miércoles, 22 de noviembre de 2023

La no-vida.

 Un día, desperté con la súbita revelación de que había muerto. No es que hubiese cambiado algo en mi apariencia, o que acaso mi razonamiento hubiese dejado de funcionar, pero era más la premonición de que, a pesar de lo que conocemos de la naturaleza, yo debí haber fallecido. 

El primer síntoma fue el desdén por salir de cama, sintiendo como si cualquier propósito por encontrar fuera de ella resultase ajeno a mis intereses. Sin embargo, fui levantado por la fuerza y llevado abajo a desayunar, donde nuevamente la premonición se hizo notoria, evitando que pudiese tragar cualquier alimento. Al salir de casa para tomar el transporte público, pasé tres semáforos en rojo sin la mínima advertencia de peligro. Parecía como si el sentido común hubiese abandonado mi cuerpo, y al llegar al trabajo, me vi incapaz de realizar ninguna actividad a pesar del mal genio de mi jefe que amenazó por correrme. Terminé con un acta con mi nombre y el resto del día libre, sobreviviendo nuevamente en el camino de regreso, mirando con detenimiento el malecón, que mostraba un mar de lo más anómalo. Carecía de oleaje, como la percepción de un lago. Caminé hacia él, y terminé metiéndome por completo en su profundidad, pero nunca surgió la necesidad de respirar o siquiera la sensación de ahogo. Bien pensé podría haberme convertido en un espíritu, pero no justificaba el porque de mi convivir con el resto de personas que me rodearon. Por primera vez en todo el día sentí algo: curiosidad.

Así, y durante el paso de un par de días, me encontraba revisando este mundo nuevo en el que habitaba, donde ahora no soplaba el viento, no salía la luna y donde no hacía falta satisfacer ninguna necesidad. Intenté cortar mis venas, envenenarme y también la autoinmolación, pero sin resultado aparente. Era en todo sentido, inmortal. Sin embargo, seguía sin consentir motivación alguna, más allá que la curiosidad, misma que me llevó a investigar si acaso había otros como yo, casos similares, o cuando menos, algún indicio de que efectivamente, todo esto era real.

En foros, expuse mi caso, pero nadie respondió. Luego me dirigí a un centro de investigación pero nadie se animó a realizar experimentos tachables de inmoralidad. Irónicamente, ese era el límite de su ambición y la mía, tan nula, nunca tuvo intención de rechistar. Dejé de llegar a casa y me dediqué a vagar por los parajes que en vida nunca me atreví a visitar, exploré la selva aunque sin suerte de divisar a algún animal, asustados por la esencia de mi no existir, lo cual encontré alentador y demostraba que aún conservaba ápice de mi cordura y razón por mi sentir anormal. He de admitir, que me tiré en la tierra durante un par de días, esperando llegase algo parecido al final, pero esto nunca pasó. Caso contrario, volví a sentir algo, frustración.

Me desprendí de la tierra y de la basura de las copas de los árboles que había caído sobre mí. Debajo mío, el suelo había perdido su fertilidad, volviéndose en un tono ocre y seco. Empecé a caminar, y pronto empecé a correr, mis piernas no mostraban señal de entumecimiento ni tampoco cansancio. Había perdido razón de noche y día, del sueño, y pronto también la moralidad, empezando a deambular desnudo, destruyendo todo y todos los que veía a mi paso. Destruir es una palabra que toma menos significado cuando se entiende que la única diferencia entre una piedra y un hombre radica en el rango de ruido que genera. No solía durar mucho tiempo en las ciudades, prefería mantenerme en constante movimiento y sin dejar rastro de lo que bien podría ser calificado como atrocidades. No era siquiera divertido, pero nadie se molesta por pisar una hormiga, y ahora el mundo no era más que un hormiguero. Llegué a pensar entonces, si acaso, esto era alcanzar la divinidad.

De repente, escuché un sonido que no estaba cerca ni lejos, como si proviniese de mi interior y se materializase en el mundo, a la distancia, más allá de donde siquiera pudiesen percibir lo que alguna vez fueron mis ojos. Por primera vez, en una eternidad sentí algo nuevo, y tan escasa mi razón como mi consciencia, decidí encaminarme a buscar el origen del sonido. Volví sobre mis pasos, o al menos esa sensación me daba, pues me había vuelto incapaz de reconocer los patrones en el entorno. Percibí nuevamente los árboles impermutables, el mar estático y sin vida, y el Sol permanente que a nadie parecía importar, hasta que finalmente, llegué al cementerio cercano a donde solía estar mi casa. Ahí estaban mis padres, mis hermanos, y muchos otros nombres que en mi vida conocí jamás, pero con quienes parecía compartir línea de sangre. Finalmente, y en una esquina algo descuidada, yacía una tumba con mi nombre, algo más como una formalidad probablemente, tras haber desaparecido durante tanto tiempo. El sonido entonces saturaba mis oídos, y sobre mí apareció una figura antropomórfica en una capucha negra y de rostro reducido, que de mostrar interés en su mirada, hubiese encontrado el vacío, pero también remordimiento. Parecía levitar encima mío, y su sombra se expandía por cada tumba, por cada cuerpo que desde el entierro no le veían, pues era como todo lo que pasa solo una vez en vida, efímero y eterno.

La figura empezó a hablar, y entonces el ruido cesó como si el susurro de su voz fuera más estruendoso que mil animales salvajes rugiendo y gritando por su vida. Se disculpó entonces por el gran inconveniente de la larga existencia que había vivido, alegando que, efectivamente aquel día mientras reposaba en cama, ella llegaría a cosechar mi alma, pero hubo sufrido un retraso y al llegar, ya me encontraba lejos de casa. Ocupada en su agenda, decidió volver tiempo después, pero en los avernos del olvido fue dejado mi nombre, y si no fuera por un rayo de luz en su memoria, no hubiese siquiera hoy venido.

Me preguntó si acaso había disfrutado el tiempo extra ofrecido, a lo que alegué que la muerte era el único alivio verdadero en este mundo y que una muerte en vida no podía ser considerada inmortalidad si carecía de ápice de deseo. Durante un instante, pareció extrañada por mi declaración hasta que finalmente y como si hubiese tenido una revelación, dijo:

"Ahora queda claro, que el destino está escrito y quien decide por su propia mano maldecirlo, así hace hasta el entierro. Ven entonces, alma en pena mía, que aún si tu perdón no mereciese, prometo no habrá reencarnación en otra vida".

Y con esas palabras, mis manos tornó hacia mi garganta para cumplir mi último y verdadero deseo.


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