martes, 30 de enero de 2024

Minutero

 Alguna vez fui niño, y como todo quien pasaba por la escuela en esos días, me enseñaron a leer el reloj de manecillas, siempre como un círculo un tanto deforme con doce números y tres palitos que les recorrían de arriba a abajo, y nuevamente arriba. El palito más pequeño y grueso marcaba las horas, y la más fina y delgada los segundos, que en ese entonces requerían tanta imaginación como un niño se lo permitiese para contarles, pasando algunos en múltiplos de cinco y otros tantos más expertos llegando al quince. Corté entonces dichas figuras para hacer mi propio reloj de cartoncito. Cuando llegó la hora de recortar el minutero, lo tracé como una combinación de los segundos y las horas, ni tan grande ni tan chico, ni tampoco tan gordo o tan flaco. Era, por eliminación, mi minutero.

Y mi minutero nació en un mundo ajetreado, perseguido constantemente por el ágil y jocoso segundero que se movía 60 veces más rápido que él, mientras que trabajaba porque aquel pez gordo pudiese moverse. Nació cansado, nació vencido y simplemente convencido de que en este mundo no habría de encajar. Cada que volteaba, mi minutero caía de la tachuela de dónde colgaba, a veces retrocedía en lugar de avanzar y solía saltarse los minutos más arriba en el reloj.

Cansado de sus malos hábitos y como acto de inconsciencia, lo quité de mi reloj y fue entonces que mi reloj estuvo incompleto pero sirviendo, más no así mi viejo minutero, que había Sido condenado al exilio y se movía con cierta tristeza. Ahora contaba sin usar el minutero por mero capricho, y si me preguntaban la hora decía que faltaba poco o mucho para las siete, dependiendo el avance de la manecilla gorda. A veces inventaba un número de segundos y la mayoría de la gente lo creía, porque nadie contaría si estaba bien o no.

Perseguido aún por la culpa, me dediqué a buscarle algún propósito a mi manecilla mala, preguntando a mi maestro por otros aparatos que usasen alguna. Así, probé con un cronómetro, un metrónomo y un temporizador, pero sin resultado que mejorase el ánimo de mi minutero. Lo llamé inutil, y lo tiré al fondo del cajón, dónde durante mucho tiempo estuvo confinado. Eventualmente, me olvidé de él, creyéndome conforme con la vida sin minutero, dando pequeños pasos hasta el quince y cerrando los ojos en un salto hacia adelante. 

El tiempo pasó rápido por usar tanto las horas y mi poca paciencia a los segundos, y ahora mi cuerpo envejecía de manera precoz, como quien tira por la borda su vida. Así, me hallé nuevamente con mi minutero en la mano, pensando si acaso después de tanto tiempo serviría. Mi sorpresa fue tal, que ya no solo marcaba bien la hora, sino que ahora contaba con precisión de cronómetro, ritmo de metrónomo y cuando me aburría, contaba hacía atrás mis algarabías. A veces cuando me costaba despertarme, salía disparado hacia mi rostro, funcionando mejor que cualquier alarma, y yo le levantaba y me reía, como quien recibe los buenos días desde la cama.

Ahora, puedo ver los minutos pasando lentamente, me cantan la vida que he tenido, cuentan mis buenos momentos y también hacía atrás, cuando llegue mi último minuto. Me preguntó cómo pasaré mi tiempo mañana...

miércoles, 24 de enero de 2024

La ninfa de los jardines.

 Era Enero, y atronaba un invierno sepulcral que asolaba las ramas de las plantas y les despojaba del verde característico que redefinían la vida durante primavera. Estaba a punto de terminar, o por lo menos era lo que decía el resto del mundo, pues notaba tan eterno el frío como si media década hubiese pasado, mientras que mi rostro se demacraba y las piernas aquejaban y entumían, afectando considerablemente mi paso. Para aquel jardín que solía cuidar antes del invierno, solo había sobrevivido un brote de bellotero que parecía aferrarse también a la vida en un desolado jardín sin compañeros ni visitantes. Jitomates, menta, claveles, todo había sucumbido a las tempestades, y puede así mi corazón tan falto de razones por latir, que ahora pausaba su ritmo a diez veces por hora.

Afuera, lo único que contrastaba levemente con la escala de grises eran los árboles de enebro que usaban antaño para producir ginebra. Al otro lado, pasando el lúgubre jardín, vivía una mujer de aspecto misterioso, en esencia por todo lo que prefería no mostrar al público, como era su propio rostro. Nadie parecía haberla visto en años, aunque tenía la impresión que no eran tantos los que llevaba viviendo aquí. La anterior inquilina era una joven de mi edad a la cual disfrutaba ver pasearse por los jardines cuando éramos jovenes. Culpa de mis malos hábitos o mi infancia mal usada, solía conformarme con verle desde la ventana, mientras daba vuelta entre las hortalizas y las coníferas que había antes que mi padre las talase. Su cabello era largo y castaño, pero a la luz que se filtraba entre los reflejos de las plantas, parecía tener un peculiar color verde que rememoraba a una ninfa.

Dicho escenario se repitió un par de veces más en la primavera de mi adultez, cuando volví a casa temprano de la universidad, y la veía a ella danzar con su habitual diligencia y estoicismo ante la intempestiva brisa matutina. Aquella vez fue la primera que nuestras miradas habían chocado, y también la primera que vi sonrojar sus pómulos finos a través de su bruñido pelo. De haber sabido que aquella vez sería la última vez que la iba a ver, habría soltado en arrebato mis palabras como si un ramo de rosas escupiese, esperando que ella también bailase entre ellas. Por alguna razón he recordado eso, saco la cuenta y han sido ocho largos años desde entonces. 

El tiempo, a pesar de su carácter aparentemente lineal, se mide en la mente de los hombres en cuestión de sucesos, dando más peso a las tragedias y haciendo de los preciosos momentos algo tan efímero como un parpadeo. En ese sentido, yo me encontraba con largos años, tan solo porque contaba las desgracias a dos manos y las alegrías con el restante. No podría acaso considerar una vida trágica entonces, sino una bastante impasible y falta de emociones, que aún en medida de los sucesos, otros hombres vivían en meses lo que yo en un lustro. En un principio, había culpado de aquel sedentarismo a mi trabajo, que solía absorber toda mi energía matutina dejando con la somnolencia vespertina. Luego al distanciamiento de mi grupo de amigos, que hacían sus propios caminos lejos del inicio, donde yo parecía aún contiguo. Triste es saber que la mayoría de las tragedias de vida son causadas por uno mismo, y que no hay mayor tragedia que la de no haber vivido por temor a salir herido. 

Así, miraba desde la ventana el jardín que ahora parecía un reflejo de mi propia alma falta de buenas cosechas. Aquella vez, el sueño me venció, pero entre sueños pude ver como aquella silueta femenina danzaba entre mi ocre cementerio de ramas, y las hojas crecían y florecía a la distancia una margarita.

En la mañana y aún con aquel lucido recuerdo, corri hacia el jardín, hallando entonces y como un sueño premonitorio, aquel brote de margaritas que alguna vez invadieron mi vista. Con la vista, busqué en los alrededores rastro de aquella joven que solía admirar embellecido, pero sin éxito alguno. Así pasaron dos noches más y los augurios oníricos siguieron ocurriendo, y crecían nuevamente los jitomates y así tambien la menta, y en cada uno aparecía ella, con su aún esbelta figura, su preciosa coreografía que parecía provocar el crecimiento de las plantas, tan enamoradas como uno mismo.

Convencido de que aquello no podía tratarse unicamente de un sueño, decidí ocultarme detrás del bellotero durante la cuarta noche, y justo antes de haber sido reclamado por Morfeo, pude ver una silueta acercarse, fuera por mi vista cansada o la falta de luz, pero su rostro se ocultaba como si la misma noche estuviese parada en frente mío. En verdad no era una entidad natural o carente de humanidad, sino aquella extraña vecina que vivía al otro lado del jardín, adivinándolo por su característica capucha con la que se le solía ver a plena luz de día cuando volvía de las compras. Entonces, ví como regaba las plantas, cortaba los brotes quebrados y limpiaba las jardineras para que los nutrientes fuesen mejor absorbidos. Extrañado por su comportamiento nocturno, decidí confrontarle y habiéndome percibido, corrió en pavor hacia el otro sentido, tropezando entonces con su larga falda y dejando ver su larga y oscura cabellera, que aún con tan pocos árboles alrededor, lucía un precioso color averdado. Impulsado por una corazonada o quizás un deseo egoísta, grité el nombre de aquella visitante de tiempos pasados que aún paseaba por las noches por los parajes de mi mente, y entonces la mujer alzando el rostro, dejó a la vista aquellos rasgos inconfundibles de mi amada de la infancia, ahora más maduros, con la excepción de que ahora su rostro estaba llena de extrañas cicatrices redondas y protuberantes.

Sus ojos empezaron a ponerse llorosos y su cara roja por la pena, pero lo único que podía ver, era aquella joven dama que se paseaba, sintiendo como mi corazón volvía a latir como antaño. Cuando volví en mí, mi mano se encontraba en su barbilla y sus ojos, aún cubiertos de lágrimas, reflejaban la luz de la luna. Sonreí como un niño, y pienso que en ese entonces, no pude haber hecho otra cosa mejor, pues la humedad poco a poco abandonó sus ojos. La tomé entonces de la mano y logré que se levantaste, y como si reviviese esa vals del pasado, ahora danzabamos en los jardines, enamorados.

Poco después, me contó su historia.

Hacía alrededor de cinco años, se propagó una epidemia de varicela en el pueblo, enfermedad que padecí de pequeño alguna vez. Bien es sabido que cuando uno crece, las heridas no cicatrizan tan fácil, y eso había provocado el desfigure del rostro en mi amada y también su confinamiento en casa, así como el porque se mostraba detrás de esa abultada vestimenta. Convencido que su desgracia tenía como apaciguarse, me dediqué a buscar un tratamiento que sanase aquellas marcas de su alguna vez tersa piel y así como su rostro sanó, mi jardín y mi corazón florecieron otra vez, convencido más que nunca que aquella mujer era una ninfa, y que para volver a sonreír, tan solo necesitaba sentir de nuevo la luz del Sol sobre su rostro.



jueves, 11 de enero de 2024

El barco en la tormenta.


 Mari abre los ojos, desorientada. 

Percibía estar en altamar, al frente del timón mientras que ordenaba a la tripulación izar las velas, extrapolar el norte, y aferrarse a la proa mientras que las olas intentaban arrancarles de la seguridad de la madera para arrojarles hacia el abismo de las profundidades. Los gritos se oían de un lado a otro de la embarcación, ordenes se lanzaban al aire y se convertían lo mejor posible en un momento más a flote, mientras que el escepticismo crecía entre todos, reptando bajo la piel de la capitán.


Una pesadilla. 

Mari se levanta sudando frío, incapaz de olvidar la cruda experiencia de los viejos navegantes que ahora no eran más que ingrávidas historias de tiempos crueles, pero también más libres. Mari pasa las mañanas soñando despierta en el salón de clases, pensando si acaso realmente se trataba de una pesadilla o si acaso aquel pálpito en su pecho significa algo mas. En la última hoja del cuaderno dibuja surcos que figuran olas y encima un barco apenas concebible como aquel que vio en sus sueños.

Al terminar las clases va hacia al puerto, donde los veleros atiborran la costa con sus velas blancas y sus cuerpos de colores, sus tamaños uniformes, como producidos en masa. Aquella emoción que saltaba de su pecho aquel instante no figuró de nuevo ante el desolador paisaje de barcos esclavos de sogas y ricos. Mari va hacia la playa, a buscar cangrejos, a perder el tiempo, y el agua moja sus pies descalzos, y la arena se mete entre sus dedos. Entonces ve un gran pez volviendo mar adentro. Un delirio, un sueño quizás, y Mari siente que le puede alcanzar, que ahí yace la verdadera libertad. Camina dentro del agua, y luego comienza a nadar con desespero, intentando llegar allá donde este va, mientras que el oleaje, ahora turbulento, comienza a arrastrarle de extremo a extremo, y sus ojos se salan y su boca se llena involuntariamente. El pez se ha ido y ahora está sola, varada, y sus piernas y brazos cansados como nunca, hallando un rastro de esperanza en la góndola a un par de metros y durante instantes casi eternos, tragando agua y luchando por respirar, finalmente logra aferrarse a ese vislumbre de segundas oportunidades. 

Llega caída la noche a casa, con la ropa aún pesada por el agua y la piel curtida de la sal marina. Su madre suelta una bofetada sin pensar, la preocupación le consume y no hay espacio en ella para oír razones. Mari entristece, se siente incomprendida y vuelve a su habitación donde crea su propio mar hasta ahogar sus pensamientos en él. Ahí sueña de nuevo, pero el mar tiene un efecto pavoroso. Esta vez, su rol de capitán es un grito ahogado, mientras que los hombres esperan, en medio del desastre, su señal.

Mari despierta. Ha pasado un año, y se ha mentalizado para superar el trauma. Ahora estudia ingeniería naval, decidida a hacer su propio barco, uno sin miedo a caer al agua, que haga frente a la sustancia con la que alguna vez pudo soñar. Deja de dormir algunas veces, y otras tantas cae como soldadito de plomo sobre superficies gratas. Su sueño ahora se cubre de realidad y sus manos de grafito al dibujar planos. Otras veces llegan los callos, Mari no es una mujer delicada si acaso eso le permite seguir soñando. Finalmente, y después de ocho años de arduo trabajo, Mari sabe todo lo que se puede saber de barcos, pero nada más, y habiendo dedicado una tercera parte de su vida a una tarea tan desalmada como lo son las escuelas, no puede sino sentir el desamparo de la ciudad, que poco o nada tiene que ofrecer para los soñadores. 

Mari sueña después de mucho tiempo con ese mar tempestuoso, con el barco que diseñó durante años, pero ahora está sola en este barco, sin nadie que le pueda tripular. Al despertar, se lanza hacia la zona de los astilleros, y después de dos años que se esfumaban en sus manos, halla a alguien tan tonto como para intentarlo, un viejo capitán retirado que está dispuesto a hacer el barco de sus sueños. Así comienza a moldear los sueños, con sus propias manos, ahora llenas de cicatrices y llagas astilladas, mientras que se siente acompañada por la buena voluntad del curtido marinero de las aguas del pasado. Al paso de año y medio, puede palpar los sueños, el timón del barco, la proa donde se desliza el agua oscura y turbulenta del pasado, pero sus hombros pesan cada día más. Lleva un tiempo notándolo, la excesiva embriaguez de su camarada, la futilidad de un esfuerzo conjunto, y lo irracional que sería esperar más de él. Finalmente, él deja de venir. Mari termina el barco sola, pero sabe que así nunca llegará a altamar. 

Ahora de día, se dedica a dar clases en una escuela de idiomas, mientras que las noches las ocupa en mantener aquel navío con el que hace mucho ha dejado de soñar, con un amor algo parecido a lo materno. Mari ha olvidado como se duerme, pero sus ojos se mantienen brillantes, como el amanecer. De tanto vivir de sueños, apenas conoce lo que es ser adulta. Y ahí encima del barco, cerca de la toldilla, cierra los ojos intentando dormir, mientras que la noche maquila tormentas y tempestades.

La levanta el estrepitoso movimiento de la embarcación, aparentemente inerte antes de entrar en los dominios oníricos, hallándose entones arrastrada por una marea salvaje de aguas cobrizas por el empalme de la tierra alguna vez firme. Duda de lo que ve, si acaso no es solo que ha vuelto a soñar como antes, y entonces se pelliza un brazo. Y despierta.

Aún inmersa en el sueño, mira abajo, hacia el suelo, y el agua apenas y comienza a filtrarse por debajo del portón, refutando así sus delirios, pero no así sus sueños, que por primera vez, hallaron encanto en la tormenta.


lunes, 8 de enero de 2024

El forastero.

Había llegado el final del día, uno tan largo como las luces de los postes que le rodeaban, y a pesar de ello, su ánimo era tal, que sentía alcanzarlas si así lo quería. Después de todo, si los borrachos y los técnicos podían con un poco de desmedida, el también tenía una oportunidad. Estaba ebrio como rara vez pudiese recordar, y no por tener mala memoria, sino porque nunca se lo había permitido. Era un hombre serio, alguien que bajo todo concepto, se negaba a caer primero. Así era con el trabajo, con su forma de caminar, y también con la felicidad, que finalmente parecía quererle alcanzar.

El frío empezaba a calar. Por esas fechas, la temperatura a la luz de la luna bajaba hasta pintar de rojo las mejillas, pero el apenas y lo sentía al estar tan curtido por su beligerante hazaña del día. Su saliva era inflamable y quizás así también su orina,  pero sus ojos, tan concentrados, no eran aquellos de los que hacen hasta lo imposible para volver a casa. El no volvía a ningún lugar, sino que pasó por los campos que se proyectaban por toda la planicie a las afueras de la ciudad. El trigo crecía aún sin cosechar, y su  color a la salida del sol se tornaba tan dorado como el astro mismo, quizás más, pensando si acaso el oro, que requiriendo de pulirse, pudiese realmente compararse con la belleza de los campos olvidados por todos menos por quien les cosecha. 

A un costado de la carretera, crecían margaritas y lavanda, y su aroma inundaba su nariz a falta de vehículos, aún dormidos por las festividades. El año comenzaba, y el no sabía exactamente como llegar, si hacía falta hacerlo, o si ya había llegado ahí. A un costado del camino, por fin divisó una casa, hecha con tablones de madera y láminas encima. Ahí, un anciano tomaba su primera taza de café junto a la salida del sol. Durante cualquier otro día, hubiese seguido su camino sin voltear una segunda vez, pero hoy se sentía otra persona, y entonces, ignorando esa sensación de descaro, pregunto al viejo si podía convidarle un poco. El viejo le miró extrañado, luego se paró y entró a la pequeña casa. Salió con un pocillo, el cual prestó al hombre, así como un pequeño banco, invitándole a sentarse. El sabor era fuerte y la consistencia espesa, probablemente ante la pletórica tolerancia del hombre con el paso del tiempo. Podía notar también que había hervido el café directamente en el pocillo, y que no sabía parecido a ningún café que hubiese probado en ninguno de sus viajes.  Preguntó al viejo como lo hizo, y el viejo entonces señaló atrás, hacia el campo, donde una pequeña parte de la tierra se ocupaba para sembrarle. Preguntó si acaso era de por ahí, que no le había visto nunca. 

-No soy de aquí, simplemente he tomado el camino más largo hasta la casa. 

-¿Y cuál es ese? -Preguntó el viejo, como queriendo saber de donde era su extraño visitante.

Señaló entonces hacia el lado contrario de la vía.

-Ya veo. Entonces estás perdido.

-No lo estoy, sé hacia donde tengo que ir, solo voy a llegar por el lado contrario.

-¿Piensas dar la vuelta al mundo acaso? -Soltando una risa el anciano. -O estás perdido o me estás mintiendo.

-¿Por qué habría de mentirle a quien no me conoce?

-Porque te avergüenza decir que estás desamparado.

-Tengo un techo donde dormir.

-Y también los vagabundos. -Dando otro sorbo a su café el anciano.

-Tengo un auto estacionado en mi garaje.

-Ya no servirá para cuando regreses.

-Es una buena marca. 

-Quizás, pero el conductor no parece muy cuerdo. ¿Te espera alguien en casa?

-Vivo solo.

-Entonces si que estás desamparado.

-¿Y usted acaso no está solo?

-Yo tengo el campo, las flores, el café. El canto de las aves de cría en las mañanas, al Sol que está ahora a nuestra espalda, a las aves que atacan los campos, la paja vestida en mis viejos harapos que les espantan.

-Usted tiene lo que la gente de mi clase tanto dice odiar entonces.

El viejo lo miró fijamente.

-¿Me odias muchacho?

-¿Por qué habría de?

Hubo un silencio momentáneo entre los dos, como un renglón para el razonamiento que dio cabida en la cabeza del viejo.

.

-Entonces eso pasa. Que tienes razón y no me mientes.

El hombre no comprendió a que se refería pero de alguna forma, quería sentirse ofendido, o puede que vencido.

- ¿Cuánto le debo por el café?

-No me debes nada. Si decides volver a pasar, aquí me hallarás al atardecer.

Se levantó sin dar las gracias y siguió su camino, y mientras que la sobriedad llegaba a su cuerpo, sus pies comenzaban a dudar. Pero un paso a la vez, sentía que podría llegar, o por lo menos refutar a aquel viejo, que volvería a cultivar la tierra, a recoger su cosecha y hacerse de su sustento, el de las aves y de lo que aún para él, era desconocido.