jueves, 29 de junio de 2023

Flores de noche

 ¿Qué son las flores de azucenas en la nieve,

las azaleas sobre carnes procesadas,

los lirios entre el papel de china?

Aún perdidas siguen siendo flores.

 

Y así también la nieve entre azucenas,

La carne entre los pétalos de azalea,

El papel pintado entre los lirios,

De belleza prendidos y aún de ella ausentes.

 

Niego la carne valga menos que las flores,

O que la nieve no sea dueña de su encanto,

Y aún, carentes de valor se muestran

Cuando a la vista comienzan a ignorarse.

 

Sal a la carne, vida a la nieve y fuego al papel,

Humo al cielo y al gusto de carne impregnada,

Que calme el frío del invierno

Que asola las flores de noche.

miércoles, 28 de junio de 2023

Gaviotas

 Hace tiempo que atiendo a las noches como a las gaviotas que en la playa alimento, sin contarles, sin poner nombres, como un sin propósito desbocado a alejar mi sueño, y tanto que llevo sin verlo, que ahora solo quedan los recuerdos que de vez encuentro olvidados en mi habitación. Les sacudo el polvo, les saco brillo y juego a que los entiendo, que reconozco quien fui yo, y que algo sigue ahí de mí, pero un recuerdo nada más, y de nuevo debajo de la cama, detrás del closet, en la esquina donde ya no se puede caminar, para salir de nuevo afuera, al agobio de alimentar gaviotas.

lunes, 26 de junio de 2023

Magnolia

 Era un verano del noventa y nueve y la escuela estaba por terminar, mientras que los cines se preparaban con Matrix en cartelera y un “próximamente” de La amenaza fantasma, American Pie y La momia, y, si bien no solía ir al cine seguido, parecía una buena época para comenzar.

Por ese entonces, me dedicaba únicamente a salir con los compañeros del colegio a casa de Quique, quien vivía a las afueras de la ciudad. ¿Y por qué tomar un camino de casi una hora para reunirse cuando todos los demás vivíamos por la zona? Era simple, Quique tenía piscina y una cuatri moto en la cual nos subíamos de hasta cuatro para pasar por las rancherías colindantes a su fraccionamiento.

Yo no manejaba, ni sabía nadar, pero de alguna forma, sabía que ese lugar era increíble, y cada salida terminaba con su propia anécdota, como aquella vez que topamos con un toro que había escapado del corral o cuando descendimos hacia la fosa que había atrás del vecindario con más de diez metros de profundidad. Pero ahí abajo no había más que arena, insectos y ramas. Sin embargo, quisiera hablar de aquella que se había mantenido latente en mi memoria, la de una chica llamada Magnolia Solares. A mis apenas nueve años, era un niño ya bastante precoz, víctima de una generación que normalizaba el sexo y el alcohol desde temprana edad, sin saber exactamente lo que eso conllevaba. Somos la generación de los padres divorciados, y los adictos al crack.

Manuel y Oscar ya habían saltado hacia la piscina, mientras que Rivera molestaba con una toalla a Quique, antes de seguirles. Decidí esperar al dueño de la piscina, principalmente porque temía que Manuel intentase tirarme a la zona profunda, un miedo para nada infundado considerando los antecedentes de nuestra relación. Quique había sido llamado por su madre para saludar a una de sus amigas, quien iba acompañada de su hija, una joven de ojos de jade y una piel tan delicada que rápidamente tornaba al rojo al contacto con el Sol de Junio. Presentía que aún de ser invierno, el rojo de sus mejillas no desaparecería, y que, de ser su escuela tan vulgar como la mía, mínimo se ganaría el apodo de tomate. Llevaba un tutu rosa de sus clases de ballet y medía unos diez centímetros más que yo, tan solo un poco más de lo normal. Las niñas siempre crecen más rápido.

Y mientras Quique buscaba que la conversa terminase para poder irse, yo quería lo contrario, y quedarme mirando a ese ángel hecho tomate que fruncía el ceño por el Sol e hinchaba las mejillas en señal de reproche por la incomodidad, mientras que yo me refugiaba del mismo y también de su mirar, agachado justo detrás de la panza de Quique. El Sol terminó por ganar la batalla, y finalmente madre e hija se subieron a su auto.

Lo primero que hice por supuesto fue preguntar su nombre. Quique no parecía interesado en ella, hecho que atribuí a su falta de interés por el sexo opuesto. A esa edad, era mejor pensar en una piscina con amigos, en lanzar a alguien por sorpresa, aún queríamos ser niños de verdad. Pero yo no quería nada de eso, solo quería imaginar que me acercaba a Magnolia con una sombrilla y le invitaba a sentarse en el jardín de la casa, mientras le convidaba una limonada y le decía como de profundo había clavado sus ojos verdes en mí.  Entre mis delirios, su nombre encontró mi boca, y así mi pequeño lugar secreto fue abierto al público, siendo objeto de burlas durante las próximas dos semanas entre los chicos, y sin embargo, no es por eso que le recordaba hasta ahora.

Mi mente divagaba sobre el encanto de Magnolia oculto en el ambiente perfecto, en un lugar sin bochorno ni frío, en el clima idóneo donde sus mejillas fueran finalmente blancas, con ese tenue dorado que caía tras sus orejas y recordaba al lino de las cortinas por la tarde mientras es llevado por la brisa. Aquella noche tuve mi primer sueño de ese tipo, y es quizás por eso, que aún sin volver a ver a Magnolia, siempre estuvo presente en mis pensamientos.

La primera vez nunca se olvida.

En el sueño era de noche y la casa pudo ser cualquiera sacada de un vecindario americano. Mis padres salían de la ciudad para asistir a una boda y dejaban a una chica encantadora y de piel blanca como la nieve a cargo de mi hermano, de apenas dos años de edad. El primer impulso de un niño es protestar por tener a una chica de su misma edad haciendo lo que uno puede hacer. Pero indudablemente, me era difícil mirar a aquella joven de ojos grandes y labios tan perfectos como las constelaciones, mientras que se remangaba su camisa leñadora de cuadros para lavar los trastes. El niño veía la tele y yo veía la silueta de aquella joven de espaldas, contando los movimientos de su paleta derecha con cada tallada que daba a los platos, mirando ese movimiento mecánico de su mano extendiéndose para dejarlo en el escurridor, y mientras más le veía, más sentía estar haciendo algo incorrecto.

Sin previo aviso volteó y me dijo que iba a bañar a mi hermano, y si le podía ayudar a desvestirlo. Nuevamente mi lado infantil salía a relucir, alegando como de útil podía ser su estancia si es que yo debía de ayudarle. Cuando regresé con mi hermano entre brazos casi lo soltaba de la impresión. Se encontraba nuevamente de espaldas, pero su ropa yacía encima de la barra, mientras se agarraba el pelo y llenaba una pequeña tina en medio de la cocina, donde pensaba bañarse con el niño. Ella no mostraba vergüenza, ni preocupación por mi mirada escrutadora que no entendía de privacidad, todo era curiosidad.

Ella siguió y empezó a bañarle, apenas agachándose para alcanzar al niño, mientras sus pequeños pechos rosados colgaban al aire y sus lánguidos hombros se encogían, y enfatizaban sus clavículas. De un momento a otro, me encontraba también desnudo en la cocina, argumentando que también quería bañarme, pero justo al estar en frente suyo, y ver sus labios a la altura de mis ojos, en lugar de eso la empujé, saliéndose por un momento de la tina, arrinconándola hasta el fregadero, donde la abrazaba fuertemente, sintiendo aún hasta hoy como se palpaba la humedad que recorría su espalda, y como mis brazos se encontraban ahí detrás, más cerca que nunca ante lo esbelta que era su figura, y mientras que desconocía el mismo concepto de lo que pretendía hacer, mi cuerpo me ofrecía una pista, mientras que el calor me recorría hasta ahí donde suelen esconderse las ladillas.

Ella no decía nada, y tampoco hacía falta.

Hace unos meses la volví a encontrar, pero no en casa de Quique, a quien hace años no veía. Esta vez fue por la calle, mientras tomaba un café en una reunión de trabajo, con las personas que veía a diario los últimos dos años. Ella caminaba por el otro lado de la acera y lucía unas sandalias blancas, un sombrero veraniego y una blusa de flores y hombros descubiertos. Seguía siendo alta y parecía haber llevado una vida provista de comodidades suficientes para cuidar su piel, la cual ya no se coloraba, volviéndose de un saludable color dorado donde las sombras terminaban. Y aunque era la mujer más bella de todo el vecindario y el objeto de mis delirios durante los últimos veinte años, en mi mente, esa ocasión, no me invadía la perversión ni el fantaseo ocasional de invitarle a un café para acabar en matrimonio, sino un razonamiento a mi sueño que por fin parecía listo para abandonarme.

Aquella no era Magnolia.

martes, 6 de junio de 2023

El tormento.

Era el medio día de un domingo y las campanadas de la iglesia resonaban inmutables desde hacía décadas, más de las que tenía Ezequías en su porvenir, pero aún entrado en sus cuarenta, parecía un hombre impávido por la edad, pues vivía aferrado a los pesares del pasado que difícilmente pueden superarse, como lo son la pérdida de los hijos. No era plena la culpa de Ezequías en tan obstinado pesar, pues aquel caso había causado polémica en sus días entre el pueblo e incluso la policía forense. Después de todo, no siempre se escucha de un ser capaz de devorar a un niño, y con la inteligencia o perversidad como para dejar solo sus prendas. Era aquello lo que no dejaba descansar a Ezequías, la incertidumbre mortal de que acaso un monstruo como ese caminase en dos patas, incluso entre los peregrinos que ahora le rodeaban. No confiaba en nadie, y tras la muerte de su mujer, había permanecido aislado de todo y todos, investigando en lo posible sobre el mal que acechaba  aquel pueblo.

Su hija no fue el primer caso, ni tampoco el último, pero desde hacía diez años y como por arte de magia, los secuestros y asesinatos de menores habían dejado de escucharse, como si aquella quimera hubiese saciado su sed o hubiese hallado sosiego ante manos justicieros. Pero claro, nada de eso servía para Ezequías sino podía confirmar la muerte de aquel ser. Ezequías se arrodilla por orden del padre Roberto, y mientras ora con los ojos cerrados, no puede sino desear y pedir a Dios iluminación para desvelar las tinieblas que serpentean entre la tumba de su niña. En quince años, y fuera de lo que la policía había contado no había logrado descifrar nada, como si algo siniestro rondase, tan espontáneo como mortal.

Ezequías abrió los ojos y se puso de pie. Se persignó y salió de la iglesia, y ahí fuera, vio al hombre decrépito que solía hacer la limpieza en la casa de Dios. Su rostro eran un montón de pliegues gruesos y arrugados y sus ojos mostraban senilidad, pero consagrado en su trabajo con diligencia, como si fuera su razón de vida. Algunas veces lo veía, otras no, pero a pesar de su aura extraña y figura espantosa, nunca sintió sospechas de la figura senil. Aquel día decidió saludarle, como si fuese lo correcto, aún si lo correcto estuviera siempre lejos de él. Le ayudó a levantar las hojas, pero el viejo no parecía figurar la ayuda, aún con los ojos clavados en el vacío que era su tarea. Ezequías no rechistó, simplemente terminó su labor, y encaminó hacia la calle. Sin embargo, algo le sujetó de la manga, como una fuerza inamovible, que de no voltear, pudiese ser capaz de sujetarle hasta el final de sus días. Algo nervioso, volteó y miró nuevamente al viejo, quien en forma de gratitud, balbuceó un par de murmullos, que al ser repetidos, parecían invitar a Ezequías a un tinto por la tarde. Estuvo tentado a negarse, pero recordando el agarre tan poderoso del anciano, se resignó a simplemente aceptar esa recompensa.

Ya a las cinco, se dirigió nuevamente a la iglesia, y fuera de ella, estaba el anciano que en su caminar lento, guio a Ezequías hasta un viejo cobertizo, que parecía ser el hogar del viejo. Afuera de este, había una mesa de madera y un par de sillas, tan incomodas como las bancas de la iglesia, y donde hizo sentar al hombre consternado e impaciente, mientras iba y volvía con la cafetera y dos pequeñas tazas temblorosas que se llenaron milagrosamente sin derramar una gota. Ezequías vio el humo en el café, pero al dar sorbo, sintió una calidez que hacía mucho había olvidado, embriagado en la nostalgia de la calidez en la cocina de quien una vez fue su mujer.

El viejo bebía con calma, e incluso parecía dejar el tambaleo cada que tomaba la pequeña taza, como quien concentra todo su ser en una tarea banal y sin embargo sagrada.  Soltó la taza con cuidado en la mesa y miró con sus ojos empuñados hacia Ezequías.

- ¿Has hallado lo que buscas?

Ezequías lo miró con extrañeza, pero el anciano insistió.

- ¿Has hallado lo que buscas?

-No... Llevo años buscando, pero no he tenido ni el mínimo atisbo de esperanza.

-Cuando uno no encuentra en un camino, es una señal. -Y el viejo detuvo su discurso para acercar de nuevo la taza a su boca.

-No hay señal alguna que me haga olvidar a mi pequeña, ni consejo que me aleje de mi deseo de justicia.

-Tu no buscas justicia. -Soltó como un reproche, seguido de un escupitajo al suelo lleno de indignación.

Ezequías solo lo miró con desdén, pero se negó a contestar impertinentemente, a sabiendas que el viejo tenía tanta razón como demencia.

-Pero bueno, yo te daré lo que quieres. Y atente.

Ezequías se levantó exaltado, como quien escucha su causa de muerte, embelesado por un éxtasis que sacudía su cuerpo desde sus cimientos.

-Tan ciego has sido a tu fe que has compartido habitación con el asesino de tu hija e incluso has aceptado comer de su mano, le has contado tus pecados, y le escuchas una vez por semana como el sonido que hacen el aleteo de las moscas.

-No dirá usted que el padre Roberto... -Ezequías tragó saliva ante la revelación. Confundido, como quien se despierta del letargo, pensando si acaso era posible una blasfemia de tal magnitud fuese una calumnia justificada.

-He de advertirte Ezequías. -Advertía el anciano. -Que lo de tu hija no fue hecho por ningún hombre, y el cobro de propia mano por involucrarse en esos páramos es igual que el castigo divino.

Pero Ezequías no escuchó, y así corrió hasta su casa por lo imprescindible para luego dirigirse a la iglesia, donde las puertas de Dios permanecían abiertas, dirigiéndose hasta la capilla, donde se mantenía el padre Roberto de espaldas, realizando una oración entre murmullos subyugados.

- ¡¿Por qué te volviste a la religión, maldito?! -Gritaba Ezequías a la cara del padre Roberto. -Gente como tú no podría nunca escuchar a Dios.

-Silencio hermano, no dejes que la ira hable sin razones. -Respondió tratando de mantenerse sereno, pero sorprendido ante la confrontación, como un inevitable.

-Es que trato de entenderlo y no puedo. -Hubo un pequeño silencio, finiquitado por la risa esporádica de Ezequías, liberándose tenuemente de su razón. -Los perros como tú no deberían siquiera estar vivos.

El padre vio la navaja asomándose de la mano de Ezequías como si fuese un péndulo oscilante.

-No tienes idea lo que es escuchar ese tipo de cosas de tu hija. 15 años desde entonces. ¿Creíste que nadie lo recordaría?

-Yo nunca lo he olvidado.

-Por supuesto que no. Pero será lo último que recuerdes.

-Ezequías, yo no merezco tu perdón, ni él de nadie, pero no caigas en los pecados imperdonables. A nadie aconsejaría vivir lo que he vivido yo.

- A mí parecer que has vivido demasiado bien, y tiempo prestado.

-Entonces préstame unos minutos más y te lo explicaré todo.

-Esa no es una opción.

-Es lo que temí. -Y acto seguido se abalanzó contra Ezequías, y la navaja buscaba la carne, y la halló en la ceja derecha, en el hombro izquierdo y también el antebrazo. Pero el esfuerzo del padre no era en vano, y mientras su lado izquierdo recibía semejante castigo, con su mano derecha azotaba la cabeza de Ezequías contra el suelo, hasta que el retumbar lo mareó lo suficiente como para soltar el arma, y nuevamente chocó contra el concreto hasta que la luz abandonó sus ojos.

Cuando Ezequías se despertó, se encontraba atado a un árbol. Su cabeza aún daba vueltas y podía sentir como algo caliente escurría hasta su espalda. Frente a él estaba el padre Roberto, encendiendo un cigarrillo con una cerilla. Cuando intentó gritar, fue que se percató que estaba amordazado, quedando a merced del sacerdote.

"Yo solo quería hablar. Podías incluso haber ido con la policía, y yo hubiera aceptado mis crímenes sin presentar oposición. -Tomando pequeñas pausas mientras que el humo entraba y salía por su boca. Aunque no lo creas, te dejaré libre cuando me hayas dejado terminar. No tardará mucho, de todos modos, ya casi es hora."

Ezequías estaba confundido, pero entre las dudas, se dio lugar al silencio, y con él, un ruido incapaz de reconocer. Gritos, risas, sonidos guturales y arañazos, era lo poco que lograba distinguir, mientras que el pánico empezaba a mostrarse en su respiración y su piel, cada vez más pálida. De alguna forma, sabía que esos sonidos no pertenecían a este mundo, como si un instinto primitivo hubiese despertado, el instinto de supervivencia.

"Ya vienen. Pero no te preocupes, estarán ocupados con el festín que dejé allá atrás."

Conforme los ruidos parecían acercarse más y más, el sudor corría por la frente de Ezequías, incapaz de confiar en las palabras del sacerdote, pero durante un par de segundos, volvió nuevamente el silencio, lo suficiente como para concebir una paz efímera, que rápidamente fue interrumpida por las risotadas y el sonido de carne destazada y huesos rompiéndose detrás suyo. Ezequías hubiera querido estar equivocado, pero justo en el comienzo de aquella orgía, escuchó los gritos desesperados de un niño, silenciados entre crujidos y sonidos húmedos de vísceras. En ese punto era incapaz de escuchar incluso sus propios pensamientos. Aquellos ruidos entraban no solo por sus oídos, sino por su piel, su nariz, y por la misma razón, corrompiendo todo en sus cercanías, y llegando hasta sus mismas entrañas, dándole una sensación de reflujo apenas controlable. El aire olía a azufre.

Finalmente, y después de haber terminado, los seres se fueron por sí solos, casi tan rápido como habían llegado, pero el corazón de Ezequías no lograba calmarse, queriendo abandonar su pecho.


“Veras hermano, como has podido comprobar, el mal existe en este mundo. Nada de esto ha sido tu imaginación, y el atarte de esa forma fue únicamente por tu bien, pues no cualquiera podría conservar la cordura ante tal espectáculo. Había olvidado lo impresionante que era.”

Su voz era serena, habiendo estado más tranquilo que cuando Ezequías le amenazaba con un mero cuchillo.

“Mis más sinceras disculpas que tu hija haya tenido que pasar el mismo destino que este muchacho. Se trataba del pequeño Joan, el niño del panadero, el cual su único crimen ha sido haberse topado conmigo antes que cualquier otro niño.”

Ezequías quería llorar a su hija, pero el terror aún lo poseía. Aún si no hubiese estado amordazado, no hubiera sido capaz de formular palabra alguna.

“Por el procedimiento, pido que no te preocupes. Yo no hago más que entregarles inconscientes, pero hay veces que el dolor los despierta durante el proceso, aunque te aseguro que es una muerte rápida. Lo sé porque yo ya la he vivido miles de veces.” -Y mientras pronunciaba esas palabras, rozaba su rostro con sus dedos, tensándose hasta empezar a rasgar la piel, la cual, tan pronto se abría y sin antes derramar gota, se volvió a cerrar con una rapidez inhumana, mientras se reía indiscretamente, experimentando una sensación de antaño, para nuevamente recobrar la compostura como si aquello no hubiese pasado.

“Hace muchos años que no hacía este tipo de rituales porque no tenía necesidad de. Tienes que entender que esta ocasión ha sido por ti, porque estés libre de pecados que podrían atormentarte el resto de tu vida y quizás dejar un visto bueno que me consuele cuando el castigo divino venga desde los celos. Aunque debo admitir que me emocionó tu actuación de hace un momento, me estremeció hasta los huesos.”

Se acercó lentamente a su escucha y aflojó lo suficiente la mordaza para que el cautivo pudiese hablar, pero nada salió de su boca. El padre le sonrió como cualquier día en que impartía misa, con serenidad y cierta paz, una sonrisa impasible e inhumana que poco hacía por ocultar locura. Al hallar silencio, continuó con su perturbador monólogo.

“¿Sabes? Siempre fui un chico propenso al mal. Mi primer encuentro con esos seres fue cuando recién tenía cinco años y había cometido mi primer asesinato. Se trataba de mi primo Josué, de apenas un año de edad, el cual no me dejaba dormir por las noches con todo ese llanto típico de los infantes. Esa noche era como esta, como cualquier otra, y fui al riachuelo que esta atrás del vecindario donde vivía, para ahogarle. Debo decir, que, en ese entonces, no sabía lo que estaba haciendo, pero ciertamente, sentí gran alivio al hallar mis oídos serenos después de realizado el acto. Pronto llegarían ellos. Pero contrario al pavor que la mayoría pudo haber experimentado, me hallé con un sentimiento de camaradería, de amistad. Durante años, realicé atrocidades que ningún hombre podría siquiera concebir, y a cambio recibía diversión, protección, pero, sobre todo, una aparente inmortalidad.

Cada vez quería ir más lejos, y cada vez, llegaban más y más criaturas, algunas tan grandes como camionetas, a disfrutar de los festivales de crueldad que les podía ofrecer. Sin embargo, un día, e inconsciente de las implicaciones, se me ocurrió hacerlo con el sacerdote del pueblo, lo cual era tan blasfemo que me estremecía tan solo de pensarlo. Sin embargo, y después de una larga tortura de mi parte, los demonios nunca vinieron. Probé con todo, y las horas pasaron, pero no hubo respuesta alguna, hasta que, de repente, se abrió el cielo en un poderoso haz de luz tan brillante, que el día se hizo durante unos breves instantes. El sacerdote desapareció casi en un parpadeo, probablemente transportado al cielo, pero la luz no había sido solo por eso.

Ante mí apareció algo que podría llamar un ángel, pero no es nada similar a lo que podemos imaginarnos, ni siquiera estoy seguro de lo que vi entonces. Tenía miles de ojos, decenas de alas, y parecía estar en un constante movimiento oscilatorio que carecía de sentido para seres tan insignificantes como nosotros. Le hice una pregunta, algo carente de sentido, pero no recibí respuesta alguna. No hacía falta. Yo sabía qué hacía ahí, y durante un tiempo que bien podría parecer una eternidad, me encontré padeciendo todo el dolor de mis víctimas de una manera tan lúcida que nunca pude acostumbrarme al desmembramiento, ni a ser desollado vivo. Cada muerte la viví cien veces, y entonces lamenté ser inmortal, y padecer todo eso, hasta que finalmente consiguió lo que quería.

 Me arrepentí de mis actos.

Cuando ese momento llegó, y solo entonces, fui libre de mi desahucio, a sabiendas que, de hacer el mal una vez más, cien veces habría de sufrirlo. Así entonces, hoy no bajará esa luz, pero una noche lo hará y me atormentará nuevamente, quizás recontando todos mis pecados una vez más.

Era más fácil mostrarte el mal que el bien Ezequías, el mal está en todas partes, pero el bien solo pocos llegan a conocerle y vivir para contarlo. Por eso me hice sacerdote, un hombre de Dios, por miedo, un terror aún más grande que tu padecer actual, y si algo bueno he de hacer con esta miserable vida, es transmitir un mensaje”

Y mientras pronunciaba esas palabras, iba desatando a Ezequías del árbol, quien permanecía aún inmóvil en el suelo, sin toda la violencia que hace un par de horas lo consumía, quedándose solo con el terror y el saber que un niño había muerto atrás suyo, donde ahora solo quedaba una mancha roja, un overol pequeño y un par de zapatos.

“Teme a Dios Ezequías.”

Una semana después volvían a sonar las campanas, y así la misa impartida por el padre Roberto, nuevamente escuchada con ritual atención por los fervientes, y entre ellos Ezequías, que pedía perdón con todo su ser, clemencia en esta vida y paz para los que ya no vivían. Afuera de la capilla, en los jardines, estaba el viejo decrépito, jalando con un rastrillo las hojas secas entre la hierba.

 

jueves, 1 de junio de 2023

Descenso en las cavernas.

 Con el paso del tiempo, las cosas dejaron de importar. El moho en las paredes de la caverna, el agua que me llegaba hasta las rodillas y donde rondaban y reptaban alimañas, pero principalmente, la sensación de esperanza. Desde luego, hubo algún momento en que pensé me estarían buscando, y que no debía moverme de donde estaba, pero con la apenas visibilidad que ofrecían aquellos cristales blancos que reflejaban el agua, entendí que ya no me encontraba en ningún lugar frecuentado por la humanidad.

Cuatro horas es lo que basta para perder todo rastro de esperanza, pero el 90% se pierde en los primeros cinco minutos. Ahora, y pasados unos veinte minutos de la tercera hora, solo quedaba seguir caminando a través de las grutas, esperando hallar una salida. Lancé mi mochila con las pertenencias que me estorbaban hacia una parte elevada, donde el agua no le pudiese arrastrar. Con cada paso, la pierna izquierda se movía un poco más de su lugar, aún si intentaba cojear o apoyarme de las paredes húmedas. Caí un par de veces, y un par de veces sentí un infierno que me tentaba con buscar una piedra afilada y cortarme aquella extremidad. Pero esos eran solo pensamientos invasivos.

Conforme avanzaba, el agua subía de nivel, y así también la temperatura, pensando que pronto llegaría a una zona donde me fuera imposible sobrevivir, pero que más podía hacer sino seguir caminando por aquel camino de halita que colgaba del techo y crecía de las partes altas del suelo, donde no llegaba el agua, pero tampoco yo con una pierna rota. Alguna vez escuché que en las minas de sal, la temperatura tiende a subir hasta unos 60°, y bien podía ser este el caso, pero probablemente exageraba, y fueran mis delirios por la falta de agua potable.  Quería sentarme, pero el agua en ese punto llegaba por encima de la rodilla, y el dolor podía hacer que no me levantase más. Contaba los pasos, me decía que al llegar a 2500 ya debía encontrar algo, y así también creía contar el tiempo, a fin de mantenerme racional, sentir que seguía esperando algo, pero cuando la cuarta hora llegó, hubo un acuerdo general entre mi instinto y mi razón.

Y así, me desplomé en el agua, la cual en ese punto me llegaba al cuello, teniendo que levantar la barbilla para evitar que se me filtrase por la boca. Debo admitir que fue relajante. El agua tibia estaba liberando la tensión de mis músculos y mi pierna dejó de crujir mientras disminuía su pálpito hasta quedarme solo con el de mis latidos. Pero, lo verdaderamente relajante había sido darme por vencido, dejarme a ser víctima de cualquier depredador, si es que existía algo así. Imaginaba a alguna clase de mamífero sin pelaje y de fauces tan largas como mi brazo, viniendo tras el charco rojo que se esparcía alrededor de mi pantalón. No había nada con esa descripción, pero si pequeños peces que se aglomeraban alrededor de mí, causando apenas un cosquilleo. Después de mantener la calma durante un par de minutos, di un manotazo dentro del agua y pude atrapar a uno de los pequeños peces, el cual, de tener fuego, pudo haber sido mi cena de esa noche.

Llegué a considerar que aquí abajo no se estaba tan mal, que, de no ser por la pierna rota, podría pasar el resto de mis días encerrado en aquel paraje imposible entre el calor y la humedad. Pronto entendería que la razón de que la visión fuera tan mala, era debido a la neblina generada por el choque térmico que se propiciaba unos metros adelante. Si el agua se evaporaba, era probable que solo aumentase más y más la temperatura. Lo había confirmado, no había salida, pero ¿por qué pensar en ello? ¿No me había dado por vencido acaso? Quizás fuera un mero vestigio de instinto de supervivencia.

Empecé a llorar insaciablemente. No quería morir. No así. Había mucho que todavía tenía por hacer, como casarme, publicar un libro, o bien fuera abrazar a mi familia, pero rara vez, uno tiene la libertad de irse en sus términos. Quizás si hubiera sido más ambicioso, mis condiciones fueran otras, y como de no haberme rendido en otras cosas evitasen que lo hiciese ahora. Las ideas de vidas paralelas donde tenía una casa modesta, un auto, mujer e hijos, viviendo una vida sencilla, o donde recorriese el mundo tomando trabajos de medio tiempo para sobrevivir, eran cosas que así como llegaban, se esfumaban por el bien de mi sanidad. Entonces volvía al silencio y a sentir alivio, sintiendo el agua entre mis manos y como parecía que había dejado de empapar mis ropas, pero era solo que ya me había habituado a sentirles hundidas. A veces, me relajaba tanto, que el agua empezaba a filtrarse por la boca, y empezaba a escupir sin parar. A pesar de ser un cuerpo de agua lejano a cualquier mar, el agua era salada. En otras circunstancias, aquí habría una mina de sal.

“Aquí es donde iba a morir” pensé innumerables veces, hasta que la idea se planteó tanto en mi cabeza, que no fue sino una realidad. Fue entonces que empecé a darme cuenta. No era solo que me relajase y me dejase caer al abismo que era aquella agua misteriosa, sino que su marea estaba subiendo. Me pregunté si es que acaso eso era posible en un cuerpo de agua dulce, pues si bien no cuadraba con su sabor, cierto era que el mar se encontraba por lo menos a una decena de kilómetros. Primero recorrió mi cuello hasta llegar a la altura de mi quijada, donde en un vaivén casi hipnótico, llegó a rozar mis labios.

En ese momento lo comprendí.

Nadie puede esperar a la muerte.

Entonces, intenté volver a levantarme, pero una y otra vez, el dolor me lo impedía, hasta que finalmente tuve éxito al sentir como el hueso trataba de perforar la carne y soltaba un grito que hacía eco a través de las paredes de aquella caverna. Poco después fui consciente de las sanguijuelas anclada a mis piernas, pero fuera de la repugnancia de su tacto al removerlas, no pude sentir aquel dolor. Al tomar la tercera, y en un arranque de ira, la estrujé al punto de reventarle, y mi sangre rodaba por mi mano, y aquella me incitaba a probarle, invadido por la deshidratación, el desespero y... Eso era.

Estaba enloqueciendo.

 Empecé a caminar, pero esta ocasión era diferente, sentía tener una dirección, y era regresando en mis pasos, hacia la mochila que había dejado en la entrada, había recordado que había algo ahí que me podía ser de mucha utilidad en esa situación. En ese momento, y si bien no se notaba mucho en la iluminación, sabía que era de noche. Lo sabía por el agua que me llegaba a la cintura, por la tranquilidad de las aguas, y el cansancio que cada vez atentaba con tomar el control de mi cuerpo.

Finalmente, mi pierna dejó de quejarse, guiado ciegamente por un alivio que podría encontrar en mi maleta, esperando que el agua no le hubiese estropeado. Contaba los pasos como en el inicio, pero llegué al numero de pasos contados la primera vez y aún no había rastro de aquel camino que había dejado en un comienzo, donde yacían mis pertenencias. A fin de calmar mis ansias, me hice a la idea que mis pasos ahora eran más pequeños a costa de la fatiga, o que acaso había estado contando de más. Afortunadamente, y unos metros más adelante, pude ver mi maleta, aún intacta. Era claro que no había nadie más ahí.

Rompí una de las estalagmitas a mi alrededor y con ella, logré jalar la mochila hacia mí, cayendo estrepitosamente en el agua y causando un eco que bien pudo haber levantado a cualquier ser vivo en la caverna. La levanté de inmediato, esperando que la humedad y el agua no hubiesen dañado lo que había venido a buscar, pero ahí estaba, intacta todavía.

No pude evitar acariciarle, y aún en la oscuridad, le miraba fijamente, y su reflejo apenas visible en el agua. Estaba fría, más rígida que nunca. Temía no tener la fuerza para activarle, pero sabía que las tenía, que un ultimo esfuerzo valdría la pena. Le tomé entonces con mi mano derecha, y la coloqué sobre mi sien, pero apenas habiendo acumulado mi determinación, noté un reflejo en una de las paredes, y después en mi rostro, seguido de una voz que gritaba mi nombre, y agradecía haberme encontrado, que la pesadilla había acabado y que lamentaba la demora.

Pero ya era tarde para mí.

Así que apreté el gatillo.