miércoles, 25 de mayo de 2022

La noche taciturna

Pocos recordarán los sucesos acontecidos aquella terrible noche en las calles del pequeño pueblo de Bowmore, donde ocurrió un caso tan antinatural que solo podría ser obra de los trepanadores de la consciencia que obran bajo el mando del mayor mal existente en este podrido mundo.

Desde la caída del Sol prematura, hasta el sosiego del mar falto de olas, todo parecía augurar un desastre que, de conservar un ápice de instinto por sobrevivir, cualquier hombre hubiese emprendido la huida u optara por un final más rápido e indoloro. No así los clientes del bar Da Sheaghach, donde la música y las bebidas adulteradas mantenían ignorantes a todos del desastre que se asomaba. En ese entonces, yo atendía detrás de la barra de aquel lugar. Llevaba ya un par de años con ese trabajo, pero no estaba ahí por el dinero ni el ambiente, sino que era el único bar de la ciudad que permitiría a un hombre alcoholizarse durante la jornada laboral. Era joven, una persona completamente distinta del despojo que soy ahora. Si pudiese ser capaz de recuperar aquella vitalidad tan solo durante un día, ese sería el mejor día de mi vida…

Pero no.

Nunca podría ser.

Y si fuera posible, probablemente aprovechase esas energías para acabar esta vida miserable que no hace más que recordar entre sueños aquel escenario desgarrador que repta desde dentro de mi piel queriendo desgarrarme. Pero es inútil tener esperanzas en algún milagro así, aun cuando he comprobado que el mal se puede manifestar.

Esa noche el bar estaba en su máximo aforo, pues había ganado en casa el equipo de Rugby local, llenando cada establecimiento en la ciudad donde se consumiese alcohol, y haciendo de las calles un caos habitual con cada temporada que se jugaba. En ese sentido, no podría descartar que los bares alrededor del malecón hubiesen padecido ante aquella fuerza antinatural que asoló al Da Sheaghach; que encuentren la paz todas aquellas almas arrebatadas en tan súbito acontecimiento que aún hasta la fecha sigue calando en mis temblorosos huesos.

La Luna no había salido, haciendo la ciudad más lúgubre de lo habitual, los animales parecían alborotados en respuesta, corriendo erráticamente y atacando hasta a sus propios dueños en un acto de urgencia desmedida. Por supuesto, la mordida nerviosa de un animal herido era algo que podía pasar en cualquier momento, y aún si los reportes hubiesen llegado a llamar la atención, ninguno de los hombres y mujeres disfrutando de la bebida y la victoria ajena lo hubieran considerado importante, y así la gente siguió tomando sin medida, sin malestar por lo que pudiese ser mañana, habituados y aferrados tan beligerantes a la vida. 

Mi jefe en ese entonces era el Sr. Donovan, un hombre tacaño sin ápice de vergüenza para intoxicar a sus clientes, engañándolos así con los precios más bajos del pueblo. En aquel momento su boca segregaba exuberante saliva, saboreando la ganancia que venía esa noche, ignorando por completo la ayuda que requería al ser el único empleado detrás de la barra en ese turno

“Apura esos tragos. Es increíble que estés quejándote por solo servir Whisky y cerveza, desagradecido”, decía mientras contaba el dinero de la caja registradora, revisando si acaso no me estaba llevando algo a la bolsa. Realmente solía hacerlo, así que no lo culpo por la falta de confianza. Odiaba trabajar ahí. Era un lugar cerrado, más cercano a una bodega que a un bar, pero a la gente no parecía importarle. En cambio yo me asfixiaba de momentos, sentía el aire viciado y el constante humo de cigarro no hacía más llevadera esa carga.

Cuando ocurrían este tipo de celebraciones, el aire y el ruido saturaban el lugar, haciendo apenas audible los pedidos de las personas, las cuales se amontonaban de vez en cuando reclamando que no habían recibido lo que ordenaron. “Menos mal estoy alcoholizado”, pensaba mientras ofrecía disculpas vacías a todos esos que apenas podían mantenerse de pie.

De repente, un ruido golpeó contra el frente del establecimiento, y pronto fue secundado por múltiples otros alrededor de todo el edificio, como el ruido del granizo cayendo, una primicia imposible pues era verano por esos días y la temporada de tormentas todavía no empezaba.

Algunos incautos quisieron salir a revisar el origen de aquel escándalo, pensando si acaso era la hinchada del otro equipo, buscando incomodar a los ganadores. La música paró y el bullicio empezó a aflorar, mientras que algunos se subían a las mesas incitando al resto a dar un buen espectáculo a cualquiera que quisiese estropearles la noche. Los hombres más elocuentes salieron de frente, mientras que el resto acalló para estar atentos a la señal para apoyarles, pero ninguna voz se escuchó afuera, solo el ruido del viento que resoplaba y los golpes que retumbaban en las paredes, los cuales se mantenían constantes, solo bajando su intensidad apenas un poco. Puede incluso se tratase solo de los propios oídos, que de a poco se acostumbraban.

Hubo un momento de reflexión entre los antes coléricos bebedores, pero pronto recobrarían aquel aire imperativo de rebelión, ahora a mayor escala, logrando hallar valor para salir embravecidos al punto de casi provocar una estampida. El maldito de Donovan iba tras de ellos gritando “¡Se están yendo sin pagar! ¡Ayúdame a detenerlos idiota!”, pero mejor que nadie sabía que no había fuerza en Islay capaz de detener a aquella turba, o al menos no lo creía. Durante el alboroto, los golpeteos pasaban a segundo plano, como si tratasen de combatir ruido con ruido. Pero, así como iba alejándose la tumultuosa turba que hacía retumbar mis oídos, el ruido del exterior aumentaba en proporción.

Aquello empezó a causar estragos en mí.

Quizás era que el alcohol había perdido efecto o fuese el estrés al que estaba sometido noche tras noche, pero mis piernas empezaron a temblar, a mantenerse inquietas, como queriendo escapar de algo o alguien. El sentido común me decía que debía permanecer detrás de la barra por si alguien más ordenaba, pero el resto de mi cuerpo imploraba por una vía de escape. Ahora sé que no había lugar más seguro que aquella mohosa bodega disfrazada de bar.

Habiendo salido el 90% de las personas que hubiesen ocupado las mesas del establecimiento (entre ellos el señor Donovan), un estruendo asoló mis oídos y así también del otro 10% que a unos pasos de atravesar la puerta, corrieron a esconderse dentro del establecimiento bajo mesas o corrían despavoridos mientras jalaban su cabello, como aquel que sufre una desesperación inexpugnable. No eran cobardes. Incluso yo oriné mis pantalones como desde niño no hacía, pero fue algo de lo que me percataría tiempo después. En comparación, logré mantener mis cabales, pues algunos vomitaban ante el terror, otros corrían por todo el establecimiento sin rastro de cordura, y aquellos que eran acreedores de esta, rompieron platos y botellas, cortando sus gargantas ante el asolador futuro que se asomaba al otro lado de la puerta.

Después del estruendo, los golpes a la pared empezaron a tomar forma, pasando del granizo a un galope, que tan solo los demonios con sus carrozas cubiertas en sangre y fuego podrían domar si es que el mismísimo infierno decidiese abrirse paso en este miserable pueblo. Si acaso tenían jinetes o si fuesen caballos de verdad, era irrelevante, pero pronto el ritmo del galope empezaría a bajar conforme a la euforia y el pánico descendían, hasta que en un efímero uso de razón los ahí presentes comprendimos el origen de ese ruido tan atroz y vivo.

 ¡Eran los latidos de nuestro corazón!

 

martes, 24 de mayo de 2022

Regreso a casa

 Durante las tardes cuando termino la jornada, el atardecer está en su clímax, pero siempre atrás de mí, a la altura de mi espalda y hombros. El calor de la ciudad es insoportable en esta época del año, y por muy cerca que viva de la oficina, me he visto tentado en más de una ocasión a tomar un taxi y pagar una tarifa absurda con tal de no padecer ni un momento más de la piel roja que sobresale por encima de la camisa.

También es la hora en que la gente suele sacar a sus perros a pasear, y más de uno es bastante irresponsable con ellos, siendo más de una vez perseguido en acontecimientos dignos de la suerte de un asalariado corriente. Puede este ser mi castigo por renegar de mis aspiraciones, o por lo contrario, el toque picante con el que sazona Dios el día a día de un hombre monótono y aburrido.

Al terminar la cuadra, se asoma un cruce donde siempre hay agua de las alcantarillas estancada, y toca aguantar la respiración en tanto llego al otro lado, sino es que un conductor cometa la travesura de mojar al prójimo en su camino y entonces se esfuma la razón de amedrentar el aroma cuando uno mismo es impregnado del castigo divino.

También hay días así, pero no todo es gris. En contra esquina, hace un par de meses abrieron una pequeña panadería. El lugar suele pasar desapercibido debido a la falta de publicidad del local, pero el aroma, esa esencia de la mantequilla y el horno abarrotan la banqueta de hasta cinco casas atrás. Siempre me gusta cruzar la calle a esa altura, y llevarme una bocanada que me quite el amargo del agua fétida. De vez en cuando doy las buenas noches, cuando es el turno de esa encantadora joven tras la caja, la cual siempre me devuelve el saludo con una sonrisa igual de bella. Sin embargo, nunca me he animado a entrar, ya que casi nunca tengo efectivo, o cuando tengo he comido mucho pan, o aún con hambre, sé que aún quedan sobras de la semana.

Pero un día habrá donde tenga efectivo, que no haya comida y nada tenga que esperar, para motivarme y entrar al pequeño establecimiento, y entablar conversación con aquella joven que atiende tras la caja, mientras que de ratos se escabulle a la cocina para sacar el pan recién hecho y sonría un tanto por la pena y otro tanto porque ella es así. Quizás ese día me anime y decida invitarla a salir, puede que acepte y finalmente llegue feliz a la casa, directo a comer el pan recién hecho. 

Quien sabe, quizás hasta empieza a disfrutar ese camino de regreso a casa.

Hoy pasé nuevamente por su vereda, revisé la cartera y hallé un billete algo grande.

“Puede que ella no tenga cambio”, y así seguí mi camino, saludándole como siempre, esperando cambiarlo mañana.

miércoles, 18 de mayo de 2022

El abismo de la casa Mon Ceviche.


Eran pasadas las cuatro de la tarde, denotando la demora de nuestra llegada en forma a la invitación. Hacía mucho que no tenía en mis manos una invitación tan dedicada y artesanal, dudando si acaso la gente seguía realizando trabajos tan diligentes para los más altos círculos o tan solo me había vuelto un desatendido a mi vida social. El evento, una pasarela de poetas y filósofos de la última época y de los cuales nadie había escuchado más allá de sus estrictas comunidades y correspondientes editoriales, todo por el cumpleaños de una joven a quien en su vida habían conocido. La razón, si es que hacía falta aclararla, era el renombre de su padre, Armando mon Ceviche, famoso escritor y compositor.

-¿Me recuerdas cómo es que una persona como tú encaja en este círculo?

-Compañero de la Secundaria, probablemente el único además de él con un doctorado entre toda la generación. Nos juntábamos a ver debajo de las faldas de las chicas en las escaleras.

-¿Armando Mon Ceviche viendo debajo de las faldas? Eso no te lo compro.

-Bueno, yo lo hacía y él estaba ahí. Es tan culpable como cualquier cómplice.

-Eres algo retorcido, ¿te lo han dicho?

-Es parte del trabajo. –Decía sin ápice de remordimiento mi psiquiatra, el Dr. Emilio Tosca, mientras tomaba de una botella de whisky barato metida en una bolsa de papel.

-Deja de tomar mientras manejas.

-Ya vamos tarde muchacho, no puedo parar y hacerlo. Además, no sé de qué te quejas, nadie te está esperando. Debe ser parte de tus rasgos de ansiedad de los que hablamos hace un par de días. No es bueno que repliques el perfil de tu padre.

-Para, no pienso pagarte por esta charla. Además, tú eres quien me ha invitado, ¿lo olvidas?

-Entonces, deberías estar agradecido. Creo que ya casi llegamos.

Llevábamos una hora de camino desde que habíamos salido de la ciudad. Era un camino largo en carretera, pero finalmente giramos en la desviación mencionada en la invitación. A pesar de estar rodeado de rancherías, la calle parecía recién pavimentada, extendiéndose por un par de kilómetros más hasta que finalmente y encima de una colina, se alzaba una casa bordeada de una cerca de madera tan irrealmente detallada, que asomaba una gran casa de colores sobrios, donde decenas de autos se acomodaban una fila sobre otra, manipulados por el valet parking del lugar. Nuevamente dudé si es que acaso habían invitado realmente a aquel hombre, de ropa manchada de alcohol y barba desaliñada, pero la invitación era genuina, por lo que no quedaba más que creer.

La entrada de la casa era custodiada por varios hombres, pero no parecían ser parte del personal. Al entrar, pude comprobar mi argumento al ver que no solo escritores, sino también políticos y grandes empresarios se aglomeraban entre los pasillos hacia el salón, haciendo grupos como si estuviese escrito en algún guion o si es que acaso seguían las reglas de etiqueta. Llegué a pensar que cualquier persona que buscase una buena cartera de contactos o ya la tuviese debía encontrarse aquí, y mi falta de éxito en la vida habría de volverme un extraño entre tantos hombres renombrados de la sociedad. Nadie lo decía, pero sabía que estaba siendo observado con desdicha al no pertenecer ahí, o peor aún, ignorado. Don Emilio, por su parte, no parecía tener ese problema, mientras tomaba un trago tras otro de las charolas de los meseros como si de meros canapés se tratasen. Probablemente deba manejar de regreso.

Admito me sentí un fracaso, al menos durante un instante. No solo era cuestión de dinero o renombre, pero todas las personas ahí parecían no buscar nada más. Sus miradas estaban fijas, llenas de objetivo, o en el peor de los casos, completas. Pensé en forzar mi entrada en alguna de estas esferas y recibir un poco de iluminación, pero todo esfuerzo de ese tipo parecía fútil al no poder aportar nada de valor en conversaciones tan decisivas de negocios o tan absurdas como Camus. No es que no pudiese entender ninguna, pero adoctrinarse en conocimientos tan ajenos a mi moralidad podían generar un efecto de rechazo aún mayor.

Entonces, rondé los pasillos entre aquel mar de gente, hasta encontrar un pequeño río, extraño e inusual, individuos formados para dar sus respetos al señor Armando Mon Ceviche, y en segunda instancia, felicitar a la cumpleañera y la excusa para esta reunión de diplomáticos y burócratas de la lengua. La joven Helena Mon Crevette, una joven aislada de los reflectores que asolaban la trayectoria literaria de su padre, e hija menor de tres hermanas. Mientras que sus hermanas habían caído en los excesos y en la vulgaridad acarreada por el dinero y la fama, la joven Helena demostraba tener un porte más allá de lo concebible, volviéndola más similar a una muñeca o a alguna actriz de obras que ilustrasen la burguesía europea del siglo XVIII. Parecía ser el orgullo de su padre, como una más de sus obras, llevadas al perfeccionismo de lo inmaculado y lo bello. Describir así a Helena era acertado pero muy simple para expresar aquel oasis donde había perdido más de un sentido. Quizás fuera ese cabello de un negro acebache en juego con sus ojos profundos y de mirar perdido, sus labios que parecían susurrar una melodía más jocosa que la interpretada por el cuarteto de cuerdas en el lobby, su piel pálida y tersa salpicada de lunares posicionados estratégicamente por su rostro y cuerpo, o al menos lo que asomaba de aquel vestido azul escotado y descubierto de hombros, derrochando una sensualidad aún inocente y elegante. Luego de aquel enamoramiento tan superficial como instantáneo, lograba concebir aquello que tenía diferente a cualquier otro individuo en la mansión. Era como yo, ambos estábamos perdidos.

Como todo buen cobarde entonces, me dediqué a soñar despierto, dibujando a aquella joven que aún estaba incrustada en mis pupilas, logrando lanzar una mirada de vez en vez que la gente permitía un asomo. El encaje del vestido, las pecas a la altura de las clavículas, aquellas pestañas largas y cubiertas de delicado rímel, cada vistazo era un detalle de un todo que gritaba perfección, y mis manos inexpertas darían lo mejor por impregnarse de su esencia. Todo, incluso los mechones de cabello más finos habían sido plasmados en el papel, pero sus ojos, aquellos orbes manchados de penumbra y olvido parecían imposibles de replicar. Miré una y otra vez al vacío, hasta que el vacío me miró. Entonces, y como si de alguna clase hechizo se tratase, el vacío cesó.

Quizás había sido mi imaginación, pero me negué a comprobarlo de inmediato, pues había sido descubierto en aquella egoísta maquinación por robar la esencia de un momento. Pasado unos segundos, tomé el valor para realizar la titánica tarea, pero ante mi sorpresa, ella se había ido, y así como eso, el vacío apareció, esta vez dentro de mí. Pronto hubiese caído en un profundo letargo ante el frío desdén de no haber disfrutado ese efímero momento, de no ser por el tacto delicado y súbito de una mano pequeña sobre mi hombro, que habría de hacerme girar mi cabeza, buscando la fuente, y hallando ante mí un vestido azul aterciopelado que daba paso a una piel aún más tersa, y nuevamente a algo aún más sublime, que hace apenas un instante parecía estar perdido.

-Pareces estar perdido. –Dijo con una voz suave que solo sería capaz de comparar con el coro angelical a las puertas de San Pedro. Sin embargo, las palabras no llegaron a mi mente, ante tal ataque de notas haciendo una melodía excelsa a mis oídos.

-¿Qué dibujas?

-¡! ¡Espera, no es lo que parece! –Decía desesperado mientras mi libreta era arrebatada de mis manos, siendo contemplada por su misma fuente de inspiración. Habiendo controlado el pánico inicial, me resigné a pensar en lo que me depararía de ser echado del lugar, el rechazo próximo de la sociedad y el fin de cualquier oportunidad de perdón en vida.

-Sabía que eso estabas haciendo. Volteabas mucho para acá. Al menos no era imaginación mía y al menos no me estabas acechando. Quisiera pensar.

-En lo absoluto, querida Helena, mi intención no ha sido más que aquella de satisfacer al artista que ve algo bello. Le pido una disculpa si he abusado de su cordialidad.

-Vale, al parecer sabes hablar como burgués también, pero no lo hagas, nada de prefijos, solo Helena.

-Claro… es solo que todos aquí son tan ilustres y…

-Y falsos. Solo mantienen las apariencias mientras se desprecian a escondidas. Si por mí fuera, ninguno de ellos estaría aquí.

-Eso me recuerda, feliz cumpleaños. Sobre el regalo, me temo que no había pensado llegar tan lejos el día de hoy al salir de casa.

-Descuida, pero me quedaré con el dibujo. Ese será mi obsequio. –Su voz era gentil y sus palabras buscaban acabar con el recato entre los dos, pero el nudo en mi garganta se mantenía, ya no por temor, sino fascinación.

-Digamos mejor que será mi seguro en lo que entrego un regalo digno.

-¿De qué hablas? A mí me parece bastante bueno. Mejor de lo que muchos autonombrados artistas aquí pueden hacer.

-La técnica no ha sido mala, pero si me permites decirlo, no pude hacer mucho con tu mirada.

-Ya veo… Aunque dudo que haya algo sobresaliente en la mirada de alguien con urgencia de salir de aquí.

-Si se hablase de cualquier persona, normalmente así sería, pero me atrevo a decir que vi algo sacro en tu desespero.

-Entonces quizás deberías dejar de tomar por hoy.

-Sigues sin creerme.

-Te creo, pero estas viendo un espejismo del calor, el alcohol, o es que acaso un enamoramiento fugaz. -En ese momento no pude evitar sonrojar, y sin embargo, cualquiera de las tres causas hubiera servido de razón ante sus sospechas. -De cualquier forma, pienso que estaría mejor sin terminarlo. Muchos artistas pasan años tratando de hallar ese espejismo que buscas. Algunos alcanzan a plasmarlo, pero muchos menos son capaz de vivir algo cerca de bello.

-Entonces ser artista es un camino al fracaso. ¿Eso piensas?

-Es un sacrificio que muchos están dispuestos a hacer, y que muy pocos logran darle sentido. Es bastante solemne a mi parecer, pero me niego a ser la razón del sacrificio de alguien.

-¿Ni acaso en tu cumpleaños?

-Sobre todo en mi cumpleaños.

-Es un gran detalle de tu parte el preocuparse tanto por un desconocido.

-No me tengas en tanta estima. Solo quisiera que tus ojos no queden vacíos como el resto aquí.

Después de la pequeña demora ante el cambio de perspectiva, fue que comprendí lo errado de mi visión, pues bien me sentía intimidado por miradas fijas, cuando en realidad eran ellos incapaces de mirar más allá de su propio reflejo en los ojos de otros. Los ojos de esa joven no estaban perdidos, sino dispersos, buscando más allá de mí, de la ventana, la carretera o la desviación.

La joven Helena fue pronto llamada por su padre para ser presentada entre otros tantos hombres que habría de olvidar. Se despidió con puritana benignidad, mientras que yo me marché con el Dr. Tosca, quien se negó a ceder el volante, dejándome mirando a través de la ventana del auto si es que acaso la joven Helena haría lo mismo desde el lobby de su hogar, aún con esos ojos inquietos, ansiosos de libertad. Al llegar a casa, intenté replicar aquel dibujo, trayendo a la memoria hasta el más fino cabello y el como descendías por su torso o quedaban al aire en un desaliño tan natural como perfecto, pero nuevamente me vi truncado de momentum al ser incapaz de replicar aquellos ojos, anhelando entre tantas cosas, que yo mirase más allá.

Nunca más la volví a ver, y su nombre nunca se volvió del carácter público. En lo que a mí concierne, ella debe ser feliz, pues comprendía mejor que nadie la vocación primordial del hombre.