jueves, 28 de diciembre de 2023

El obrero.

Escuchaba el viento violento contra mis tímpanos. Nuevamente, era esa época del año, donde trabajar en el puerto se volvía una tarea agobiante, recibiendo el frío con las manos entumecidas| a falta de guantes para trabajar. Los de tela simplemente no servían para las tareas sucias del trabajo pero había escuchado de uno o dos que habían perdido algún dedo por congelamiento. Ahora estábamos llegando a las temperaturas bajo cero, pero una vez abajo, todo se siente igual. El gorro a veces se alza un poco, y puedes sentir como el lóbulo se pone morado. La piel empieza a ponerse reseca, pero nos dejan conservar la barba, quizás porque saben lo terrible que nos veríamos sin ella. Han sido desde entonces veinticinco años, y no se vuelve más fácil. Puedo sentir como mis manos dejan de apretar como antes, los dolores lumbares que aparecen cuando realizo un movimiento diferente a mi rutina, y mis ojos, cada vez más pesados y cansados, con un par de bolsas colgando. Pero no así mis oídos, perseverantes a pesar de las sirenas de los barcos y el ruido del golpeteo del hierro forjado. Quizás se niegan a ceder sin antes haber guardado alguna melodía digna de recordar. 

El viento arrecia de nuevo. Esta vez de camino a casa. Ahora que ha oscurecido, la ciudad acalla pero no los elementos, decididos quizás a derribarme, y yo a no caer todavía. La verdad es que ya cojeo un poco, nunca me recuperé de aquella vez que la barreta me golpeó en el pie y me fracturó dos dedos. A veces, cuando el dolor es insoportable, me pregunto si acaso el frío podría amputármelos, pero sé que luego no podré caminar y ahí habrá terminado todo. Apenas abro la puerta, encuentro a mi hermana como siempre en la cocina, quejándose de como no alcanza el dinero y que otra vez, tocará echar agua a los restos de la sopa de ayer. "Mañana me pagan" es lo que pienso, pero hasta entonces prefiero no decir nada. Nunca tuve la oportunidad de tener una mujer para mí, y ciertamente que a estas alturas tampoco es deseable otra boca que alimentar. Las otras son del par de niños huérfanos de padre que engendró mi hermana. El mayor no me agrada, llegó siendo una manzana podrida. El otro día lo he visto fumando cerca de las bodegas abandonadas, pero yo estaba ebrio, así que me lo tuve que callar. La menor, por otra parte, es todo lo que un niño debería ser, lleno de sueños, alegría y sonrisas. Es la única persona en esta casa que muestra un indicio de afecto, el resto fuimos moldeados como esta ciudad, grises, fríos y feos.

El viento cesa una vez dentro de casa. La calefacción apenas y funciona, pero es seguro quitarse las viejas botas, el overol rojo y el gorro deshilachado. La niña se queja del aroma de mis pies aún entre risas, mientras que el problemático sube las escaleras de manera sospechosa. Da igual, yo solo quiero descansar. El silencio para mí es una olla hirviendo, una pequeña corriendo por la casa y solo el viento que golpea las ventanas, molesto por no quererle dentro. "Mañana será" le digo en mi mente. Entonces empieza otra especie de sonido, algo que vagamente creía haber escuchado antes, pero ahora está tan cerca mío que no me cabe duda. La pequeña ha empezado a cantar villancicos de navidad, y su voz es tan angelical a pesar de su corta edad, que un ligero escalofrío recorre mi piel, algo parecido al temor, pues ella podría ser la razón entonces de la pérdida de mi único sentido todavía intacto. La miro y no puedo evitar sentir curiosidad, algo de asombro y otras cosas tan pérdidas que quizás... pero llega su madre a decirnos que la cena ya está servida. 

Al salir de casa por la mañana, el viento me saluda como un quejido, es rencoroso y no olvida nunca los nombres, pero en un par de meses se le habrá pasado la molestia. Solo espero seguir aquí haciéndole frente, repitiendo este proceso interminable un par de años más. Hoy la ciudad se ve un poco menos gris. Claro, es nochebuena.

Llego al puerto Nelson, donde los jefes sonríen y algunos trabajadores intentan hacerlo, aún a sabiendas que la jornada es la misma de siempre y que no habrá bonos navideños. Que más da, si hoy pagan y los tugurios tampoco cierran hoy. Unos compañeros me invitan a ir, pero después de pensarlo durante un rato, desisto. Durante toda la tarde, tengo la melodía de mi sobrina en la cabeza, y por un momento, olvido el sonido de los barcos, del metal siendo golpeado y las calderas vertiendo sus rojas mezclas.

Al caer el Sol, camino y parece que el viento corre a favor. A unas cuadras está la juguetería y salgo con un par de cajas de ahí, pues aún el obstinado de mi sobrino tiene once años y no quisiera darle más razones para tirar su vida por la borda. Luego paso por la pollería y al salir, el viento parece haber cesado y empiezo a sentir algo parecido a la nostalgia, como si después de todo, me hubiese gustado invitarle a cenar. El camino de regreso es silencioso, pero al doblar la esquina, la escucho de nuevo, y me pregunto si acaso ser feliz tiene que ver con cantar. Siento algo extraño en mi cara, y miro mi reflejo por el cristal de una ventana. Había olvidado que también podía sonreír.

A la mañana, el viento está de nuevo ahí, como un cosquilleo que sacude mi blanca barba, contándole entre risas que anoche, una pequeña dijo que parecía Santa Claus.








viernes, 22 de diciembre de 2023

Bella noche

 Te conozco como la noche, apenas superficial como el tenue hilo que sostiene las estrellas colgando en la oscuridad formada por las hebras de tu pelo, tan sencilla como los acordes en la orquesta de los grillos y los sapos, que cantan en desvelos hasta que les dejas; tempestuosa, como cuando subes la marea y engulles las costas cuando el resto descansa o se queda en la ventana viéndote a lo lejos; tan extraña y tan abrupta, como el sueño que consume a casi todos cuando llegas.

Negaría tu esencia si olvidase que en ti deambula el insomnio y lo siniestro, la cobardía que huye de día hacia el confín de los desvanes más perdidos del recuerdo humano, donde solo te hayas tu amada mía, cuando te acorrala el absurdo de los hombres y lo mundano que son los sueños de un amor que nunca será correspondido. Afortunados solo los aullidos de los perros, que nos enseñan como es haberte amado, lo que es haber perdido pero jamás soltado.

Si fueran palpables las nubes regalaría mi abrazo, que aún vuelto gélido, sabría que pude tocar de la noche algo más que  sus manos, lloviendo entonces sobre mí, quizás por mí, pero al final, un recuerdo añorado. 


martes, 19 de diciembre de 2023

El amor de los coyotes.

 Zalphir fue despertado por un grito cerca suyo. A su lado, vio a sus dos hermanos, Khalid y Paluk, uno encima de otro jugando o quizás discutiendo, dándose con las manos en la frente. Siempre habían sido como animales, arreglando las cosas con violencia, y también así disfrutándolas. "¡Te dije que la naranja más grande era mía!" soltaba Paluk, mientras que en un arrebato, conseguía morder el estómago de Khalid, y este, al retroceder dio con la cama de Zalphir, soltándole un codazo en la boca que logró hacerle sangrar. Zalphir sintió de inmediato el líquido fluyendo en su boca, el sabor del hierro, y así, impulsado por un instinto más que la razón, se levantó de la cama y los tomó a ambos por los pelos, empujándoles hacia la pared de la habitación. Zalphir era el mayor y tenía más fuerza, pero no existía algo como el respeto a los mayores. Había bajado la guardia demasiado pronto.

Se escuchó un golpeteo de ollas en la cocina, y en seguida los jóvenes bajaron a sabiendas que el desayuno estaba servido. Se sentaron de inmediato y el sonido de los cubiertos contra los platos de barro hacían pasar desapercibido los sollozos de Zalphir. Si su madre se enteró, fue más por mera casualidad mientras giraba la mirada, viendo a Zalphir con un ojo morado. Ella preguntó que había pasado pero se negó a responder, pues lo único que les esperaba, aún sin decir nada, era una tunda generalizada para los tres hermanos. La madre los paró de la mesa, y entonces soltó una bofetada a cada uno de ellos, un estruendo que viciaba el aire y reventaba sus oídos, pero nadie lloró, pues solo podían esperar otro golpe aún peor. Levantó los platos, y los castigó sin salir por una semana, quedando encerrados en su cuarto en todo momento, menos que para ir al baño o la hora de comer.

Zalphir había pagado muy duro su momento de inconsciencia, pero aquel castigo estaba lejos de terminado. Llegados al cuarto donde dormían los tres, tomaron represalia contra Zalphir, al considerarlo un soplón por los leves sollozos que había soltado frente a su madre. Así, Paluk obstruyó la puerta, mientras Khalid sacaba una rama que había cortado hace poco del árbol de naranjas. Zalphir los vio con odio disfrazado de miedo, pero a consciencia de su falta de opciones, salió por la ventana que daba hacia los matorrales, cogiendo espinas que solo conseguían gritos mudos, al no querer ser oído por su madre. Entonces, corrió tanto como pudo, hasta que los gritos y amenazas de sus hermanos dejaron de escucharse, hasta donde su madre no pudiese alcanzarle, a las afueras del pequeño pueblo, donde el desierto casi infinito comenzaba. Ahí quitó sus espinas en silencio, pues aún si no hubiese nadie cerca, sabía que podía llamar la atención de los coyotes. 

Miró de un lado el pueblo, y de otra el desierto, y entonces, con la mirada perdida entre las interminables dunas, vio que algo resplandecía, como nada que hubiera visto antes. Se acercó para tomarlo, y entre sus manos tuvo una lámpara dorada, incapaz de compararse con el oro cuando nunca antes Zalphir lo vio. Para él, era como una estrella, y así como cuando se pide un deseo a las estrellas fugaces, Zalphir deseó con toda sus fuerzas sentir amor. Escuchó entonces un alarido a lo lejos en las dunas, y divisó a la distancia un cachorro de coyote que deambulaba solo enterrándose en la arena. Zalphir se acercó hasta él, pero no recibió protesta alguna al ser tomado entre las manos gentiles del niño. Los ojos del pequeño animal estaban llorosos, parecía haber sido abandonado y Zalphir no pudo sino sentir empatía por este. Así, lo llevó entre brazos al riachuelo de las cercanías, donde lo lavó e intentó hidratar, sin mucho éxito. Adivinando el porque del rechazo, Zalphir lo llevó donde el establo de su vecino, donde a hurtadillas se escabulló para ordeñar a la vaca y darle un poco de leche al cachorro, que bebió hasta saciarse, cambiando por completo su semblante desolado a uno de cariño genuino. Zalphir sintió como su deseo se había cumplido, impulsado ahora por el más sincero de los amores, que fuera el de un animal por su familia.

Al caer la noche, volvió a casa aprovechando el fortuito silencio de la noche y el dormir momentáneo de toda su familia, metiendo al pequeño animal en un baúl que yacía contiguo a su cama, y como si hubiese olvidado todo el pesar de aquel día, cerró los ojos, motivado por la promesa del mañana. Zhalfir fue despertado por un alarido cerca suyo. Abrió los ojos en desespero, encontrando a sus hermanos peleando por tener en sus manos al pequeño animal que apenas y lograba pedir auxilio ante su debilidad e impotencia. Zhalfir intentó detenerles, pero su falta de maña no le permitió intervenir mientras el pequeño cachorro sollozaba mientras exhalaba su vida. Al verse acorralado, Zhalfir buscó a su alrededor como auxiliarse del evidente infortunio y ante sus ojos apareció la rama del naranjo que había usado Khalid el día de ayer. La tomó entre sus manos, y sin titubeo, empezó a azotar a sus hermanos hasta que soltaron al cachorro, y empezaron a pedir disculpas y clemencia. Zhalfir tomó al cachorro entre sus manos, viendo como se debatía apenas para mantenerse consciente, lo colocó con delicadeza nuevamente en el baúl y al mirar atrás se encontró con Khalid sentado con la cara sobre sus rodillas llorando tendido, mientras que oía a Paluk gritar a su madre, por el ataque de desenfrene sufrido por su hermano mayor. Bien quisiese el excusarse, sabía que las heridas de Paluk y Khalid habían sido demasiado severas, pues de la espalda y brazos, la sangre goteaba y las llagas habían quedado en carne viva.

La madre entró y entonces, acorralado, Zalphir intentó detenerla con la rama de naranjo, pero después del primer golpe, le fue removida de las manos para luego pegarle con esta misma en las posaderas hasta que Zalphir quedó sin más aliento. Y llegado ese momento, la madre escuchó a la pequeña criatura que se quejaba dentro del baúl. Zalphir quiso intentar detenerle, explicarle que aquella criatura era importante, pero la mujer solo vio un animal inmundo que había traído discordia a su casa. Zalphir, incapaz de pararse, tan solo vio como el pequeño animal sucumbía a las poderosas manos de la mujer mayor, que con la facilidad que desnucaba a los pollos, hacía y con menor esfuerzo lo mismo con el cachorro. Un grito sofocado intentó salir de la boca de Zalphir, pero un deseo más concreto se formó dentro de sí y mientras empuñaba los ojos en su momento de miseria, dejó de escuchar las voces de su madre y hermanos, hallando únicamente el eco de sus gemidos. Al abrir los ojos, se halló completamente solo, en su misma habitación, y ahí yacían sus cosas donde siempre, pero sin nadie cerca discutiendo, ni golpeándole. 

Dentro de su alma se liberó el más grande sentimiento de alivio de este mundo, y así también el más efímero, pues al buscar al pequeño cachorro, llegó a la conclusión de que no lo iba a hallar en ese cuarto vacío. Al asomarse a la ventana, los matorrales habían desaparecido, y por más lejos que divisase, el silencio reinaba campal en aquel pueblo vacío. Horas de reflexión, lo llevaron a atribuir aquel fenómeno a la lampara que había encontrado, y de la cual, desde un inicio nunca soltó. Quizás era algo similar a lo que contaban en Aladdin, y puesto a prueba en sus primeros dos deseos, tan solo quedaba resignarse a un tercero donde todo volviese a la normalidad, donde aquel cachorro no llegase hasta sus brazos y donde todos y todo ser vivo volviese una vez más.

Entonces dijo el deseo en voz alta, pero nada pasó, luego lo gritó, llevó la lampara hasta su pecho, y la apretó hasta que sus relieves se grabaron en su piel, pero por más que gritaba, lloraba y pataleaba, nada pasó, pues Zalphir era consciente, cual era su verdadero deseo. Y habiéndose cumplido, en ese mundo vacío volvieron a existir los coyotes.


lunes, 11 de diciembre de 2023

De nuevo época de cosecha.

 Esa mañana, se vistió igual que ella. Inconscientemente, le llamé por el nombre de aquella mujer y ella sonrió, como cuando uno suelta el más bello de los cumplidos. Llevaba el típico overol de mezclilla alzado hasta el medio de la espinilla, y debajo una camisa roja de cuadros que dejaba ver el moreno color de los besos del Sol en sus brazos, haciendo juego con sus rizos dorados.  Se acercó a mí y tomó mi mano, invitándome a levantar mi desusado cuerpo de la cama, pero aún en mis delirantes pensamientos, sabía que seguía siendo su hija, y que todo esto, si lo meditaba por tan solo un momento, habría de convertirse en un momento retorcido, aferrándome a un fantasma poseyendo la carne de los vivos. Desvié la mirada, pero, como si fuese un acto reflejo, apretó mis manos con sus delicados dedos, forzándome a mirarle el rostro, rojo como los tomates maduros recién lavados, con el agua aún escurriéndole de sus pómulos prístinos. Y entonces el exceso de juicio se nubló, impulsado ahora por un instinto, o quizás un recuerdo similar al de hace unos años, cuando aún secaba los tomates frescos con Dalila. Ahí estaba entre mis brazos, y su piel era como la de los duraznos, y sus ojos reflejaban un deseo y aún si ella no fuera Dalila, habría de cumplirlo, como prometí siempre hacerlo. Así, caminé junto a ella con paso lento hasta la salida, donde me percaté que había vuelto la primavera y con esta, la época de cosecha.




domingo, 10 de diciembre de 2023

Marbella

 Comparable con la primavera tan solo los sueños de Marbella que añora el viento tanto como amar, pues la vida ofrece más que solo acompañantes, sino un desafío eterno por vivir, por ser alguien relevante en este mundo, por tener un status, más allá del que el mar ofrece. 

Marbella llora y se angustia tanto como las madres huérfanas de hijos desde el primer día, por el rechazo de lo que pensase fuera su propósito de vida, sin reconocer que la vida sigue y si de noche llueve, de día florecen las flores que el mar toca al evaporarse con el sol. Ahí lo hermoso de su ir y venir, que aún impalpable e indirigible, asciende y desciende ante las tempestades, volviéndose otra capaz de reventar el mundo si así quisiese. Pero aún en las noches más aberrantes de su mente, Marbella crece con la marea, para luego sofocarse cuando el sol adviene.

Bella sutileza que permite respirarle otro día, ahora en humedad y fragancia componiendo mi rutina, soñando con mejores momentos, con una sonrisa sincera, que aún si pudiera, no dañase el recuerdo y la esencia de su sueño. Marbella me sonríe, y en el cielo puede llover mañana, pues ya seguro que mañana saldría el sol,... 


¿Qué más podría preocuparme Marbella?

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Normalidad.

Hubo una vez un niño normal, de padres normales y economía normal. Vivían en una casa normal rodeados de amenidades normales, donde jugaba solo, como era normal. En la escuela tuvo calificaciones normales y sus amistades se limitaban a lo que fuese aceptablemente normal en la hora de recreo. De joven, sintió una atracción normal por las mujeres, y si bien no siempre cumplían sus expectativas anormales, tuvo relaciones bastante normales. Muchas lo engañaron, como era normal, y otras le sonrieron, dejándole una sensación de vuelta a la normalidad. Tuvo un par de amigos, bastante normales en general y estudió una carrera normal, a la espera de llevar una vida adulta, en lo que cabe normal. Pero él no quería ser normal, e intentó estudiar arte, lo cual llevó a una guerra con sus padres, la cual perdió rápidamente, como era normal. Sus padres le perdonaron, por ser normal a su edad causar revuelos, y volvió al plan de la carrera normal, donde se tituló en un periodo normal y donde no hallaba trabajo, pues ahora lo normal era ser desempleado. Un par de años más tarde, y por esos tiempos normal, consiguió un empleo, una empresa de tamaño algo normal, donde fungió hasta el resto de sus años con admirable normalidad. Se casó con una mujer normal y no tuvo hijos, pues era lo normal en ese entonces.

Así, llegó a una vejez algo normal, donde la gente, inquieta por tanto despliegue de normalidad, preguntaron al viejo si alguna vez no fue normal, a lo que aludió a su momento de nacer, pues llegó al mundo por cesárea y pesando un poco menos de lo normal. Luego titubeó y se retractó, ya que al ser tan joven, no sabía decir si eso era normal en ese entonces. Se disculpó, al ser normal que no recordase.

Murió a los 75, la media normal en ese entonces, y las causas fueron de lo más normales. Suicidio.



martes, 5 de diciembre de 2023

Una mujer sin nombre.

Eran ya las nueve de la noche y el frío calaba hasta los cimientos de mi ser. Había caído nieve durante un par de horas en el día, pero las calles jugaban entre la escala de grises y blancos que hacían sentirme un poco más vivo. El panorama, aún así, era tan lúgubre como siempre, con las tiendas de electrodomésticos como proveedores de las únicas luces de colores, pues el resto de la avenida se mantenía sin luces a pesar de ser Diciembre. Hacía mucho que no veía luces de navidad, y hoy eso no cambiaría. 

Era ya una hora peligrosa para esperar a alguien, pero Bill no tardó en llegar, acompañado de una mujer de menos de treinta, que llevaba de la mano a un niño de ceño fruncido. A juzgar por su tamaño pensé tenía tres años, pero luego descubriría que tenía cinco, y que era de esos chicos de crecimiento lento. Su madre, que hasta ese entonces llevaba el rostro cubierto por una bufanda roja y de tejido casero, la removió para presentarse de manera cordial. Qué podría decir de una mujer de una belleza tan abrumadora que incluso su misma imagen me resulte imposible de describir, pues un segundo apenas tuve para disfrutar de ese rostro tan sereno como el cambio de las estaciones entre el invierno y la primavera, y como el fotógrafo que cesa su labor ante la admiración de un momento único e irrepetible en esta vida, así mi cerebro se detuvo sin grabar ápice alguno de esa sonrisa que iluminaba y calentaba los rostros espectadores, de sus mejillas de un fino rojo por el frío de la ciudad, de aquellos labios que nunca debí encontrar. 

Después de decir su nombre que no escuché anti mi perplejidad, subió nuevamente su bufanda y presentó al pequeñín Byrde, que había criado sola desde su nacimiento. Una mujer cuyo pasado me parecía rondaba en el abandono y en el esfuerzo eterno por salir adelante. 

Bill nos dijo que era mejor buscar un hotel para pasar la noche, puesto a que el transporte ya no estaba disponible debido a los horarios. Así, terminé recomendando uno que quedaba al final de la cuadra, donde me había quedado alguna vez, siendo mi único problema aquel hombre pequeño de la recepción llamado Szacunek, que parecía no estar a gusto con los rasgos de mi etnia. Afortunadamente, al llegar no se encontraba aquel hombrecillo, y pudimos rentar un par de habitaciones baratas. Subimos hasta el tercer piso por las escaleras, pues el elevador no se encontraba en funcionamiento desde hace años. Ahí, el aroma a humedad se intensificaba, denotado también por la puerta que golpeaba el suelo al encontrarse esponjada la madera. Para nuestro infortunio, las recámaras contaban únicamente con camas individuales, y así el pequeño Byrde se lanzó a la suya, quedando dormido casi de inmediato. Nos quedamos entonces un rato platicando en el pasillo, donde una ventana panorámica permitía ver los autos a cada lado de la acera, el puesto de pizzas en frente, y también los televisores, que aún en la periferia de la vista transmitían sus ocres colores. Para colores, el cabello de aquella mujer que bien nos hacía compañía, brillante como el oro y tan fino como la seda, que caía y se escondía a cada lado de su bufanda, la cual aún escondía su boca, al sentir vergüenza por la resequedad que ahora les invadía. Ofrecí entonces ir por chocolate caliente, donde casi a hurtadillas, me escabullí a fin de no toparme a aquel que no quería ver, pero ahí estaba Szacunek como el otro día en su lugar habitual, mirando con desprecio mis ojos negros, mi nariz grande y mi cabello un poco rizado. Se acercó con molestia, diciendo que no podían atenderme más y que debía retirarme, pero ya había ordenado, y poco me importó seguir esperando a pesar de su irritante voz. Amenazó con llamar a los guardias, pero ya sabía que no vendrían. Ellos tampoco le soportaban.

Subí la charola con tres chocolates a través de las escaleras, y seguía Szacunek detrás mío, mientras le insistía que, sin importar el parecido de mis rasgos, yo no era de aquellos hombres que el odiaba tanto, pero ahí seguía detrás mío, esperando que el chocolate cayese por mi propia mano, y al no tener resultado al topar el tercer piso, se recargó contra mi hombro, logrando al fin que tirase uno de los chocolates. Testigos de los sucedido, le pedí a Bill que abriese la ventana, y a nuestra compañera que tomase las bebidas que quedaban, mientras que en un ataque de ira, lancé al pequeño hombre hacia la calle, deslizándose entre la carpa del primer piso y sin recibir mayor daño que el susto bien merecido. Aún si no lo veía, ella estaba riendo y su risa llenaba el corredor y también mi pecho. Rechacé tomar alguno de los chocolates restantes, argumentando que la actividad física había calentado por demás mi cuerpo, guardando para mis adentros, que hacía mucho no sentía un calor así, uno incapaz de alcanzarse con mero esfuerzo. Atraídos por el escándalo, salió un grupo de jóvenes que parecían venir juntos, primero aclarando sus ideas entre ellos, para luego  acercarse para preguntar lo acontecido. Entre ellos, destacaba un hombre un par de años más joven y que llevaba una chamarra de aviador. Entrado en conversación, efectivamente era su profesión, y la razón de su estancia se debía a la alerta de tormenta de la que se hablaba en su lugar de destino. Todo el resto de presentes eran los pasajeros, que parecían haber congeniado bien entre ellos por ser una tripulación pequeña y justo antes de lo que pude haber previsto, sacaron cervezas y mesas plegables e hicieron del pasillo una reunión de regocijo y alegoría. Los guardias no dirían nada, estaban o muy ocupados revisando al recepcionista aún en la acera, o tomándose una cerveza con todos. 

El chocolate quedó olvidado en el alféizar, y así también todo el revuelo de mis actos impulsivos, mientras que finalmente mi dama de ensueño retiraba su bufanda para dar entrada a una cerveza, y otra más. Charlábamos entre risas con el piloto de nombre Skepsis, que poseía una simpatía envidiable, y mientras caía la noche, Bill empezó a sentir sueño, y me preguntó si estaba bien si se quedaba con la cama. Yo que empezaba a idear planes al aire, cedí la habitación sin titubear, mientras concebía el alquilar otra habitación donde pudiese dormir junto al objeto de mi amor. Bien un descuido bastó, cuando la vi morderse los labios de una manera tan lujuriosa como atrevida, y donde habría de sentirme finalmente provocado hasta mis orígenes, de no ser porque sus ojos miraban a otro, al hombre de la chamarra, que aún sin haber coqueteado, se encontró en las garras de una mujer de una naturaleza aún desconocida para mí. Y aún consciente, me negué a dejar de soñar.

Así se perdieron de mi vista mientras iba por otro trago, esta vez hasta mi maleta, donde me tomé mi tiempo para descorchar una botella de vino guardado para un momento especial, pero el momento se había esfumado en la habitación contigua, o quizás se había concretado, en los brazos de alguien más. Me acerqué entonces al resto de pasajeros, que cantaban y bailaban sin motivo aparente, más que el de reír porque podían, y el de beber porque querían. Volvieron para cuando terminé la segunda copa de vino, él sin la chamarra de piloto, y ella sin la bufanda roja, él sin su sonrisa simpática y ella despojada de todo encanto, de todo sueño que le había atribuido, dejando solo unos labios resecos y morados, una sonrisa de dientes largos como los de un ratón y una nariz huesuda típica de estos lares. Tomé la botella y mi maleta, y me fui de ahí, sabiendo que de quedarme, probablemente Szacunek no me la dejaría fácil. Eran las dos de la madrugada y el frío calaba desde los cimientos de mi ser, donde el blanco de la nieve se había vuelto imperceptible y me dejaba solo los grises acompañantes del camino largo hasta casa, donde cada vez más lejos, quedaban las luces de la tienda de electrodomésticos.