miércoles, 18 de mayo de 2022

El abismo de la casa Mon Ceviche.


Eran pasadas las cuatro de la tarde, denotando la demora de nuestra llegada en forma a la invitación. Hacía mucho que no tenía en mis manos una invitación tan dedicada y artesanal, dudando si acaso la gente seguía realizando trabajos tan diligentes para los más altos círculos o tan solo me había vuelto un desatendido a mi vida social. El evento, una pasarela de poetas y filósofos de la última época y de los cuales nadie había escuchado más allá de sus estrictas comunidades y correspondientes editoriales, todo por el cumpleaños de una joven a quien en su vida habían conocido. La razón, si es que hacía falta aclararla, era el renombre de su padre, Armando mon Ceviche, famoso escritor y compositor.

-¿Me recuerdas cómo es que una persona como tú encaja en este círculo?

-Compañero de la Secundaria, probablemente el único además de él con un doctorado entre toda la generación. Nos juntábamos a ver debajo de las faldas de las chicas en las escaleras.

-¿Armando Mon Ceviche viendo debajo de las faldas? Eso no te lo compro.

-Bueno, yo lo hacía y él estaba ahí. Es tan culpable como cualquier cómplice.

-Eres algo retorcido, ¿te lo han dicho?

-Es parte del trabajo. –Decía sin ápice de remordimiento mi psiquiatra, el Dr. Emilio Tosca, mientras tomaba de una botella de whisky barato metida en una bolsa de papel.

-Deja de tomar mientras manejas.

-Ya vamos tarde muchacho, no puedo parar y hacerlo. Además, no sé de qué te quejas, nadie te está esperando. Debe ser parte de tus rasgos de ansiedad de los que hablamos hace un par de días. No es bueno que repliques el perfil de tu padre.

-Para, no pienso pagarte por esta charla. Además, tú eres quien me ha invitado, ¿lo olvidas?

-Entonces, deberías estar agradecido. Creo que ya casi llegamos.

Llevábamos una hora de camino desde que habíamos salido de la ciudad. Era un camino largo en carretera, pero finalmente giramos en la desviación mencionada en la invitación. A pesar de estar rodeado de rancherías, la calle parecía recién pavimentada, extendiéndose por un par de kilómetros más hasta que finalmente y encima de una colina, se alzaba una casa bordeada de una cerca de madera tan irrealmente detallada, que asomaba una gran casa de colores sobrios, donde decenas de autos se acomodaban una fila sobre otra, manipulados por el valet parking del lugar. Nuevamente dudé si es que acaso habían invitado realmente a aquel hombre, de ropa manchada de alcohol y barba desaliñada, pero la invitación era genuina, por lo que no quedaba más que creer.

La entrada de la casa era custodiada por varios hombres, pero no parecían ser parte del personal. Al entrar, pude comprobar mi argumento al ver que no solo escritores, sino también políticos y grandes empresarios se aglomeraban entre los pasillos hacia el salón, haciendo grupos como si estuviese escrito en algún guion o si es que acaso seguían las reglas de etiqueta. Llegué a pensar que cualquier persona que buscase una buena cartera de contactos o ya la tuviese debía encontrarse aquí, y mi falta de éxito en la vida habría de volverme un extraño entre tantos hombres renombrados de la sociedad. Nadie lo decía, pero sabía que estaba siendo observado con desdicha al no pertenecer ahí, o peor aún, ignorado. Don Emilio, por su parte, no parecía tener ese problema, mientras tomaba un trago tras otro de las charolas de los meseros como si de meros canapés se tratasen. Probablemente deba manejar de regreso.

Admito me sentí un fracaso, al menos durante un instante. No solo era cuestión de dinero o renombre, pero todas las personas ahí parecían no buscar nada más. Sus miradas estaban fijas, llenas de objetivo, o en el peor de los casos, completas. Pensé en forzar mi entrada en alguna de estas esferas y recibir un poco de iluminación, pero todo esfuerzo de ese tipo parecía fútil al no poder aportar nada de valor en conversaciones tan decisivas de negocios o tan absurdas como Camus. No es que no pudiese entender ninguna, pero adoctrinarse en conocimientos tan ajenos a mi moralidad podían generar un efecto de rechazo aún mayor.

Entonces, rondé los pasillos entre aquel mar de gente, hasta encontrar un pequeño río, extraño e inusual, individuos formados para dar sus respetos al señor Armando Mon Ceviche, y en segunda instancia, felicitar a la cumpleañera y la excusa para esta reunión de diplomáticos y burócratas de la lengua. La joven Helena Mon Crevette, una joven aislada de los reflectores que asolaban la trayectoria literaria de su padre, e hija menor de tres hermanas. Mientras que sus hermanas habían caído en los excesos y en la vulgaridad acarreada por el dinero y la fama, la joven Helena demostraba tener un porte más allá de lo concebible, volviéndola más similar a una muñeca o a alguna actriz de obras que ilustrasen la burguesía europea del siglo XVIII. Parecía ser el orgullo de su padre, como una más de sus obras, llevadas al perfeccionismo de lo inmaculado y lo bello. Describir así a Helena era acertado pero muy simple para expresar aquel oasis donde había perdido más de un sentido. Quizás fuera ese cabello de un negro acebache en juego con sus ojos profundos y de mirar perdido, sus labios que parecían susurrar una melodía más jocosa que la interpretada por el cuarteto de cuerdas en el lobby, su piel pálida y tersa salpicada de lunares posicionados estratégicamente por su rostro y cuerpo, o al menos lo que asomaba de aquel vestido azul escotado y descubierto de hombros, derrochando una sensualidad aún inocente y elegante. Luego de aquel enamoramiento tan superficial como instantáneo, lograba concebir aquello que tenía diferente a cualquier otro individuo en la mansión. Era como yo, ambos estábamos perdidos.

Como todo buen cobarde entonces, me dediqué a soñar despierto, dibujando a aquella joven que aún estaba incrustada en mis pupilas, logrando lanzar una mirada de vez en vez que la gente permitía un asomo. El encaje del vestido, las pecas a la altura de las clavículas, aquellas pestañas largas y cubiertas de delicado rímel, cada vistazo era un detalle de un todo que gritaba perfección, y mis manos inexpertas darían lo mejor por impregnarse de su esencia. Todo, incluso los mechones de cabello más finos habían sido plasmados en el papel, pero sus ojos, aquellos orbes manchados de penumbra y olvido parecían imposibles de replicar. Miré una y otra vez al vacío, hasta que el vacío me miró. Entonces, y como si de alguna clase hechizo se tratase, el vacío cesó.

Quizás había sido mi imaginación, pero me negué a comprobarlo de inmediato, pues había sido descubierto en aquella egoísta maquinación por robar la esencia de un momento. Pasado unos segundos, tomé el valor para realizar la titánica tarea, pero ante mi sorpresa, ella se había ido, y así como eso, el vacío apareció, esta vez dentro de mí. Pronto hubiese caído en un profundo letargo ante el frío desdén de no haber disfrutado ese efímero momento, de no ser por el tacto delicado y súbito de una mano pequeña sobre mi hombro, que habría de hacerme girar mi cabeza, buscando la fuente, y hallando ante mí un vestido azul aterciopelado que daba paso a una piel aún más tersa, y nuevamente a algo aún más sublime, que hace apenas un instante parecía estar perdido.

-Pareces estar perdido. –Dijo con una voz suave que solo sería capaz de comparar con el coro angelical a las puertas de San Pedro. Sin embargo, las palabras no llegaron a mi mente, ante tal ataque de notas haciendo una melodía excelsa a mis oídos.

-¿Qué dibujas?

-¡! ¡Espera, no es lo que parece! –Decía desesperado mientras mi libreta era arrebatada de mis manos, siendo contemplada por su misma fuente de inspiración. Habiendo controlado el pánico inicial, me resigné a pensar en lo que me depararía de ser echado del lugar, el rechazo próximo de la sociedad y el fin de cualquier oportunidad de perdón en vida.

-Sabía que eso estabas haciendo. Volteabas mucho para acá. Al menos no era imaginación mía y al menos no me estabas acechando. Quisiera pensar.

-En lo absoluto, querida Helena, mi intención no ha sido más que aquella de satisfacer al artista que ve algo bello. Le pido una disculpa si he abusado de su cordialidad.

-Vale, al parecer sabes hablar como burgués también, pero no lo hagas, nada de prefijos, solo Helena.

-Claro… es solo que todos aquí son tan ilustres y…

-Y falsos. Solo mantienen las apariencias mientras se desprecian a escondidas. Si por mí fuera, ninguno de ellos estaría aquí.

-Eso me recuerda, feliz cumpleaños. Sobre el regalo, me temo que no había pensado llegar tan lejos el día de hoy al salir de casa.

-Descuida, pero me quedaré con el dibujo. Ese será mi obsequio. –Su voz era gentil y sus palabras buscaban acabar con el recato entre los dos, pero el nudo en mi garganta se mantenía, ya no por temor, sino fascinación.

-Digamos mejor que será mi seguro en lo que entrego un regalo digno.

-¿De qué hablas? A mí me parece bastante bueno. Mejor de lo que muchos autonombrados artistas aquí pueden hacer.

-La técnica no ha sido mala, pero si me permites decirlo, no pude hacer mucho con tu mirada.

-Ya veo… Aunque dudo que haya algo sobresaliente en la mirada de alguien con urgencia de salir de aquí.

-Si se hablase de cualquier persona, normalmente así sería, pero me atrevo a decir que vi algo sacro en tu desespero.

-Entonces quizás deberías dejar de tomar por hoy.

-Sigues sin creerme.

-Te creo, pero estas viendo un espejismo del calor, el alcohol, o es que acaso un enamoramiento fugaz. -En ese momento no pude evitar sonrojar, y sin embargo, cualquiera de las tres causas hubiera servido de razón ante sus sospechas. -De cualquier forma, pienso que estaría mejor sin terminarlo. Muchos artistas pasan años tratando de hallar ese espejismo que buscas. Algunos alcanzan a plasmarlo, pero muchos menos son capaz de vivir algo cerca de bello.

-Entonces ser artista es un camino al fracaso. ¿Eso piensas?

-Es un sacrificio que muchos están dispuestos a hacer, y que muy pocos logran darle sentido. Es bastante solemne a mi parecer, pero me niego a ser la razón del sacrificio de alguien.

-¿Ni acaso en tu cumpleaños?

-Sobre todo en mi cumpleaños.

-Es un gran detalle de tu parte el preocuparse tanto por un desconocido.

-No me tengas en tanta estima. Solo quisiera que tus ojos no queden vacíos como el resto aquí.

Después de la pequeña demora ante el cambio de perspectiva, fue que comprendí lo errado de mi visión, pues bien me sentía intimidado por miradas fijas, cuando en realidad eran ellos incapaces de mirar más allá de su propio reflejo en los ojos de otros. Los ojos de esa joven no estaban perdidos, sino dispersos, buscando más allá de mí, de la ventana, la carretera o la desviación.

La joven Helena fue pronto llamada por su padre para ser presentada entre otros tantos hombres que habría de olvidar. Se despidió con puritana benignidad, mientras que yo me marché con el Dr. Tosca, quien se negó a ceder el volante, dejándome mirando a través de la ventana del auto si es que acaso la joven Helena haría lo mismo desde el lobby de su hogar, aún con esos ojos inquietos, ansiosos de libertad. Al llegar a casa, intenté replicar aquel dibujo, trayendo a la memoria hasta el más fino cabello y el como descendías por su torso o quedaban al aire en un desaliño tan natural como perfecto, pero nuevamente me vi truncado de momentum al ser incapaz de replicar aquellos ojos, anhelando entre tantas cosas, que yo mirase más allá.

Nunca más la volví a ver, y su nombre nunca se volvió del carácter público. En lo que a mí concierne, ella debe ser feliz, pues comprendía mejor que nadie la vocación primordial del hombre.

 

 

 

 

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