lunes, 8 de enero de 2024

El forastero.

Había llegado el final del día, uno tan largo como las luces de los postes que le rodeaban, y a pesar de ello, su ánimo era tal, que sentía alcanzarlas si así lo quería. Después de todo, si los borrachos y los técnicos podían con un poco de desmedida, el también tenía una oportunidad. Estaba ebrio como rara vez pudiese recordar, y no por tener mala memoria, sino porque nunca se lo había permitido. Era un hombre serio, alguien que bajo todo concepto, se negaba a caer primero. Así era con el trabajo, con su forma de caminar, y también con la felicidad, que finalmente parecía quererle alcanzar.

El frío empezaba a calar. Por esas fechas, la temperatura a la luz de la luna bajaba hasta pintar de rojo las mejillas, pero el apenas y lo sentía al estar tan curtido por su beligerante hazaña del día. Su saliva era inflamable y quizás así también su orina,  pero sus ojos, tan concentrados, no eran aquellos de los que hacen hasta lo imposible para volver a casa. El no volvía a ningún lugar, sino que pasó por los campos que se proyectaban por toda la planicie a las afueras de la ciudad. El trigo crecía aún sin cosechar, y su  color a la salida del sol se tornaba tan dorado como el astro mismo, quizás más, pensando si acaso el oro, que requiriendo de pulirse, pudiese realmente compararse con la belleza de los campos olvidados por todos menos por quien les cosecha. 

A un costado de la carretera, crecían margaritas y lavanda, y su aroma inundaba su nariz a falta de vehículos, aún dormidos por las festividades. El año comenzaba, y el no sabía exactamente como llegar, si hacía falta hacerlo, o si ya había llegado ahí. A un costado del camino, por fin divisó una casa, hecha con tablones de madera y láminas encima. Ahí, un anciano tomaba su primera taza de café junto a la salida del sol. Durante cualquier otro día, hubiese seguido su camino sin voltear una segunda vez, pero hoy se sentía otra persona, y entonces, ignorando esa sensación de descaro, pregunto al viejo si podía convidarle un poco. El viejo le miró extrañado, luego se paró y entró a la pequeña casa. Salió con un pocillo, el cual prestó al hombre, así como un pequeño banco, invitándole a sentarse. El sabor era fuerte y la consistencia espesa, probablemente ante la pletórica tolerancia del hombre con el paso del tiempo. Podía notar también que había hervido el café directamente en el pocillo, y que no sabía parecido a ningún café que hubiese probado en ninguno de sus viajes.  Preguntó al viejo como lo hizo, y el viejo entonces señaló atrás, hacia el campo, donde una pequeña parte de la tierra se ocupaba para sembrarle. Preguntó si acaso era de por ahí, que no le había visto nunca. 

-No soy de aquí, simplemente he tomado el camino más largo hasta la casa. 

-¿Y cuál es ese? -Preguntó el viejo, como queriendo saber de donde era su extraño visitante.

Señaló entonces hacia el lado contrario de la vía.

-Ya veo. Entonces estás perdido.

-No lo estoy, sé hacia donde tengo que ir, solo voy a llegar por el lado contrario.

-¿Piensas dar la vuelta al mundo acaso? -Soltando una risa el anciano. -O estás perdido o me estás mintiendo.

-¿Por qué habría de mentirle a quien no me conoce?

-Porque te avergüenza decir que estás desamparado.

-Tengo un techo donde dormir.

-Y también los vagabundos. -Dando otro sorbo a su café el anciano.

-Tengo un auto estacionado en mi garaje.

-Ya no servirá para cuando regreses.

-Es una buena marca. 

-Quizás, pero el conductor no parece muy cuerdo. ¿Te espera alguien en casa?

-Vivo solo.

-Entonces si que estás desamparado.

-¿Y usted acaso no está solo?

-Yo tengo el campo, las flores, el café. El canto de las aves de cría en las mañanas, al Sol que está ahora a nuestra espalda, a las aves que atacan los campos, la paja vestida en mis viejos harapos que les espantan.

-Usted tiene lo que la gente de mi clase tanto dice odiar entonces.

El viejo lo miró fijamente.

-¿Me odias muchacho?

-¿Por qué habría de?

Hubo un silencio momentáneo entre los dos, como un renglón para el razonamiento que dio cabida en la cabeza del viejo.

.

-Entonces eso pasa. Que tienes razón y no me mientes.

El hombre no comprendió a que se refería pero de alguna forma, quería sentirse ofendido, o puede que vencido.

- ¿Cuánto le debo por el café?

-No me debes nada. Si decides volver a pasar, aquí me hallarás al atardecer.

Se levantó sin dar las gracias y siguió su camino, y mientras que la sobriedad llegaba a su cuerpo, sus pies comenzaban a dudar. Pero un paso a la vez, sentía que podría llegar, o por lo menos refutar a aquel viejo, que volvería a cultivar la tierra, a recoger su cosecha y hacerse de su sustento, el de las aves y de lo que aún para él, era desconocido.


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