lunes, 6 de noviembre de 2023

Correspondiendo a Calipso

Entraron a ver el ultimo estreno en cartelera. Hacía un par de semanas que no se veían, pero bien podía ser ayer para ellos, su ánimo era sublime, como quien olvida que alguna vez estuvo solo. Solían trabajar así, soñando los días por venir, olvidándose el futuro si acaso no estuviese el otro ahí. A pesar de ello, eran amantes bastante moderados. Disfrutaban más la cama para tomar la siesta y las duchas eran momentos para estar a solas. Amaban su calma tanto como su estruendo y aún si durante las siguientes dos horas no fueran a mirarse a los ojos, el roce de sus manos bastaba para que fuese una experiencia inolvidable. Durante la mitad de la película eso bastó, hasta que en la escena de mayor suspenso, ella se aferró con fuerza a su brazo, y así duró el arrumaco, llegando al final del filme.

Cuando salieron, ella se quejó de la lampara del escenario que se vio en dos tomas, mientras que el se reía del pegamento en la barba del capitán. Les encantaba fijarse en los detalles, burlándose de todos menos de quien tenían a lado, pero más aún admirar lo bien hecho, y eso fue la escena donde en plena escena musical, la ninfa se elevaba siguiendo la melodía del acordeón, mientras que las tomas que giraban alrededor de su silueta parecían obedecer las mismas reglas, haciendo imposible no pensar en un cuerpo levitando sino fuera con esa canción.

Habían salido hacia la fría noche, donde el acomodo de un cuerpo contra el otro ignoraba las leyes de la física y la psicometría, caminando a la par como el mecanismo de un reloj, embelesados por el ronroneo de sus voces dictando amor incondicional entre palabrería sin sentido. Tanto igual pesaba el buenos días que los versos más profundos, tan improvisados como las sonrisas en sus rostros. Pasaron a comprar un par de crepas, que sirvieron para saciar el hambre, pero el dulzor lo daban los ojos que le veían, la boca que se perdía en la suya,  y ya perdidos los dos, se hallaban escuchando nuevamente ese acordeón a lo lejos.

Llegaron a casa, y así como la ninfa, ella rozó la madera de la duela con la delicadeza de una pluma que al viento se mantiene al aire, y entonces la música la siguió en su curso, subió las escaleras y detrás iba aquel intento de capitán, idiotizado como Odiseo ante el canto mesmerizante de las sirenas. Arriba estaba el mar y el agua le llegaba hasta la espinilla mientras se movía entre las piedras de la costa de Ogigia después de hundido su navío, dirigiéndose a la orilla, donde usualmente se encontraba su habitación. 

La arena era una alfombra tersa, donde sus pies se hundían y pesaban, pero no así la aparición que el seguía, que entre movimientos ingrávidos de sus dedos saltaba hasta el interior de una concha que cubría una tercera parte de aquella isla. El capitán se detuvo un momento. Era consciente de la trampa mortífera de la concha, que en un súbito parpadeo pudiese cerrarse para nunca más abrir, y mientras miraba como el espíritu del deseo se deshacía entre el suave tejido de la valva y su vestido se desvanecía como el va y ven de las olas, decidió caminar hacia ella, hacia la espuma de sus orillas, a la trampa del deseo y el éxtasis que desembocaba en los brazos de su amada. Como la más fuerte de las tormentas, el mar embistió contra él, mientras se mantenía firme al timón, ajustando las velas para dominar las aguas, mantenerse a flote, y mostrarle al mar con entereza desafiante de su va y ven, donde el final del camino, como cada noche, siempre hallaba sosiego en el hundimiento total.

El capitán miró de frente a su amada, a la existencia intangible del amor, manifestándose en bellas caricias que en la humedad de los palpos de la almeja aturdiesen los sentidos de los marineros, y despojado de su título y de su barba falsa, el capitán se volvió solo hombre, mientras que el rostro de la divinidad se oscurecía por el descenso de la valva cernida sobre su cabeza, y mientras menos veía, más sentía el tacto de quien le acompañaba, a morir un poco, a vivir por siempre, y siempre en el encierro de un deseo que no conoce el mañana sino es a su lado. Le tomó de sus manos, de las muñecas, del precioso cuello que se esconde entre enredaderas, acariciándole con su boca y devorándole lentamente, guiado tan solo por el ritmo de la música, que sucumbía al  movimiento involuntario de sus caderas.

Al acordeón le secundó el canto del ánima, el arpa que es su cuerpo recorrido por los dígitos tan hábiles del musico que nace de la noche y que dota de melodías cuanto alcanza el cálido exceso del instinto que desborda de sí, y que es un musico, sino el esclavo de una obra mucho mayor que si mismo, dispuesto a darle vida, a costa de la identidad perdida entre los oídos de quien le reciba. Dos canciones que sincronizan un segundo, para quedar impregnada en la memoria de cada día. Al final de la interpretación, nació un nuevo sonido, y así el ciclo se repitió años después, en otros cuerpos, levitando con el acordeón de aquel día.

Al día siguiente, salieron de la concha, caminaron hacia el mar y descendieron a la cocina, a la cotidianidad. Ahí fuera, un ruiseñor cantaba una melodía familiar, un mensaje al que por si acaso, tapaban sus oídos.


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