Era un verano del noventa y nueve y la escuela estaba por terminar, mientras que los cines se preparaban con Matrix en cartelera y un “próximamente” de La amenaza fantasma, American Pie y La momia, y, si bien no solía ir al cine seguido, parecía una buena época para comenzar.
Por ese entonces, me dedicaba únicamente a salir con los
compañeros del colegio a casa de Quique, quien vivía a las afueras de la
ciudad. ¿Y por qué tomar un camino de casi una hora para reunirse cuando todos
los demás vivíamos por la zona? Era simple, Quique tenía piscina y una cuatri moto
en la cual nos subíamos de hasta cuatro para pasar por las rancherías
colindantes a su fraccionamiento.
Yo no manejaba, ni sabía nadar, pero de alguna forma, sabía
que ese lugar era increíble, y cada salida terminaba con su propia anécdota,
como aquella vez que topamos con un toro que había escapado del corral o cuando
descendimos hacia la fosa que había atrás del vecindario con más de diez metros
de profundidad. Pero ahí abajo no había más que arena, insectos y ramas. Sin
embargo, quisiera hablar de aquella que se había mantenido latente en mi
memoria, la de una chica llamada Magnolia Solares. A mis apenas nueve años, era
un niño ya bastante precoz, víctima de una generación que normalizaba el sexo y
el alcohol desde temprana edad, sin saber exactamente lo que eso conllevaba.
Somos la generación de los padres divorciados, y los adictos al crack.
Manuel y Oscar ya habían saltado hacia la piscina, mientras
que Rivera molestaba con una toalla a Quique, antes de seguirles. Decidí
esperar al dueño de la piscina, principalmente porque temía que Manuel
intentase tirarme a la zona profunda, un miedo para nada infundado considerando
los antecedentes de nuestra relación. Quique había sido llamado por su madre
para saludar a una de sus amigas, quien iba acompañada de su hija, una joven de
ojos de jade y una piel tan delicada que rápidamente tornaba al rojo al
contacto con el Sol de Junio. Presentía que aún de ser invierno, el rojo de sus
mejillas no desaparecería, y que, de ser su escuela tan vulgar como la mía,
mínimo se ganaría el apodo de tomate. Llevaba un tutu rosa de sus clases de
ballet y medía unos diez centímetros más que yo, tan solo un poco más de lo
normal. Las niñas siempre crecen más rápido.
Y mientras Quique buscaba que la conversa terminase para
poder irse, yo quería lo contrario, y quedarme mirando a ese ángel hecho tomate
que fruncía el ceño por el Sol e hinchaba las mejillas en señal de reproche por
la incomodidad, mientras que yo me refugiaba del mismo y también de su mirar,
agachado justo detrás de la panza de Quique. El Sol terminó por ganar la
batalla, y finalmente madre e hija se subieron a su auto.
Lo primero que hice por supuesto fue preguntar su nombre.
Quique no parecía interesado en ella, hecho que atribuí a su falta de interés
por el sexo opuesto. A esa edad, era mejor pensar en una piscina con amigos, en
lanzar a alguien por sorpresa, aún queríamos ser niños de verdad. Pero yo no
quería nada de eso, solo quería imaginar que me acercaba a Magnolia con una
sombrilla y le invitaba a sentarse en el jardín de la casa, mientras le
convidaba una limonada y le decía como de profundo había clavado sus ojos
verdes en mí. Entre mis delirios, su
nombre encontró mi boca, y así mi pequeño lugar secreto fue abierto al público,
siendo objeto de burlas durante las próximas dos semanas entre los chicos, y
sin embargo, no es por eso que le recordaba hasta ahora.
Mi mente divagaba sobre el encanto de Magnolia oculto en el
ambiente perfecto, en un lugar sin bochorno ni frío, en el clima idóneo donde
sus mejillas fueran finalmente blancas, con ese tenue dorado que caía tras sus
orejas y recordaba al lino de las cortinas por la tarde mientras es llevado por
la brisa. Aquella noche tuve mi primer sueño de ese tipo, y es quizás por eso,
que aún sin volver a ver a Magnolia, siempre estuvo presente en mis
pensamientos.
La primera vez nunca se olvida.
En el sueño era de noche y la casa pudo ser cualquiera
sacada de un vecindario americano. Mis padres salían de la ciudad para asistir
a una boda y dejaban a una chica encantadora y de piel blanca como la nieve a
cargo de mi hermano, de apenas dos años de edad. El primer impulso de un niño
es protestar por tener a una chica de su misma edad haciendo lo que uno puede
hacer. Pero indudablemente, me era difícil mirar a aquella joven de ojos grandes
y labios tan perfectos como las constelaciones, mientras que se remangaba su
camisa leñadora de cuadros para lavar los trastes. El niño veía la tele y yo
veía la silueta de aquella joven de espaldas, contando los movimientos de su
paleta derecha con cada tallada que daba a los platos, mirando ese movimiento
mecánico de su mano extendiéndose para dejarlo en el escurridor, y mientras más
le veía, más sentía estar haciendo algo incorrecto.
Sin previo aviso volteó y me dijo que iba a bañar a mi
hermano, y si le podía ayudar a desvestirlo. Nuevamente mi lado infantil salía
a relucir, alegando como de útil podía ser su estancia si es que yo debía de
ayudarle. Cuando regresé con mi hermano entre brazos casi lo soltaba de la
impresión. Se encontraba nuevamente de espaldas, pero su ropa yacía encima de
la barra, mientras se agarraba el pelo y llenaba una pequeña tina en medio de
la cocina, donde pensaba bañarse con el niño. Ella no mostraba vergüenza, ni
preocupación por mi mirada escrutadora que no entendía de privacidad, todo era
curiosidad.
Ella siguió y empezó
a bañarle, apenas agachándose para alcanzar al niño, mientras sus pequeños
pechos rosados colgaban al aire y sus lánguidos hombros se encogían, y enfatizaban
sus clavículas. De un momento a otro, me encontraba también desnudo en la
cocina, argumentando que también quería bañarme, pero justo al estar en frente
suyo, y ver sus labios a la altura de mis ojos, en lugar de eso la empujé, saliéndose
por un momento de la tina, arrinconándola hasta el fregadero, donde la abrazaba
fuertemente, sintiendo aún hasta hoy como se palpaba la humedad que recorría su
espalda, y como mis brazos se encontraban ahí detrás, más cerca que nunca ante
lo esbelta que era su figura, y mientras que desconocía el mismo concepto de lo
que pretendía hacer, mi cuerpo me ofrecía una pista, mientras que el calor me
recorría hasta ahí donde suelen esconderse las ladillas.
Ella no decía nada, y tampoco hacía falta.
Hace unos meses la volví a encontrar, pero no en casa de
Quique, a quien hace años no veía. Esta vez fue por la calle, mientras tomaba
un café en una reunión de trabajo, con las personas que veía a diario los
últimos dos años. Ella caminaba por el otro lado de la acera y lucía unas sandalias
blancas, un sombrero veraniego y una blusa de flores y hombros descubiertos.
Seguía siendo alta y parecía haber llevado una vida provista de comodidades
suficientes para cuidar su piel, la cual ya no se coloraba, volviéndose de un
saludable color dorado donde las sombras terminaban. Y aunque era la mujer más
bella de todo el vecindario y el objeto de mis delirios durante los últimos
veinte años, en mi mente, esa ocasión, no me invadía la perversión ni el
fantaseo ocasional de invitarle a un café para acabar en matrimonio, sino un
razonamiento a mi sueño que por fin parecía listo para abandonarme.
Aquella no era Magnolia.
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