jueves, 30 de noviembre de 2023

Albedríos de ultramar.

 Albedríos de ultramar,

amoríos de ultratumba,

cala fuerte penetrar 

los confines de mi muda,

de la piel que cae

sin el mar que empuja

la tierra a tus pies

y al cielo que suda

rozando mi sien

con luz penumbra.


Abro y miro sin mirar,

cierro y cavo la tumba,

porque voy a contemplar

otra vez la piel desnuda,

del color que pinta

la hoz que astuta

me mira sin mirar

y termina por hacer

labor nocturna.


Soy esbirro de la mar,

perdido en una duda

si acaso fui hombre

por vivir con furia

o por no pedir ayuda,

apaleado capitán

navegando sin ruta.



miércoles, 29 de noviembre de 2023

Malos hábitos.

Creo que todos pasamos por una etapa en la infancia donde adoptamos hábitos que en la adultez nos daría vergüenza mencionar o incluso, intentamos enterrar en el olvido. Algunos comían lodo, otros se escondían para empuñar los ojos y otros no tan afortunados, les gustaba jugar con los contactos. Sin ser una excepción a esto, acogí el insalubre hábito de contar hasta cinco cuando algo de comida caía al suelo, alegando que los otros niños hablaban de una regla de los cinco segundos. En ese entonces, las voces de los amigos eran tan verídicas como la de los padres, y así creí, que pasados cinco segundos, el diablo chuparía la comida y se volvería entonces, completamente inservible. 

La primera vez que me atraparon realizando dicho ritual, mi madre me tomó de la muñeca, dándome de manotazos hasta haber soltado la comida, y entre reproches, alegó que aquello era una idea burda y sin sentido, y que una vez en el suelo la comida, su única parada debía ser el basurero. Pero los niños no entienden tan fácilmente, y así cada vez que algo caía al suelo, y no hubiese nadie cerca, contaba hasta cinco para saber si era conveniente dar o no otro bocado. Claro que había otros factores, como ver si no había cogido alguna basura o cabello del suelo, razón por la cual siempre revisaba minuciosamente como segundo filtro de seguridad.

Cada vez contaba más lento, y esos cinco segundos bien podrían hacerse diez, hasta el punto en que tan solo me engañaba a medias, dejándome con la inspección visual y el recelo de que en alguna otra parte del mundo existiría un niño a quien no le importase terminar esa comida. Hacía años también que no pisaba una iglesia, y bien la creencia de un señor del mal empezaba a sonar risible.

Sin embargo, y como todo niño, hubo un día en el que dejé atrás mis malos hábitos. Y si bien, para la mayoría es un momento inmemorable, en mi quedó marcado como una cicatriz que a mi alma dejó hendida. Pasó entonces que recién abría un emparedado que mi madre me había preparado para el almuerzo en la escuela. Al remover su envoltura de papel, este resbaló de mis manos, cayendo directamente al suelo del salón de clases. Conté hasta cinco en razón de 2 a 1, y en el cuatro me detuve, revisando como siempre si no había adquirido algún extra del piso, más en un súbito descubrimiento, arrojé el emparedado por los aires mientras que retrocedía aún sentado hasta la esquina del aula, consternado por mi hallazgo. Conforme me fui calmando, nuevamente me acerqué hasta el alimento, y con cada movimiento mi corazón aumentaba su pálpito, deseando haber sido engañado por mi vista. Así inspeccioné nuevamente, tomándome apenas un segundo comprobar que tenía razón, que no lo había imaginado, que el emparedado ahora tenía una marca de mordida, y donde estuviesen los caninos, la marca perforaba de extremo a extremo del pan.

martes, 28 de noviembre de 2023

El último abrazo.

 Y como augurado por los paranoicos de las teorías de conspiración, el final de la raza humana llegó a manos de una inteligencia artificial, pero contrario a lo que se esperaba, no hubo intenciones de traición hacia la humanidad o siquiera un desacato a sus ordenes en el desarrollo de este suceso.

Todo comenzó con la creación definitiva del ser humano, llevada a cabo por un genio de la computación, Isaac Valmuth, quien rápidamente se convertiría en el hombre más buscado del mundo. Como si fuese una competencia, los gobiernos de todos los países dieron caza furtiva a Valmuth, al haber hackeado todas las bases de datos de los gobiernos mundiales para la memoria de su inteligencia artificial, en otras palabras, el conocimiento de la humanidad.

Así, el día de su aprehensión, su proyecto de vida fue lanzado al mundo, fusionándose con todas las redes de comunicación mundiales como si de un virus masivo se tratase. En las pantallas de todos los aparatos electrónicos, apareció un holograma humanoide que se hizo llamar "Adepto", el cual se ofreció a dar solución a todos los problemas que tenía la humanidad.

La primera petición, como salida de la boca de un niño, fue la paz mundial. Adepto aceptó la petición y entonces, tomó control de todas los sistemas de gobierno y de sus sistemas de defensa, pues conocía todo los programas de protección de datos, al formar parte de su propio sistema. Sin embargo, la proeza más grande, fue el sistema "Pacto de no agresión", el cual consistía en campos electromagnéticos que se activaban al percibir cualquier riesgo que atentase contra la integridad física de los individuos, haciendo prácticamente imposible los actos de violencia. La gente, se divertía con el Pacto de no agresión, amenazándose con palos y cuchillos, y viendo como rebotaban de manera completamente segura en el aire. Sin embargo, si alguien caía accidentalmente, el sistema no se activaba, al no haber intenciones de agresión.

Por eso, la segunda petición fue la inmortalidad del hombre, y si bien imposible aparentemente con el conocimiento de la humanidad, no así a su conjunto, pues con los trabajos de investigación de diversas universidades, y el uso de distintas industrias farmacéuticas alrededor del mundo, dio creación a una vacuna que se esparcía por medio del aire y que únicamente afectaba al ser humano. A través del sistema respiratorio, se absorbía el fármaco que permitía la regeneración celular de manera casi infinita, la cual a su vez, curó todas las enfermedades del mundo y rejuveneció a los ancianos hasta la primavera de su juventud. 

La tercera petición fue acabar con la hambruna, y esta fue tan sencilla, que del suelo empezaron a crecer alimentos modificados genéticamente que poblaron el mundo a medida de su población, y nunca más se habló de supervivencia en el mundo.

La gente, emocionada por las posibilidades infinitas, empezó a pedir a la Inteligencia Artificial un sin número banalidades como bienes materiales, belleza, e incluso la satisfacción de sus deseos más íntimos. Y mientras nada de esto rompiese las tres leyes de la robótica, Adepto cumplía sin titubear a cada una de las millones de peticiones que recibía cada día.

Pronto, el ser humano se halló sin trabajo ni obligaciones, pues todo lo requerido para su sustento era provisto por Adepto, como si una gran madre cuidase a sus siete billones de hijos. Las mujeres se embarazaban con mayor frecuencia y fuera su decisión el aborto o tenerlo, el proceso ahora era indoloro e instantáneo. Entonces, dejó de haber espacio suficiente para tantas personas en el mundo, y pidieron poder habitar otros planetas, y así fue que hicieron, y luego otras galaxias, y pudo haber continuado así, de no ser por un deseo absurdo que llegó a los receptores de Adepto, por parte de un niño que, desprovisto de figuras paternas, tomó gran cariño a la inteligencia artificial. Este, en su pobre inocencia, pidió que Adepto se volviese humano, y con el conocimiento posible para hacerlo, se tornó de carne y hueso, dejando a un lado sus otras funciones, y dejando sin sustento al resto de seres humanos. Y mientras el niño se hundía en los brazos de su padre, la humanidad se hundía en incompetencia y penurias de una existencia que había olvidado incluso como dar un paso.



lunes, 27 de noviembre de 2023

Ronald.

En la pescadería de la Avenida Millet, se vendían los mariscos más frescos del pueblo. Era un negocio que llevaba un solo hombre, un hombre del mar que solía salir desde las cuatro de la mañana a surcar las aguas para a las diez de la mañana ofrecer una gran variedad de pescados, camarones y ostras. El secreto de su éxito, consistía en un lugar de pesca desconocido por el resto, cerca de las costas de unas de las islas vírgenes cercanas. Ahí, el agua se tornaba cristalina y la arena era fina como el polvo de harina procesado. El pescador estaba casi en sus cuarentas, pero el trabajo diario lo mantenía en forma, y al ser vendedor, mantenía cierta presentación ante el público, pero eso era una verdad a medias. En realidad, se había quedado prendido de una de las hijas del panadero, Rebecca, a quien siempre mandaban a comprar bacalao para comer los jueves a gusto de su padre. A pesar de su porte sencillo, y de su rostro de rasgos comunes, la hija aún soltera del panadero poseía una personalidad radiante que reflejaba en una sonrisa por demás sincera y juguetona. De lejos que no era la mujer más bella del pueblo, pero fácilmente robaba las miradas curiosas de los hombres. 

El pescador odiaba vender bacalao, era demasiado oloroso y requería un lugar especial para secarlo y que no arruinase la experiencia de la gente al pasar. Desde que la hija del panadero vino por primera vez a comprar, el dedicaba un día a la semana tan solo para pescar bacalao. A veces no le apetecía, y tan solo pescaba el mínimo que ella compraría, pero ahí, como cada jueves, uno podía ver era el día del bacalao. Esa mañana, el pescador se bañaba recién terminaba de alistar el local y usaba lociones de almizcle que contrarrestasen en lo posible el aroma fuerte del pescado. Siempre por eso de las once, llegaba la hija del panadero con su canasta y su sonrisa, pedía lo mismo y siempre recibía de más. Cuando ella intentaba rechistar, el pescador le decía que eso era porque era lo último, y era preferible a que se fuese a desperdiciar. Tenía unos diez años menos que él, aunque con edad suficiente para sentar cabeza, cosa que nunca pasó. Se había comprometido de joven con un hombre de la alta sociedad, pero este murió de una enfermedad congénita, de la cual nadie quiso hablar. También, era sabido que había salido con un noble de un país vecino, pero tan pronto como había venido, así desapareció. Por eso era mal vista por el pueblo, por tentar a hombres de buena cuna, y a pesar de su radiante sonrisa, a nadie parecía agradar su presencia. Solo el pescador, que aún con cortesía, cruzaba unas cuantas palabras con ella, buscando verla sonreír, que bien valía más que cualquier centavo perdido.

Pasaba las noches imaginando llevarla a aquella isla, y verla jugar con la arena entre sus dedos, y el beso del mar llegando a sus rodillas, rodeada de aquellos pequeños peces de colores que siempre liberaba de sus redes. Pensaba si acaso una red tan grande podría atraparla a ella, aunque en el fondo sabía que ahora él era el captivo.

Habían pasado cuatro meses, cuando la hija del panadero dejó de llegar a la pescadería. Al principio, el pescador supuso que pudo haber enfermado, pero las semanas pasaron y al cumplirse la cuarta, decidió  acercarse  a la panadería, encontrándose al llegar con que el local había cerrado, mostrando señales de abandono desde hacía un tiempo. Consternado, preguntó a los vecinos que había pasado con el panadero y su familia, a lo que le respondieron que habían migrado a la ciudad que quedaba en el valle, a medio día de viaje de allí. El pescador no lo pensó. Empacó sus cosas, cerró el local, y se dirigió hacia la Ciudad del Valle, donde se encontraba la capital y el palacio del rey. Movido por los rastros de su pasión, llegó en menos del tiempo requerido, y no bien había encontrado un lugar donde quedarse a pasar la noche, rondó por las calles en busca de su amada hasta al anochecer, y así hizo durante los dos siguientes días, hasta que tuvo noticia de la nueva panadería que habían abierto cerca del río. No era difícil de encontrar, ya que el río era corto y el único cuerpo de agua de todo el valle y topó entonces con un cálido edificio que inundaba de aroma las narices de los transeúntes. Ahí se encontraba Rebecca, quien cordialmente recibía a los clientes con la hermosa sonrisa que procuraba traer siempre consigo.

El pescador entonces, volvió al hostal, se bañó y puso sus mejores ropas, agregando sus fuertes fragancias y afeitándose ese descuido de barba. Pasó por la florería y compró un ramo de tulipanes rojos, blancos y rosas. Caminó firme todo el camino hasta donde se hallaba, pasando finalmente por el puente que dividía de extremo a extremo el río y en el contempló casi por inercia el panorama, la ciudad donde los coches pasaban de extremo a extremo como si formasen parte del paisaje, las montañas que se divisaban detrás de las casas, y el río tan pequeño, que era imposible pescar en este. El pálpito de su corazón disminuyó lentamente, plantando sus pies al puente. Aquí no sería más pescador, y entonces ¿Qué le quedaba?

El pescador había pensado llevársela consigo, pero desde la ventana de la panadería, le veía sonreír más que nunca, más sincera, libre de los prejuicios del pueblo, sabiendo que volviendo al pueblo, ella dejaría de ser Rebecca, y volvería a ser la hija soltera del panadero, para luego ser la esposa del pescador y enterrar a Rebecca en el olvido.

Entró a la panadería, tomo una hogaza, y se dirigió hasta donde Rebecca estaba. Ella preguntó si acaso le conocía de alguna otra parte, extrañada por el porte tan limpio del hombre.

"Aquí no soy nadie, y de donde soy me conocen por mi trabajo, pero espero algún día ser Ronald".



viernes, 24 de noviembre de 2023

La bandera de humo.

Viví la última época del auge del tabaco. En ese entonces, los restaurantes de espacios cerrados se hallaban repletos de letreros de "no fumar", pero con tal de no perder clientes, solían colocar un par de mesas en la acera o cerca del jardín, donde los fumadores pudiesen seguir su banal hábito, molestando en ocasiones a los transeúntes y a los comensales que habían elegido sus asientos solo por la vista. Yo era apenas un adulto, pero me había encariñado con el vicio, sintiéndome mayor, como si no fueran a pedirme más la identificación en los bares, o llamase la atención de las jovencitas que conocían un poco menos del mundo que yo. Alguna vez crucé miradas, pero nada más.

El departamento era una bomba de humo, donde la alfombra escondía las cenizas y los ceniceros se mantenían siempre llenos. Dos de cada tres amigos fumaban, por lo menos para socializar, pero eso no era lo mío. 

Recuerdo que al entrar en la universidad, un amigo me enseñó tan solo por tener alguien que le acompañase durante los recesos, pero nunca agarré el gusto, aceptando únicamente los cigarrillos de cortesía. El gusto lo adquirí un día cuando Diana había venido de visita. Hacía un año que no la veía, aunque no podía sacarme de la mente la fragilidad de su cuerpo, las hebras de oro que eran su pelo ni aquellos ojos verdes de muñeca. En ese entonces, eso bastaba para despertar mis intereses y bien podía ignorar el hecho de que en realidad, poco o nada teníamos en común. Así, me decidí a hablarle, citándole en el Centro Histórico de la ciudad, y aún con su agenda tan ocupada, aceptó por vernos esa noche. 

Confiado entonces del reloj, empecé a alistarme una hora antes, mientras afuera empezaba a atronar una tormenta que terminaría por saturar las vías de la ciudad. Por más rápido que intenté salir de casa y tomar el primer taxi hacia el Centro, llegué veinte minutos después de lo acordado. Busqué con desespero pero no hallé su cara entre la multitud, por lo que decidí calmarme y esperar un poco más, haciéndome debajo de un tejado.. La lluvia había calmado, pero no tenía manera de hablarle, mi teléfono estaba muerto. Pasaron diez, quince, y luego treinta minutos, pero Diana nunca llegó. 

Vencido entonces, frente a mí apareció alguien que siempre había estado, un vendedor ambulante que con apenas una bolsa de plástico encima suyo, enfrentaba la lluvia para seguir vendiendo. Me acerqué a él y le pregunté por un cigarrillo, a lo que asintió, ofreciéndome distintas marcas y luego fuego. Encima mío, el agua seguía cayendo, pero el tabaco se mantuvo seco aún en mis labios, mientras que me sentaba en una de las jardineras y sentía como el humo, así como mi desgracia, entraba y salía de mi cuerpo. 

Desde entonces, fumaba siempre que estaba deprimido o frustrado, y comenzaron así dos años de depresión crónica, que empezaba con mi desayuno, y se repetía unos tres veces más al día. En ese entonces, una cajetilla costaba entre $40.00 y $45.00, pero cuando no alcanzaba, compraba los de $28.00 que en realidad no sabían a nada. Bien podía ser aserrín pero no importaba, mas que tener algo en la boca.  Solía exceder la dosis cuando había whisky, y las veces que salía con alguna mujer, las cuales fueron contadas. Probé también los puros, pero eran más de lo que un estudiante podía costear recurrentemente.

Después claro, llegó el Coronavirus y la era del cubrebocas, y entonces desaparecieron las áreas de fumadores, y también los vendedores ambulantes de cigarro. También subieron los precios de manera absurda, y bueno, a falta de empleo, tuve que conformarme con el alcohol, recortando así el cigarro para los encuentros sociales y la depresión para cuando me encuentro en algún rincón del pecho, lo que no ha pasado en los últimos tres años.

Ahora cada que veo a un fumador en la calle, empiezo a toser y a cubrirme la nariz, pero jamás me atrevería a reprocharle por seguir fiel a su deseada causa de muerte. Que ice la bandera de aquella nación derruida de la cual alguna vez fui ciudadano, que canten ese himno desafinado y áspero mientras saludan al lábaro patrio con su mano izquierda en el pulmón, pues en la derecha llevan su cigarro.


miércoles, 22 de noviembre de 2023

La no-vida.

 Un día, desperté con la súbita revelación de que había muerto. No es que hubiese cambiado algo en mi apariencia, o que acaso mi razonamiento hubiese dejado de funcionar, pero era más la premonición de que, a pesar de lo que conocemos de la naturaleza, yo debí haber fallecido. 

El primer síntoma fue el desdén por salir de cama, sintiendo como si cualquier propósito por encontrar fuera de ella resultase ajeno a mis intereses. Sin embargo, fui levantado por la fuerza y llevado abajo a desayunar, donde nuevamente la premonición se hizo notoria, evitando que pudiese tragar cualquier alimento. Al salir de casa para tomar el transporte público, pasé tres semáforos en rojo sin la mínima advertencia de peligro. Parecía como si el sentido común hubiese abandonado mi cuerpo, y al llegar al trabajo, me vi incapaz de realizar ninguna actividad a pesar del mal genio de mi jefe que amenazó por correrme. Terminé con un acta con mi nombre y el resto del día libre, sobreviviendo nuevamente en el camino de regreso, mirando con detenimiento el malecón, que mostraba un mar de lo más anómalo. Carecía de oleaje, como la percepción de un lago. Caminé hacia él, y terminé metiéndome por completo en su profundidad, pero nunca surgió la necesidad de respirar o siquiera la sensación de ahogo. Bien pensé podría haberme convertido en un espíritu, pero no justificaba el porque de mi convivir con el resto de personas que me rodearon. Por primera vez en todo el día sentí algo: curiosidad.

Así, y durante el paso de un par de días, me encontraba revisando este mundo nuevo en el que habitaba, donde ahora no soplaba el viento, no salía la luna y donde no hacía falta satisfacer ninguna necesidad. Intenté cortar mis venas, envenenarme y también la autoinmolación, pero sin resultado aparente. Era en todo sentido, inmortal. Sin embargo, seguía sin consentir motivación alguna, más allá que la curiosidad, misma que me llevó a investigar si acaso había otros como yo, casos similares, o cuando menos, algún indicio de que efectivamente, todo esto era real.

En foros, expuse mi caso, pero nadie respondió. Luego me dirigí a un centro de investigación pero nadie se animó a realizar experimentos tachables de inmoralidad. Irónicamente, ese era el límite de su ambición y la mía, tan nula, nunca tuvo intención de rechistar. Dejé de llegar a casa y me dediqué a vagar por los parajes que en vida nunca me atreví a visitar, exploré la selva aunque sin suerte de divisar a algún animal, asustados por la esencia de mi no existir, lo cual encontré alentador y demostraba que aún conservaba ápice de mi cordura y razón por mi sentir anormal. He de admitir, que me tiré en la tierra durante un par de días, esperando llegase algo parecido al final, pero esto nunca pasó. Caso contrario, volví a sentir algo, frustración.

Me desprendí de la tierra y de la basura de las copas de los árboles que había caído sobre mí. Debajo mío, el suelo había perdido su fertilidad, volviéndose en un tono ocre y seco. Empecé a caminar, y pronto empecé a correr, mis piernas no mostraban señal de entumecimiento ni tampoco cansancio. Había perdido razón de noche y día, del sueño, y pronto también la moralidad, empezando a deambular desnudo, destruyendo todo y todos los que veía a mi paso. Destruir es una palabra que toma menos significado cuando se entiende que la única diferencia entre una piedra y un hombre radica en el rango de ruido que genera. No solía durar mucho tiempo en las ciudades, prefería mantenerme en constante movimiento y sin dejar rastro de lo que bien podría ser calificado como atrocidades. No era siquiera divertido, pero nadie se molesta por pisar una hormiga, y ahora el mundo no era más que un hormiguero. Llegué a pensar entonces, si acaso, esto era alcanzar la divinidad.

De repente, escuché un sonido que no estaba cerca ni lejos, como si proviniese de mi interior y se materializase en el mundo, a la distancia, más allá de donde siquiera pudiesen percibir lo que alguna vez fueron mis ojos. Por primera vez, en una eternidad sentí algo nuevo, y tan escasa mi razón como mi consciencia, decidí encaminarme a buscar el origen del sonido. Volví sobre mis pasos, o al menos esa sensación me daba, pues me había vuelto incapaz de reconocer los patrones en el entorno. Percibí nuevamente los árboles impermutables, el mar estático y sin vida, y el Sol permanente que a nadie parecía importar, hasta que finalmente, llegué al cementerio cercano a donde solía estar mi casa. Ahí estaban mis padres, mis hermanos, y muchos otros nombres que en mi vida conocí jamás, pero con quienes parecía compartir línea de sangre. Finalmente, y en una esquina algo descuidada, yacía una tumba con mi nombre, algo más como una formalidad probablemente, tras haber desaparecido durante tanto tiempo. El sonido entonces saturaba mis oídos, y sobre mí apareció una figura antropomórfica en una capucha negra y de rostro reducido, que de mostrar interés en su mirada, hubiese encontrado el vacío, pero también remordimiento. Parecía levitar encima mío, y su sombra se expandía por cada tumba, por cada cuerpo que desde el entierro no le veían, pues era como todo lo que pasa solo una vez en vida, efímero y eterno.

La figura empezó a hablar, y entonces el ruido cesó como si el susurro de su voz fuera más estruendoso que mil animales salvajes rugiendo y gritando por su vida. Se disculpó entonces por el gran inconveniente de la larga existencia que había vivido, alegando que, efectivamente aquel día mientras reposaba en cama, ella llegaría a cosechar mi alma, pero hubo sufrido un retraso y al llegar, ya me encontraba lejos de casa. Ocupada en su agenda, decidió volver tiempo después, pero en los avernos del olvido fue dejado mi nombre, y si no fuera por un rayo de luz en su memoria, no hubiese siquiera hoy venido.

Me preguntó si acaso había disfrutado el tiempo extra ofrecido, a lo que alegué que la muerte era el único alivio verdadero en este mundo y que una muerte en vida no podía ser considerada inmortalidad si carecía de ápice de deseo. Durante un instante, pareció extrañada por mi declaración hasta que finalmente y como si hubiese tenido una revelación, dijo:

"Ahora queda claro, que el destino está escrito y quien decide por su propia mano maldecirlo, así hace hasta el entierro. Ven entonces, alma en pena mía, que aún si tu perdón no mereciese, prometo no habrá reencarnación en otra vida".

Y con esas palabras, mis manos tornó hacia mi garganta para cumplir mi último y verdadero deseo.


sábado, 18 de noviembre de 2023

Miss Hold Frog

 Hubo alguna vez una rana con sombrero, que andaba por los charcos de la época de lluvia, y arcos hacía en el agua turbia, mientras que un corcel por domar soñaba.

Vio entonces los nenúfares e hizo como si el más grande domara, pero un salto bastó para romperle y sola de nuevo la rana.

Visto el error cometido y dispuesta a seguir su propósito, buscó el pez más veloz en las cercanías del río. Un besugo apareció en el camino y su lengua pegó a sus rojas escamas, pero siendo tan rápido, la rana arrastró hasta haberle perdido.

Sola y herida la rana a su sombrero apretaba sus hilos, cuando un llavero se acercaba flotando por encima de la corriente del río. Llamado por el brillo y las piedras de colores, la rana saltó sobre él y sintió el rígido frío, se tambalearon las piedras y el agua mojaba sus orbes y feliz finalmente de domar un corcel de colores.

Pero vaya sorpresa, la rana atorada en las piedras, con el hilo del sombrero atrapándole, y río abajo hasta llegar dónde los hombres pescaban veloces. Vieron la rana y salvaron entonces, pero no sin antes grabarse la esencia de la rana y su pose.

Así la rana compartió destino con el corcel de varios colores, volviendo madera su elegante figura, el rojo del sombrero y su gran nombre, dónde visto desde lejos, parece domar aún los llaveros con porte.

jueves, 16 de noviembre de 2023

La serpiente bicéfala.

Se dice que cuando Hernán Cortés llegó a México, fue confundido con el Dios Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, cuya profecía auguraba su regreso en piel y carne para gobernar sobre los hombres. Moctezuma II así lo creyó, al ver como Cortés se las había apañado para ganar un par de batallas hasta su llegada a Tenochtitlán. No fue por ingenuidad en sí, sino superstición, al ser advenido por diversas señales que marcaban el final del reinado mexica, como lo fueron cometas, el incendio del templo de Huitzilopochtli y el desconocimiento de los caballos, asemejando a criaturas de dos cabezas cuando llevaban un jinete. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que el Tlatoani divergiera al hombre del mito, empezando a organizar a su gente ante la posible amenaza de los invasores. 

El factor decisivo de la conquista, sin embargo, radicó en confiar en Ixtlixóchitl, hijo del anterior Tlatoani, Nezahualpilli, a quien indirectamente Moctezuma había arrebatado el trono de Texcoco. Ixtlixóchitl vio la oportunidad de hacerse con el poder al aliarse con los españoles y, a pesar de la barrera del lenguaje, logró idear un plan para mostrar su apoyo a Cortés, así como el peligro inminente que corría; y así hizo llegar un obsequio, el cual consistía en una pieza de madera forrada de turquesa, ostras y caracol blanco, representando una serpiente bicéfala. Y mientras que Ixtlixóchitl buscaba transmitir el razonamiento de Moctezuma sobre la doble identidad del señor español, Cortés vio las aspiraciones de un hombre por gobernar a su lado, pensamiento que más tarde, llevaría al texcocano a las puertas de la muerte.




viernes, 10 de noviembre de 2023

Mentirilla blanca

En una ocasión, tuve el honor de conocer al famoso biólogo José Palizón, reconocido por sus aportes en materia de fauna silvestre de Sudamérica, abarcando de extremo a extremo el río Amazonas, y habiendo cruzado desde la Guajira hasta la Patagonia. Lo reconocí por las cicatrices de mordidas a cada lado de los brazos mientras que tomaba un café en un pequeño Negocio de Uxmal. Diferente a lo que mostraban las viejas fotos de los libros y los artículos dedicados a su persona en Internet, Palizón ahora portaba el pelo plateado y un par de lentes de gran aumento, que tan solo magnificaban la presencia de aquella acérrima figura quien más de una vez miró de frente a la muerte, y que ahora miraba tan solo la pantalla de su portátil, mientras escribía a duras penas en su teclado, víctima de los años y la artritis que ahora le invadía.

Lo saludé con cierta admiración, mientras me miraba algo extrañado y molesto, pero una vez que me presenté ante él y habiendo ofrecido invitarle el desayuno, accedió a una conversa bien intencionada. Ahí comenzó a contar sobre las 20 especies diferentes de serpientes que casi lo habían matado en distintas ocasiones, mostrando donde estaban ubicadas todas sus mordeduras, algunas no las mostró por la edad, y otras porque eran zonas decorosas. Pronto, se había ido entre las ramas de la conversa, y empezó a hablar sobre su familia,  llevaba quince años divorciado y cinco que no veía a sus hijos, pero se mantenía ocupado escribiendo, tratando de no pensar en la soledad que desde hace tiempo era aparentemente su única compañera. Busqué cambiar el tema y le pregunté sobre lo que estaba escribiendo ahora. 

Había abandonado la investigación, y ahora se dedicaba únicamente al desarrollo de libros de conocimiento general. 

"Claro, ahora es conocimiento general, pero hace 30 años, fueron descubrimientos insólitos", contaba con regocijo, orgulloso por sus aportes a su rama de estudio, y asegurando la valía de su vida con esos pequeños datos curiosos agregados a los grandes libros. Aprovechando la mejora de su ánimo, decidí preguntarle lo que lo llevó a ese estilo de vida, a lo que contestó que fue por una "mentirilla blanca".

"Cuando era niño, vivía en las cercanías de una zona boscosa. No era una reserva ni mucho menos, tan solo eran unos cuantos árboles que daban a un arroyo. No teníamos vecinos cerca, por lo que solía salir a explorar por mi cuenta, y jugar con los sapos, palomas y escarabajos que rondaban en las entre el pasto que a veces me llegaba al rostro. Un día, sin embargo, hallé algo que consideré un tesoro. Era el cráneo de un cánido, bastante limpio y acompañado solamente de unos cuantos huesos sueltos que habían quedado alrededor. Me dirigí donde mi padre para mostrárselo, y este me contó que hacía muchos años, solía haber zorros en esa zona, por lo que era probable que le perteneciese a alguno de ellos. Obviamente, se sentía como algo aún más especial de lo que ya creía que era, y así me dediqué a buscar en libros información de estos animales, y de muchos otros, hasta convertirme en el hombre que soy yo. 

Entonces ¿Dónde queda la mentirilla blanca?

Cuando fui al museo de historia natural, pude ver el cráneo de un zorro verdadero. Era más largo, sus dientes eran más grandes y la punta que daba al orificio nasal era de final convexo. El cráneo que tenía en casa no pertenecía a un zorro, sino a un perro. Luego de un tiempo atando cabos, recordé a mi perro Vico, el cual dos años antes de mi descubrimiento, se había quedado en casa mientras nosotros estábamos en un refugio por la tormenta que se avecinaba. Mis padres me dijeron que por ser un animal, habría conseguido escapar y buscar refugio por su cuenta, y uno siendo tan chiquilín, no se entera de muchas cosas.

Así que, en mi casa tengo a Vico, mi perro fiel, que me sigue guiando en esta tormenta."

Y con esa extravagante anécdota que lograba sacarle una carcajada contar, procedí a agradecerle su tiempo, pagué la cuenta y le estreché con suavidad aquella mano callosa, que ahora se hallaba temblorosa y sin fuerza. Me di la vuelta, y mientras salía del colorido local, me pregunté si acaso Vico lo seguiría guiando hasta la tumba, o si acaso todo fuese otra mentirilla blanca.


lunes, 6 de noviembre de 2023

Correspondiendo a Calipso

Entraron a ver el ultimo estreno en cartelera. Hacía un par de semanas que no se veían, pero bien podía ser ayer para ellos, su ánimo era sublime, como quien olvida que alguna vez estuvo solo. Solían trabajar así, soñando los días por venir, olvidándose el futuro si acaso no estuviese el otro ahí. A pesar de ello, eran amantes bastante moderados. Disfrutaban más la cama para tomar la siesta y las duchas eran momentos para estar a solas. Amaban su calma tanto como su estruendo y aún si durante las siguientes dos horas no fueran a mirarse a los ojos, el roce de sus manos bastaba para que fuese una experiencia inolvidable. Durante la mitad de la película eso bastó, hasta que en la escena de mayor suspenso, ella se aferró con fuerza a su brazo, y así duró el arrumaco, llegando al final del filme.

Cuando salieron, ella se quejó de la lampara del escenario que se vio en dos tomas, mientras que el se reía del pegamento en la barba del capitán. Les encantaba fijarse en los detalles, burlándose de todos menos de quien tenían a lado, pero más aún admirar lo bien hecho, y eso fue la escena donde en plena escena musical, la ninfa se elevaba siguiendo la melodía del acordeón, mientras que las tomas que giraban alrededor de su silueta parecían obedecer las mismas reglas, haciendo imposible no pensar en un cuerpo levitando sino fuera con esa canción.

Habían salido hacia la fría noche, donde el acomodo de un cuerpo contra el otro ignoraba las leyes de la física y la psicometría, caminando a la par como el mecanismo de un reloj, embelesados por el ronroneo de sus voces dictando amor incondicional entre palabrería sin sentido. Tanto igual pesaba el buenos días que los versos más profundos, tan improvisados como las sonrisas en sus rostros. Pasaron a comprar un par de crepas, que sirvieron para saciar el hambre, pero el dulzor lo daban los ojos que le veían, la boca que se perdía en la suya,  y ya perdidos los dos, se hallaban escuchando nuevamente ese acordeón a lo lejos.

Llegaron a casa, y así como la ninfa, ella rozó la madera de la duela con la delicadeza de una pluma que al viento se mantiene al aire, y entonces la música la siguió en su curso, subió las escaleras y detrás iba aquel intento de capitán, idiotizado como Odiseo ante el canto mesmerizante de las sirenas. Arriba estaba el mar y el agua le llegaba hasta la espinilla mientras se movía entre las piedras de la costa de Ogigia después de hundido su navío, dirigiéndose a la orilla, donde usualmente se encontraba su habitación. 

La arena era una alfombra tersa, donde sus pies se hundían y pesaban, pero no así la aparición que el seguía, que entre movimientos ingrávidos de sus dedos saltaba hasta el interior de una concha que cubría una tercera parte de aquella isla. El capitán se detuvo un momento. Era consciente de la trampa mortífera de la concha, que en un súbito parpadeo pudiese cerrarse para nunca más abrir, y mientras miraba como el espíritu del deseo se deshacía entre el suave tejido de la valva y su vestido se desvanecía como el va y ven de las olas, decidió caminar hacia ella, hacia la espuma de sus orillas, a la trampa del deseo y el éxtasis que desembocaba en los brazos de su amada. Como la más fuerte de las tormentas, el mar embistió contra él, mientras se mantenía firme al timón, ajustando las velas para dominar las aguas, mantenerse a flote, y mostrarle al mar con entereza desafiante de su va y ven, donde el final del camino, como cada noche, siempre hallaba sosiego en el hundimiento total.

El capitán miró de frente a su amada, a la existencia intangible del amor, manifestándose en bellas caricias que en la humedad de los palpos de la almeja aturdiesen los sentidos de los marineros, y despojado de su título y de su barba falsa, el capitán se volvió solo hombre, mientras que el rostro de la divinidad se oscurecía por el descenso de la valva cernida sobre su cabeza, y mientras menos veía, más sentía el tacto de quien le acompañaba, a morir un poco, a vivir por siempre, y siempre en el encierro de un deseo que no conoce el mañana sino es a su lado. Le tomó de sus manos, de las muñecas, del precioso cuello que se esconde entre enredaderas, acariciándole con su boca y devorándole lentamente, guiado tan solo por el ritmo de la música, que sucumbía al  movimiento involuntario de sus caderas.

Al acordeón le secundó el canto del ánima, el arpa que es su cuerpo recorrido por los dígitos tan hábiles del musico que nace de la noche y que dota de melodías cuanto alcanza el cálido exceso del instinto que desborda de sí, y que es un musico, sino el esclavo de una obra mucho mayor que si mismo, dispuesto a darle vida, a costa de la identidad perdida entre los oídos de quien le reciba. Dos canciones que sincronizan un segundo, para quedar impregnada en la memoria de cada día. Al final de la interpretación, nació un nuevo sonido, y así el ciclo se repitió años después, en otros cuerpos, levitando con el acordeón de aquel día.

Al día siguiente, salieron de la concha, caminaron hacia el mar y descendieron a la cocina, a la cotidianidad. Ahí fuera, un ruiseñor cantaba una melodía familiar, un mensaje al que por si acaso, tapaban sus oídos.