martes, 5 de diciembre de 2023

Una mujer sin nombre.

Eran ya las nueve de la noche y el frío calaba hasta los cimientos de mi ser. Había caído nieve durante un par de horas en el día, pero las calles jugaban entre la escala de grises y blancos que hacían sentirme un poco más vivo. El panorama, aún así, era tan lúgubre como siempre, con las tiendas de electrodomésticos como proveedores de las únicas luces de colores, pues el resto de la avenida se mantenía sin luces a pesar de ser Diciembre. Hacía mucho que no veía luces de navidad, y hoy eso no cambiaría. 

Era ya una hora peligrosa para esperar a alguien, pero Bill no tardó en llegar, acompañado de una mujer de menos de treinta, que llevaba de la mano a un niño de ceño fruncido. A juzgar por su tamaño pensé tenía tres años, pero luego descubriría que tenía cinco, y que era de esos chicos de crecimiento lento. Su madre, que hasta ese entonces llevaba el rostro cubierto por una bufanda roja y de tejido casero, la removió para presentarse de manera cordial. Qué podría decir de una mujer de una belleza tan abrumadora que incluso su misma imagen me resulte imposible de describir, pues un segundo apenas tuve para disfrutar de ese rostro tan sereno como el cambio de las estaciones entre el invierno y la primavera, y como el fotógrafo que cesa su labor ante la admiración de un momento único e irrepetible en esta vida, así mi cerebro se detuvo sin grabar ápice alguno de esa sonrisa que iluminaba y calentaba los rostros espectadores, de sus mejillas de un fino rojo por el frío de la ciudad, de aquellos labios que nunca debí encontrar. 

Después de decir su nombre que no escuché anti mi perplejidad, subió nuevamente su bufanda y presentó al pequeñín Byrde, que había criado sola desde su nacimiento. Una mujer cuyo pasado me parecía rondaba en el abandono y en el esfuerzo eterno por salir adelante. 

Bill nos dijo que era mejor buscar un hotel para pasar la noche, puesto a que el transporte ya no estaba disponible debido a los horarios. Así, terminé recomendando uno que quedaba al final de la cuadra, donde me había quedado alguna vez, siendo mi único problema aquel hombre pequeño de la recepción llamado Szacunek, que parecía no estar a gusto con los rasgos de mi etnia. Afortunadamente, al llegar no se encontraba aquel hombrecillo, y pudimos rentar un par de habitaciones baratas. Subimos hasta el tercer piso por las escaleras, pues el elevador no se encontraba en funcionamiento desde hace años. Ahí, el aroma a humedad se intensificaba, denotado también por la puerta que golpeaba el suelo al encontrarse esponjada la madera. Para nuestro infortunio, las recámaras contaban únicamente con camas individuales, y así el pequeño Byrde se lanzó a la suya, quedando dormido casi de inmediato. Nos quedamos entonces un rato platicando en el pasillo, donde una ventana panorámica permitía ver los autos a cada lado de la acera, el puesto de pizzas en frente, y también los televisores, que aún en la periferia de la vista transmitían sus ocres colores. Para colores, el cabello de aquella mujer que bien nos hacía compañía, brillante como el oro y tan fino como la seda, que caía y se escondía a cada lado de su bufanda, la cual aún escondía su boca, al sentir vergüenza por la resequedad que ahora les invadía. Ofrecí entonces ir por chocolate caliente, donde casi a hurtadillas, me escabullí a fin de no toparme a aquel que no quería ver, pero ahí estaba Szacunek como el otro día en su lugar habitual, mirando con desprecio mis ojos negros, mi nariz grande y mi cabello un poco rizado. Se acercó con molestia, diciendo que no podían atenderme más y que debía retirarme, pero ya había ordenado, y poco me importó seguir esperando a pesar de su irritante voz. Amenazó con llamar a los guardias, pero ya sabía que no vendrían. Ellos tampoco le soportaban.

Subí la charola con tres chocolates a través de las escaleras, y seguía Szacunek detrás mío, mientras le insistía que, sin importar el parecido de mis rasgos, yo no era de aquellos hombres que el odiaba tanto, pero ahí seguía detrás mío, esperando que el chocolate cayese por mi propia mano, y al no tener resultado al topar el tercer piso, se recargó contra mi hombro, logrando al fin que tirase uno de los chocolates. Testigos de los sucedido, le pedí a Bill que abriese la ventana, y a nuestra compañera que tomase las bebidas que quedaban, mientras que en un ataque de ira, lancé al pequeño hombre hacia la calle, deslizándose entre la carpa del primer piso y sin recibir mayor daño que el susto bien merecido. Aún si no lo veía, ella estaba riendo y su risa llenaba el corredor y también mi pecho. Rechacé tomar alguno de los chocolates restantes, argumentando que la actividad física había calentado por demás mi cuerpo, guardando para mis adentros, que hacía mucho no sentía un calor así, uno incapaz de alcanzarse con mero esfuerzo. Atraídos por el escándalo, salió un grupo de jóvenes que parecían venir juntos, primero aclarando sus ideas entre ellos, para luego  acercarse para preguntar lo acontecido. Entre ellos, destacaba un hombre un par de años más joven y que llevaba una chamarra de aviador. Entrado en conversación, efectivamente era su profesión, y la razón de su estancia se debía a la alerta de tormenta de la que se hablaba en su lugar de destino. Todo el resto de presentes eran los pasajeros, que parecían haber congeniado bien entre ellos por ser una tripulación pequeña y justo antes de lo que pude haber previsto, sacaron cervezas y mesas plegables e hicieron del pasillo una reunión de regocijo y alegoría. Los guardias no dirían nada, estaban o muy ocupados revisando al recepcionista aún en la acera, o tomándose una cerveza con todos. 

El chocolate quedó olvidado en el alféizar, y así también todo el revuelo de mis actos impulsivos, mientras que finalmente mi dama de ensueño retiraba su bufanda para dar entrada a una cerveza, y otra más. Charlábamos entre risas con el piloto de nombre Skepsis, que poseía una simpatía envidiable, y mientras caía la noche, Bill empezó a sentir sueño, y me preguntó si estaba bien si se quedaba con la cama. Yo que empezaba a idear planes al aire, cedí la habitación sin titubear, mientras concebía el alquilar otra habitación donde pudiese dormir junto al objeto de mi amor. Bien un descuido bastó, cuando la vi morderse los labios de una manera tan lujuriosa como atrevida, y donde habría de sentirme finalmente provocado hasta mis orígenes, de no ser porque sus ojos miraban a otro, al hombre de la chamarra, que aún sin haber coqueteado, se encontró en las garras de una mujer de una naturaleza aún desconocida para mí. Y aún consciente, me negué a dejar de soñar.

Así se perdieron de mi vista mientras iba por otro trago, esta vez hasta mi maleta, donde me tomé mi tiempo para descorchar una botella de vino guardado para un momento especial, pero el momento se había esfumado en la habitación contigua, o quizás se había concretado, en los brazos de alguien más. Me acerqué entonces al resto de pasajeros, que cantaban y bailaban sin motivo aparente, más que el de reír porque podían, y el de beber porque querían. Volvieron para cuando terminé la segunda copa de vino, él sin la chamarra de piloto, y ella sin la bufanda roja, él sin su sonrisa simpática y ella despojada de todo encanto, de todo sueño que le había atribuido, dejando solo unos labios resecos y morados, una sonrisa de dientes largos como los de un ratón y una nariz huesuda típica de estos lares. Tomé la botella y mi maleta, y me fui de ahí, sabiendo que de quedarme, probablemente Szacunek no me la dejaría fácil. Eran las dos de la madrugada y el frío calaba desde los cimientos de mi ser, donde el blanco de la nieve se había vuelto imperceptible y me dejaba solo los grises acompañantes del camino largo hasta casa, donde cada vez más lejos, quedaban las luces de la tienda de electrodomésticos.



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