jueves, 28 de diciembre de 2023

El obrero.

Escuchaba el viento violento contra mis tímpanos. Nuevamente, era esa época del año, donde trabajar en el puerto se volvía una tarea agobiante, recibiendo el frío con las manos entumecidas| a falta de guantes para trabajar. Los de tela simplemente no servían para las tareas sucias del trabajo pero había escuchado de uno o dos que habían perdido algún dedo por congelamiento. Ahora estábamos llegando a las temperaturas bajo cero, pero una vez abajo, todo se siente igual. El gorro a veces se alza un poco, y puedes sentir como el lóbulo se pone morado. La piel empieza a ponerse reseca, pero nos dejan conservar la barba, quizás porque saben lo terrible que nos veríamos sin ella. Han sido desde entonces veinticinco años, y no se vuelve más fácil. Puedo sentir como mis manos dejan de apretar como antes, los dolores lumbares que aparecen cuando realizo un movimiento diferente a mi rutina, y mis ojos, cada vez más pesados y cansados, con un par de bolsas colgando. Pero no así mis oídos, perseverantes a pesar de las sirenas de los barcos y el ruido del golpeteo del hierro forjado. Quizás se niegan a ceder sin antes haber guardado alguna melodía digna de recordar. 

El viento arrecia de nuevo. Esta vez de camino a casa. Ahora que ha oscurecido, la ciudad acalla pero no los elementos, decididos quizás a derribarme, y yo a no caer todavía. La verdad es que ya cojeo un poco, nunca me recuperé de aquella vez que la barreta me golpeó en el pie y me fracturó dos dedos. A veces, cuando el dolor es insoportable, me pregunto si acaso el frío podría amputármelos, pero sé que luego no podré caminar y ahí habrá terminado todo. Apenas abro la puerta, encuentro a mi hermana como siempre en la cocina, quejándose de como no alcanza el dinero y que otra vez, tocará echar agua a los restos de la sopa de ayer. "Mañana me pagan" es lo que pienso, pero hasta entonces prefiero no decir nada. Nunca tuve la oportunidad de tener una mujer para mí, y ciertamente que a estas alturas tampoco es deseable otra boca que alimentar. Las otras son del par de niños huérfanos de padre que engendró mi hermana. El mayor no me agrada, llegó siendo una manzana podrida. El otro día lo he visto fumando cerca de las bodegas abandonadas, pero yo estaba ebrio, así que me lo tuve que callar. La menor, por otra parte, es todo lo que un niño debería ser, lleno de sueños, alegría y sonrisas. Es la única persona en esta casa que muestra un indicio de afecto, el resto fuimos moldeados como esta ciudad, grises, fríos y feos.

El viento cesa una vez dentro de casa. La calefacción apenas y funciona, pero es seguro quitarse las viejas botas, el overol rojo y el gorro deshilachado. La niña se queja del aroma de mis pies aún entre risas, mientras que el problemático sube las escaleras de manera sospechosa. Da igual, yo solo quiero descansar. El silencio para mí es una olla hirviendo, una pequeña corriendo por la casa y solo el viento que golpea las ventanas, molesto por no quererle dentro. "Mañana será" le digo en mi mente. Entonces empieza otra especie de sonido, algo que vagamente creía haber escuchado antes, pero ahora está tan cerca mío que no me cabe duda. La pequeña ha empezado a cantar villancicos de navidad, y su voz es tan angelical a pesar de su corta edad, que un ligero escalofrío recorre mi piel, algo parecido al temor, pues ella podría ser la razón entonces de la pérdida de mi único sentido todavía intacto. La miro y no puedo evitar sentir curiosidad, algo de asombro y otras cosas tan pérdidas que quizás... pero llega su madre a decirnos que la cena ya está servida. 

Al salir de casa por la mañana, el viento me saluda como un quejido, es rencoroso y no olvida nunca los nombres, pero en un par de meses se le habrá pasado la molestia. Solo espero seguir aquí haciéndole frente, repitiendo este proceso interminable un par de años más. Hoy la ciudad se ve un poco menos gris. Claro, es nochebuena.

Llego al puerto Nelson, donde los jefes sonríen y algunos trabajadores intentan hacerlo, aún a sabiendas que la jornada es la misma de siempre y que no habrá bonos navideños. Que más da, si hoy pagan y los tugurios tampoco cierran hoy. Unos compañeros me invitan a ir, pero después de pensarlo durante un rato, desisto. Durante toda la tarde, tengo la melodía de mi sobrina en la cabeza, y por un momento, olvido el sonido de los barcos, del metal siendo golpeado y las calderas vertiendo sus rojas mezclas.

Al caer el Sol, camino y parece que el viento corre a favor. A unas cuadras está la juguetería y salgo con un par de cajas de ahí, pues aún el obstinado de mi sobrino tiene once años y no quisiera darle más razones para tirar su vida por la borda. Luego paso por la pollería y al salir, el viento parece haber cesado y empiezo a sentir algo parecido a la nostalgia, como si después de todo, me hubiese gustado invitarle a cenar. El camino de regreso es silencioso, pero al doblar la esquina, la escucho de nuevo, y me pregunto si acaso ser feliz tiene que ver con cantar. Siento algo extraño en mi cara, y miro mi reflejo por el cristal de una ventana. Había olvidado que también podía sonreír.

A la mañana, el viento está de nuevo ahí, como un cosquilleo que sacude mi blanca barba, contándole entre risas que anoche, una pequeña dijo que parecía Santa Claus.








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