido. La azafata va a buscar lo solicitado, mientras que ella realiza una escaramuza en su bolsa para dar con la tarjeta. Una voz le habla casi al oído.

-¿Qué me vas a invitar? -dándose cuenta Greta que se trata del hombre a lado suyo.

-¿De qué está hablando? -le responde extrañada, mientras que por impulso, cierra su bolsa al instante.

-Sí, si me has despertado, es porque algo me has de invitar.

Greta lo voltea a ver. A la luz, nota una mirada sin vergüenza en el rostro del hombre, alguien habituado a decir cosas sin afán. "Los únicos que hacen eso son los criminales", piensa súbitamente. Entonces, mira de reojo a sus niños, que siguen dormidos durante el vuelo, y vuelve la mirada al hombre y ahora tiene una sonrisa extraña. "Se ha dado cuenta de que no vengo sola".

-No tengo dinero.

-No seas tacaña, pide un paquete para mi también. -Dice nuevamente la voz, mientras que siente cada vez más cerca el choque de sus hombros, la voz, y el descaro.

-Pediré otro entonces. Y ya.

-Gracias. -Suelta el hombre, y así también, le planta un beso en la mejilla.

Greta no sabe que hacer. Su corazón quiere salirse de su pecho ante el terror, pero no siente que pueda alzar la voz. Para ella, un hombre se puede permitir ser así de descarado si es igual de peligroso. No quiere que pase nada malo, decide callar y esperar que todo quede en eso, ruega a Dios por ello entre murmullos y con todo su ser.

La azafata vuelve y pide el otro paquete, dejándole ese primero al hombre entre temblores.

-¿Estás bien? -Le pregunta.

-Sí. Anda come.

Greta no le quiere voltear a ver, solo espera en silencio hasta que su comida llega, pero ha perdido el apetito. Las luces se prenden, avisando que el avión está a punto de aterrizar, que abrochen su cinturón y que levanten las mesas. Ella solo cierra los ojos, y espera a que todo esto termine de una vez.

Se siente la agitación del descenso, el paso turbulento por las nubes, el giro del posicionamiento, el golpe contra el pavimento del tren de aterrizaje, y el corazón de Greta se siente golpeado, pero con un ligero alivio, que rápidamente se convierte en urgencia de pararse, levantar a los niños y emprender la huida. Sin embargo, y justo al momento de pararse, el hombre le toma la mano. El mundo se detiene junto con sus latidos.

-Espera a que baje el resto de la gente, mamá.

Greta le mira perpleja, y en su pánico, mira hacia todas partes, pero el resto de pasajeros están ocupados en su propio desembarque. Entonces voltea hacia Sandra y Alonso, pero es la primera vez que los mira desde que encendieron la luz. Ahí sigue el par de niños, ya despiertos y bajando sus maletas, pero Sandra nunca tuvo el pelo tan rizado y Alonso nunca fue moreno, sino blanco, como el color de la mano que aún le sostiene la muñeca. Además, tenía un lunar debajo de la oreja izquierda. 

Greta se sienta de nuevo, confundida. Mira de reojo a su retenedor, y escudriña su rostro cada vez más familiar, hasta que da con el lunar. Entonces, vuelve la mirada hacia sus propias manos, las cuales tienen marca de paño, y se ven arrugadas, su cuerpo se siente pesado, sus rodillas adoloridas por haberse levantado tan rápido, y para hacerlo nuevamente, toma impulso, sostenida de aquel hombre, que le acompaña con naturaleza hasta la sala de entrega de equipaje.

Greta, finalmente, coge valor para encarar al hombre.

-Arréglate esa camisa.