martes, 28 de febrero de 2023

La extraña enfermedad de Baldabi

 En Baldabi no había ricos ni pobres, solo personas que trabajaban la tierra y hacían con ella lo necesario para continuar sus vidas.

No había sueños, ni hambre, y no existía el concepto del dinero. Eran, como se dice vulgarmente, felices.

Un día normal en Baldabi, consistía en despertarse a las cuatro de la mañana por leche de la vaca y por los huevos de las gallinas, preparar el desayuno para aquellas familias que tenían de tres a siete hijos, y empezar a darle sus cuidados a la tierra, arando, regando o cosechando los frutos de meses de trabajo. No había prisas, no había precariedad, todo funcionaba con precisión de segundero, a pesar de que en su vida habían visto un sistema de relojería. El Sol era su único aviso de que empezaba o terminaba el día.

Así fue durante décadas, hasta que nació el quinto varón de la familia Paduk, Inrith, quien, por primera vez en la historia de Baldabi, soñó. Al principio, creía estar enfermo y así lo creyeron también su familia, alguien quien vivía otra vida en un mundo incapaz de percibirse para los demás. Inrith contaba que veía aves que devoraban hombres para luego regurgitarlos, y que la gente usaba para moverse entre los cielos, contaba de luciérnagas atrapadas en burbujas, que iluminaban los caminos entre casas más grandes y duras que las de Baldabi, y por donde ya no pasaban carretas de burros, sino pequeñas casas movidas por ruedas y que se incendiaban en la parte de adelante, aprovechando el humo para desplazarse.

El padre de familia, Bonur, se preocupaba por los delirios de su hijo, pensando que era imposible volar, atrapar luciérnagas o que una casa en llamas pudiese albergar a alguien dentro. No eran más que fantasías, pero en Baldabi, nunca antes se habían manifestado algo como los sueños. Después de revisar que su hijo no tuviera fiebre y que comiera normalmente, decidió dejar de prestarle atención a sus historias extraordinarias. Inrith hablaba con los otros niños de sus sueños, pero la mayoría lo llamaban loco o decían que se había golpeado la cabeza mientras dormía.

La única excepción era Kahik, un hombre algo mayor y mal visto por el pueblo, al cual le gustaba salir a explorar el bosque, más allá de donde terminaban las áreas de caza. Ahí decía haber visto algunas de las cosas de las que Inrith hablaba, argumentando que sus sueños eran, en todo caso, visiones de algo más allá. Inrith pidió que lo llevase hasta ese lugar, por lo que al día siguiente caminaron a través del arroyo, de las rocas grises y de los espesos helechos que se usaban para delimitar los límites de Baldabi. Atravesarlos implicó llevarse heridas y arañazos en brazos y piernas, pero Inrith solo estaba interesado en saber que había más allá y si acaso los descubrimientos de Kahik eran reales. Para su sorpresa, en frente suyo, apareció una serpiente negra con franjas blancas, tan larga que no se podía ver ni su cabeza ni su cola. Echó para atrás Inrith, pero poco a poco se dio cuenta que no era una serpiente, sino un camino negro que parecía señalar una dirección entre las líneas blancas que le atravesaban de extremo a extremo.

Encima de ella, pasaban las casas incendiadas, dejando rastros de humo por el aire, y a cada costado del camino, había arboles verdes y huecos, carentes de todo follaje y de los cuales colgaban burbujas con luciérnagas. Kahik le dijo que alguna vez había visto también una de esas aves gigantes, pero eran muy raras de observar, pues volaban más alto que las águilas, dejando ver apenas una silueta inerte que simulaba a un ave con las alas extendidas y sin aleteo. De repente, la emoción de Inrith se fue convirtiendo en desánimo y finalmente apatía, volviendo con cierta desdicha a la aldea. Kahik intentó preguntarle qué era lo que le había pasado, pero ante toda pregunta, Inrith solo respondió una vez:

“Creo que estoy curado”.

Inrith durmió ininterrumpidamente esa noche, y la noche siguiente, y en Baldabi, nunca nadie volvió a soñar.

miércoles, 22 de febrero de 2023

William

Pocas personas se mantienen constantes en el flujo de una memoria que rara vez asienta nombres en los sedimentos de su caudaloso y mortal corriente, entre ellos el de mi amigo William Devéria, un chico que vivía al otro lado de la cuadra y que era por demás enfermizo, haciéndome sentir como un sol lleno de vitalidad a su lado. Desde que tenía memoria, había padecido de asma, usaba zapatos ortopédicos que provocaban la burla de la mayoría de los chicos del vecindario, y el haberse vestido con un kilt durante el festival escolar de la primaria no le ayudó en lo absoluto. Sus rasgos eran algo afeminados, principalmente por la falta de ejercicio y a una alimentación, que si bien no mala, consistía por lo general en caldo de pollo, hecho por su abuela, quien le solía cuidar por las tardes. Sus padres trabajaban hasta noche, por lo que, apenas terminando las tareas y de comer, solía venir a buscarme a la casa. Su voz era titubeante cuando pronunciaba mi nombre, en parte porque el perro del vecino fuese a ladrarle o perseguirle. Más de una vez lo encontré encima de mi reja, pidiendo desesperadamente que ahuyentase a ese Pomerania del mal, como él solía llamarlo.

Solíamos poner la televisión y ver caricaturas que no le dejaban ver en casa, y cuando queríamos jugar, usábamos carros de control remoto dentro de mi patio, nada que le costase mucho esfuerzo al pequeño William. También pintábamos libros para colorear, y cuando fuimos un tanto más grandes, ayudábamos a su padre en su taller de artesanías, pintando jarrones y pequeñas esculturas de barro con forma de búhos, perros y muñecas.

A pesar de tener la misma edad, me sentía como su hermano mayor, y durante mucho tiempo, fui su maestro en las pocas cosas que sabía o creía saber de este mundo. Fui yo quien le aconsejó como acercarse a la pequeña Mary Polanski en la escuela, y probablemente la razón de su rápido rechazo. En lo absoluto lo hubiera hecho a propósito, pero William tenía muy pocos atributos positivos para una mujer. Era incapaz de brindar protección con su escualidez, y su belleza residía únicamente en dicha delicadeza que le acompañaba. En algún fin de semana, pude conocer finalmente a sus padres, una mujer en constante estrés que se la vivía llenándose de nuevas y más mortuorias preocupaciones, y un padre que desaparecía durante largas temporadas para únicamente llegar a casa y tenderse a ver televisión. Pero William poco o nada compartía con ellos, siendo un chico por demás trabajador y compulsivo de sus deberes. Decía que le gustaba sentirse libre, y el tiempo me ha hecho entender que, a fin de cuentas, eso era lo que más anhelaba. Lo segundo era Mary Polanski.

La verdad, yo no sé qué le veía. Por supuesto que era linda y la más popular de la escuela, pero su actitud era la de una niña mimada. Hace unos días, volví a saber de ella. Ha conseguido un marido millonario y se la vive viajando y comprando ropa. El mundo no es un lugar justo a veces, pero William no lo veía así. Trabajaba más que nadie para hacerse notar por sus méritos, le ayudaba en sus tareas, esperando ella no notase sus manos sudadas, pero era difícil no hacerlo, cuando transpiraba a través de ellas, de la frente y los sobacos. También era víctima de bullying constantemente, y aprovechaban cada oportunidad en la que estaba lejos para hacerle una maldad, pero no importaba el crimen, nunca pensó en venganza o incluso temor, sino que más bien vivía el hoy y el ahora. Aquello hacía que no fuera capaz de resolver problemas a mediano y largo plazo, desperdiciando oportunidades de crecimiento personal o profesional en el transcurso de los años. Mary Polansky se fue terminando la primaria, pero la reemplazaron Julia, Pernille y Henrietta, pues mi pobre y enfermizo amigo, si bien ignorante de sus metas en la vida, estaba seguro de que su destino era casarse con una hermosa mujer y tener dos hijos.

Para tal ironía, habría de conocerle unas cuantas parejas que resultaban cada vez más efímeras y de las cuales, ninguna habría de llegar siquiera a sus estándares reales de belleza. La verdad es, que simplemente se sentía solo. Dichos motivos hacían que finalmente se cansase de ellas y terminasen en una relación de enemistad, fastidiando a la larga sus círculos sociales que eran de por sí, bastante reducidos.

A los 23 años, se encontraba solo.

Podía contar a sus amistades con una mano, y a sus prospectos restantes de pareja con un puño. Sin embargo, William no era un mal chico, y solía invitarlo a las reuniones en mi casa a fin de que conociese gente nueva, pero siempre tuvo facilidad para dar malas impresiones. Entrando en sinceridad, yo también creí que era un idiota en sus días, y lo es, pero no de ese tipo.

Habiendo salido de la universidad y sin amistades prometedoras, la última esperanza de William era encontrar un trabajo donde socializar, pero víctima de sus malas decisiones y de su atópica disfunción social, comenzó a trabajar en un negocio de oficinas como contador.

Ni siquiera había estudiado algo en relación, pero si algo he de admirarle a mi gran amigo es su capacidad de albergar conocimientos innecesarios para la convivencia, tal así las matemáticas, historia, música o cualquier índole que le hiciese quedar de soberbio y antisocial.

Su desempeño era destacable y sus valores íntegros para un puesto a veces tan poco moral, pero justamente eso provocaba ciertas desconfianzas y discordias entre sus jefes. Al final, se retiró apenas tuvo oportunidad, ante la inminente amenaza de una investigación fiscal. William anduvo vagando de trabajo en trabajo, taxista, agente de ventas, e incluso llegó a limpiar piscinas en un hotel de renombre. Ahí, se enamoraba día con día de bellas mujeres extranjeras, a las cuales admiraba en secreto entre suspiros efímeros de una noche. Eso fue hasta que conoció a Sunny Smiroff, una joven artista rusa que formaba parte del circo como trapecista y había logrado hacer vida alrededor de Europa, trabajando como maestra de yoga. Sunny era un nombre artístico, pero era lo único que compartía, y honestamente, era lo único que le importaba a William.

Quizás fue porque había tenido parejas peores, o el hecho de que William tenía aquella mirada atribuida a los mártires y los ángeles cada que miraba su melena rubia y alborotada, pero acepté casi de inmediato a Sunny como la pareja de mi desgraciado amigo. William rara vez podía seguirle el ritmo a la enérgica Sunny, arrastrado la mayoría de las ocasiones por sus caprichos y deseos egocéntricos que, vistos desde fuera, parecía justamente lo que William necesitaba para salir de ese agujero al que llamaba hábito. Pasado un tiempo, empezaron a vivir juntos, en la casa de William, habiéndose sus padres marchado hacia una casa a las afueras de la ciudad, la cual era su plan de retiro al término de los estudios de William.

Por esas fechas, había conseguido mi primer trabajo en un periódico de la ciudad como reportero, teniendo que vagabundear entre los más recónditos confines y callejones de la ciudad, hallando principalmente insalubridad, escenas de crimen y alguno que otro mendigo que buscaba ganar mi salario extendiendo la mano. Las noticias nunca fueron agradables, pero cuando tu trabajo se encuentra buscando en la inmundicia, nada puede serlo. Justo por eso me sorprendí de hallar un día a Sunny Smiroff, fornicando en un callejón con olor a pis con un tipo dos veces más grande que William y diez veces menos simpático. Sus ojos parecían perdidos entre los ladrillos frente suyo y las pupilas dilatadas contaban una historia típica de aquellos lares.

Antes de decirle a William, tantee terreno para saber si su relación se encontraba bien, a lo que el despreocupadamente respondió “mejor que nunca”. Había descartado que se tratase de una ruptura, así que procedí a contarle sobre lo que había pasado.

Buscando las palabras apropiadas para un tema tan delicado, me encontré con un silencio abrumador durante mi testimonio, sin preguntas, ni cambios en la gesticulación de William, solo una mirada aparentemente clavada en mis ojos, y que reflejaba una pared invisible entre él y yo.

Cuando terminé, contestó cortantemente “gracias, pero yo sé lo que hago.”

Ante el desprecio en sus palabras, decidí no hablar más sobre el tema e irme de ahí en cuanto tuve oportunidad, pues el ambiente tan agradable que siempre rodeaba a William, había desaparecido para mí, acortando sus oraciones, sacándoles filo con cada palabra que decía. Se limitaba a responder monosílabos o contradicciones. Claramente estaba molesto, pero no me arrepentía de haber dado consejo, aún si fuese el último, a mi gran amigo:

 

“Que el recuerdo sea ignorante y el olvido discreto.”

 

Después de eso, cerré la puerta, y nunca más volví a ver a William.

Mi rencor en realidad fue perecedero y habiendo pasado un mes, hubiera intentado nuevamente hablar con él. Probablemente, para ese entonces, la historia se habría olvidado y bien podría aceptar que fuese un cornudo si eso era como las cosas funcionaban para él.

En lugar de ello, William se aseguró de cortar todo medio de comunicación conmigo y cualquier otro amigo en común, limitándose a una vida llena de una mujer de un vacío sin fin. Durante meses, le perdí de vista y de la consciencia, empedernido a seguir adelante, pero escasas veces el destino es tan condescendiente con esa clase de decisiones. Así fue que vi un par de meses después a Sunny, quien en realidad se llamaba Esther Mycop, en aquella zona de antros de mala muerte, por la cual solía buscar noticias.

Deambulaba apenas con rastro de consciencia, con una botella en la mano casi llevada a rastras, mientras que se recargaba en la pared con el otro antebrazo. Quizás fuera el hecho de no haber cerrado el ciclo de la pérdida de mi amigo William, o aquel par de tragos que llevaba encima, pero decidí cruzar la calle y encarar a aquel despojo de mujer, pero por más que pregunté por William, ella nunca dio seña de haber estado con él o siquiera haberlo conocido.

 Ante la extrañeza de la confesión de un ser apenas racional, comencé a dudar si se trataba siquiera de la misma persona, si es que acaso Esther Mycop era hermana de Sunny Smiroff o si todo surgía de un efecto Doppleganger, que bien podría haber acabado en vano con una amistad de 15 años. Había hecho mal mi trabajo como periodista, o bien se trataba de una respuesta vacía de una persona a punto de volverse un objeto, pero quise conocer la verdad directamente de William, pues en este punto, parecía el único capaz de esclarecer una verdad que poco podía arreglar sino una razón para un cabeza dura.

Aquella noche fui hasta su casa y azoté la puerta como si fuese un cobrador enfurecido, a veces siendo consciente de mis excesos, pero sin obtener respuesta del otro lado. Mirando con detenimiento el jardín, noté que la casa llevaba desatendida por lo menos un par de meses, pero las luces dentro de la vivienda se mantenían prendidas, silenciosas, guardándome secretos. Cansado por la indiferencia y en un momento de locura, rompí la ventana que daba hacia la sala con una piedra, y removiendo el resto de los cristales descuidadamente con mis guantes, me abrí paso hacia aquella casa que había visitado apenas un decena de veces desde hace 10 años. En esa sala habíamos visto películas, y en su comedor bebimos junto a esa zorra, o su novia, o cual fuese la razón por la que nos habíamos separado en primer lugar, y la razón también por la que estaba ahí. Ahora, del comedor se desprendían aromas fétidos y los alimentos mostraban rastros de moho y podredumbre.

Caminé por el pasillo que daba hacia las habitaciones, mientras aún seguía gritando una y otra vez el nombre de William, diciéndole que solo quería hablar. El pasillo se tornaba oscuro con cada paso que daba, aturdiendo gradualmente mis sentidos. De no ser por mis gritos, en un parpadeo podría haberme olvidado de donde estaba y que estaba haciendo. Casi al final del camino, se encontraba la antigua habitación de William, de la cual nunca se quiso cambiar, a pesar de que el cuarto principal era más grande. La puerta estaba cerrada con seguro, pero ante el desespero de la verdad, lancé una patada, y luego otra, hasta que la cerradura finalmente cedió, y la puerta se abrió.

Entonces desperté, en mi propia cama, incapaz de recordar lo que había pasado la noche anterior. Me vestí para ir al trabajo, cociné unos huevos y una salchicha acompañados de café, y salí de casa. De reojo, miré hacia la propiedad del vecino, la cual parecía haber sido vandalizada la noche anterior, pero poco o nada significó para mí, mientras seguía en mi camino hacia el trabajo, más preocupado por una nueva noticia, que por lo dejado atrás.