martes, 25 de abril de 2023

Instintos animales.

 “Yo no conozco esas frases que tanto repites”, pero eso era otra de sus mentiras para molestar. Por supuesto que las conocía. Lo sé porque tenía doce años cuando pasaba eso en la televisión y para ese entonces, ella tendría unos siete. Era de los canales locales, de esos que uno ve por no tener más remedio, y bien si pudo o no ser de su agrado, sabía que en su cuarto había un juguete de ese programa.

“No es que no conozcas, sino que no recuerdas”, le decía confiado, sin afán de profundizar en una explicación de un motivo sin sabor. Las peleas eran cada vez más seguidas, pero en mi propia experiencia, se trataba solo de otra etapa, algo que eventualmente pasaría. Lidia me mira irritada, pero prefiero ignorarle, sé que también eso le molestará, pero es mejor a darle rienda suelta a esa mirada, como la de los animales asustados cuando los ojos se cruzan, recordándome a ese día de mi infancia cuando en el cuatrimoto rojo con mis amigos, nos topamos a un toro que había escapado del corral. No era de lidia, raza criada para los espectáculos sangrientos de las plazas, pero eso no quitaba su postura imponente, su color negro y su mas de metro y medio de altura, sin contar los cuernos. Nos quedamos mirándole fijamente, mientras que Luis, quien iba conduciendo, se paralizó al igual que el resto, incapaz de dar reversa, girar o tomar otra decisión. El toro lo sabía, por eso nos ignoró.

Así lo pensaba, que, si miraba a Lidia, vería el rojo en los vasos de mis retinas, y entonces, me esperaba una corneada en forma de historial delictivo, como aquella vez que me había comido su helado hace dos meses, como hace tres me le había quedado viendo las caderas a esa mujer de la plaza, o como hace cinco meses dos semanas y cinco días, la había dejado plantada por aquel tiempo extra que me obligaron a cubrir. Pero ya se le pasaría, siempre se les pasa. A los seis o siete meses siempre se complicaban las cosas, había conflictos por irreverencias, y siempre era participe de ellas ante una terquedad absurda por probarme correcto, pero esas mismas anécdotas eran las que me decían que no valía la pena pelear, que debía intentar mostrarme tranquilo y no molestar al toro que era Lidia.

Por eso cuando me dijo dos años después que me había engañado con Javier durante aquellos días, no pude sino sentirme culpable por haberme provocado esa corneada, una traicionera, cuando se sabe también que nunca hay que darle la espalda a un animal. Ese día del toro, Luis metió la reversa y mientras que nuestras miradas estaban fijas en este, el imponente animal solo esperó hasta que estuviéramos lo suficientemente lejos para dejar de ser su problema. Me pregunté entonces como es que se debía meter reversa cuando estás sentado junto a alguien en medio de una película, como alejarte sin demostrar ser una amenaza, o si es que acaso había manera de librarse del conflicto llevándolo a términos humanos. Parte coraje y parte curiosidad, miré fijamente a Lidia para ver si devolvía la mirada o si acaso la esquivaba. Ella me notó, y como un numero ensayado, empezó a llorar y tornar su gesto convencido de sus actos reprochables en uno quebrado y derruido, la mirada fue hacia sus manos, a decir que en ese entonces se sentía perdida, y que no estuve ahí para brindarle apoyo. Sus lágrimas y sollozos duraron lo mismo que mi ira y entonces, aplacados los dos, nos encontramos nuevamente viendo una película, ella metiendo reversa y yo siendo el toro de Lidia.  

lunes, 24 de abril de 2023

Muda

 El escarabajo se levanta por la mañana y abre sus ojos, los cuales ya no miran como ayer, sino que ven colores, profundidades y matices. Hoy le faltan cuatro patas, sus fauces fueron sustituidas por dientes y se siente por primera vez en su vida desnudo. Ha perdido su coraza, se siente frágil, suave, y cuando su madre llega para despertarle, su primera impresión es un pánico indescriptible.

Luego dolor.

Luego alivio.

Luego nada.

viernes, 21 de abril de 2023

El cuarto amanecer.

 En la mañana, un estrepito, un salto, como un pájaro chocando contra la ventana.

 

Lo escuchamos cayendo en picada hacia la pequeña jardinera de los vecinos, levantándonos con preocupación por lo irremediable, lo vimos desde arriba asomados, pero por más que el tiempo pasó, no se levantó más.

 

Salimos de la habitación.

 

Aquel cuarto piso de la hilera de departamentos replicados en arcilla estaba solo e iluminado por algo que empezaba a resultarme conocido. Y si bien nadie tocó el tema, poco a poco fui consciente de ello. Había perdido un amigo, a una persona en el departamento y la alteración de mis pensamientos. La noche eterna había acabado, días atrás, pero nadie, ni siquiera Roberto, lo quiso ver.

 

Y ahí estaba otra vez en aquella esquina, pero el Sol se filtraba desde la ventana, y mientras que mi centro aún palpitaba alterado, empezaba a doler algo parecido a la soledad.

lunes, 17 de abril de 2023

Un paseo por los canales.

 Habían dado las once de la noche, pero en aquella ciudad el Sol y la noche no implicaban cambio alguno para sus habitantes. Aprovechaban cada instante, turnaban sus actividades en un ciclo donde la única diferencia era el cambio de rostros que uno topase, en su mayoría divertidos por su provisionamiento de alcohol y el resto eran locales, miradas esquivas, siempre hacia el frente desde sus alturas. Sin embargo, la conducta más extraña a mi parecer, había sido lo homogeneidad en la que se mezclaban las parejas paseando a sus niños en carriolas y aquellas mujeres exóticas, bailando en esas vitrinas rojas que brincaban a la vista, y que nadie juzgase.

Yo tampoco lo haría.

Sin embargo, no podía evitar sentir que estaba haciendo algo incorrecto, como si el mismo hecho de permanecer despierto y vagabundear entre las calles del distrito me hiciese cómplice de una distorsión moral que parecía funcional. La verdad es que así era. Lo sabía desde que salí de la habitación del hotel a hurtadillas de mi familia, cuando había pasado a comprar una caja de condones en la última farmacia abierta, y también cada vez que miraba aquellas luces rojas, atrapantes como la incandescencia fulminante que guía a los insectos hacia la muerte. Esa noche no quería ser cómplice ni espectador, sino uno más en la ciudad, como aquellos viejos que vivían en el piso de arriba de las vitrinas, paseando curiosamente a su ganso de mascota, o aquellos amigos que iban a embriagarse para luego disfrutar de un espectáculo voyerista. Mientras más lo pensaba, menos sentido tenía y ni todo el alcohol del mundo ni los postres de ingredientes locales podrían habérmelo dado. “Quizás era muy temprano para mí” llegué a considerar, pero consideraba a la vez haber tenido suficientes encuentros sexuales como para sentirme experimentado. No era cuestión de morbo, sino quizás, la falta de él.

Recorrí los canales al menos una decena de veces, estudiando a la gente que pasaba, tratando de hallar alguna otra alma tímida que me incitase a dar aquel paso, en lugar de tan solo dar un salto de fe, posando mi mirada entre las mujeres encerradas como muñecas en su empaque, el cual era abierto decenas de veces al día. Pasé una y otra vez por aquellos cafés, donde los aromas fuertes penetraban la nariz y la ropa, al punto que apuraba el caminar con tal de no dejar rastro de mi escapada nocturna ante las acusaciones familiares. En alguna ocasión, logré mirar adentro de uno, pero nadie me miraba, no miraban nada.

Había también bares, panaderías y esoterismo, pero principalmente gente, hombres y mujeres guiados por el morbo, por la entrepierna, pero también los que hacían su día a día, su camino al trabajo, su ciclismo, o el típico paseo para estirar las piernas, los que gritaban cuanto habían sacado de entre los bolsillos de la última oleada de gente, y también los que esperaban en los lugares más recónditos, cuyos ojos no estaban para inspirar confianza, sino un trato por un precio “justo”.

Pasé por aquellos locales donde mujeres hacían espectáculos con frutas, con tuberías, con casetas fotográficas, por los pasillos de masajes, por las casas que se alejaban de la mirada pública y que ofrecían un poco más de intimidad a aquellos curiosos de los gustos del cuerpo, pero todo era un espejismo. Una ciudad de flores en capullo que ocultaban sodomía a plena vista, una ciudad invadida por el desquicio extranjero, de esquinas con aroma a pis y hierba, de carteristas y vendedores ambulantes de muerte.

Finalmente, toqué a la puerta, y aquella mujer de ropa apenas decorativa abrió, puso su tarifa y cerramos el trato. Treinta minutos después, estaba fuera, con la cartera y el saco vacíos, y cuando hubiese saciado mi absurda lujuria, pude por fin sentir miedo.

martes, 4 de abril de 2023

Parálisis.

 Existe algo llamado parálisis del sueño, y cada cierto tiempo padezco de ello. Es un lapso entre el cansancio y el sueño donde el cuerpo se encuentra inerte, incapaz de recibir orden alguna para su movimiento, quedando a merced de los otros sentidos, de los susurros de la noche, de las siluetas en la oscuridad y el agitado respirar ante la urgencia de hacer algo, ya sea despertar o dormir. 

Es algo con lo que he aprendido a lidiar con los años, pero hace un par de semanas que se escuchaban muchos crímenes en las cercanías, así que empecé a dejar el arma que tenía en casa a un lado de la cabecera.

El viernes surgió le hecatombe de mi vida, pues al caer la noche y así yo en el letargo, escuché la puerta de mi casa abrirse bruscamente, en un estruendo que ningún criminal permitiera para sus fechorías. Desperté, pero la parálisis había hecho su tarea, así que inmóvil aguardé que mi cuerpo respondiese antes de que se abriera la puerta. Escuchaba el chirrido de los escalones, el caminar hasta mi habitación, y por último, el rechinar de las bisagras. A lo lejos, las sirenas de las patrullas empezaron a escucharse, sirviéndome como un vago consuelo, pero mi destino estaba sellado.

Ahí estaba el asesino, frente a mí, vistiendo mi cuerpo y en la cuenca de los ojos, un oscuro total. El cuerpo se acercó y se echó encima mío.

Entonces desperté, condenado.

El último cliente.

 Estaban dando las dos de la mañana, el último borracho de la noche emprendía su viaje hasta su cama en el vehículo de algún desconocido que cumplía un servicio como cualquier otro. Lo acompañé hasta el transporte, recargándose de vez en vez en mí hombro derecho y dejándolo caer dentro del auto. El conductor me miró como si la condición de este hombre fuera mi culpa. En parte lo era. Me siento responsable de mis clientes y por eso les ayudo, yo lleno la copa, yo les sirvo otra, pero claro está, que nadie viene obligado. En todo caso ese sería yo, que debe poner el pan de cada día en la mesa. Entonces acaso soy la víctima, y todos los que llegan también lo son, pero de distintas suertes.

La mayoría tratan de olvidarse del trabajo, y como no querer hacerlo. Sebastián, el hombre que se acababa de ir, recién llegó a las once. A pesar de ser Sábado, trabajó 13 horas en la oficina a fin de terminar aquel informe que su jefe no leerá sino hasta una semana después.

¿Lo peor? Nada de horas extras. El sábado es un día gratis, así lo estipula su contrato. Esa vez, como tantas noches, me dijo que renunciaría apenas terminado un proyecto. Llevaba aplazándolo casi un año, al punto que incluso pensé en invitarle un trago de aniversario. “Un brandy debe estar bien, justamente se ha terminado el mío hoy y debo ir a reponerlo. De no ser por eso, quizás seguiría aquí, semi inconsciente” consideré sínicamente.

Después de eso, solo quedaba lavar las copas, limpiar la barra, el inventario, y quizás entonces pudiese ir a descansar. Pero ya habría tiempo para eso, así que me limité a sacar un cigarro y quedarme un rato fuera en la noche helada. Era febrero, pero el invierno en esas fechas apenas muestra clemencia, decidiendo no quemar mi rostro o apagar mi tabaco como en Enero. Eso lo agradezco.

Apenas me levantaba de la banqueta para ir dentro, cuando vi que un hombre espiaba a través del vidrio del bar. Se trataba de un viejo entrados en sus sesentas, de barba blanca y cerrada, el cual vestía con una gabardina gris y un sombrero acorde.

- Ya cerramos amigo.

- Solo será un trago.

- Es algo tarde.

- No le molestaré mucho.

Había escuchado eso tantas veces, cada vez más risible, pero decidí acceder con tal de tener un poco de compañía antes del cierre y evitar que el viejo se congelase buscando otro lugar abierto. La gente de edad es bastante obstinada. Dentro, el bar era calentado únicamente por las tenues luces que colgaban del techo, pero era más que suficiente cuando había otras formas de entrar en calor. El hombre se aflojó la bufanda y se quitó el sombrero como una cortesía de antaño.

-Un whisky doble por favor.

- ¿Alguna preferencia?

- ¿Tienes algún islay?

- Tengo Ardbeg.

-Eso estará bien.

- ¿Seguro? Es raro tomar un islay en las rocas.

-Bueno, digamos que no es mi primera vez.

Encogí los hombros y cumplí con lo que había solicitado. Para los que no estén familiarizados, los islay tienen la peculiaridad de ser salados y ocasionalmente con un sabor que recuerda a los guisantes. La primera vez que probé uno, recuerdo haber hecho muecas que recordasen al efecto de algunos jarabes para la tos.

Le serví el vaso al hombre y este lo tomó como si fuera agua. Se limpió la boca, y se paró.

- ¿Cuánto te debo?

- Son trece.

-Aquí tienes, conserva el cambio. -Pasando un billete de cincuenta.

-Le agradezco. He de decirle que nunca había visto a alguien tomar islay, y menos de esa manera.

-Es cuestión de cómo vive uno muchacho. Es una historia un poco larga.

-Bueno, yo no le detendré, pero a como lo veo, usted me ha dejado dinero suficiente como para dos vasos más y una buena propina.

-Si lo pones de esa manera, creo que aceptaré tu oferta.

No parecía alguien específicamente adinerado, pero a esa edad muchos hombres optan por la caridad esperando aligerar un poco la cruz de los años. El viejo volvió a acomodarse tranquilamente en la silla y como si tuviese que afinar su garganta, tomó un sorbo y comenzó su relato.

-Cuando hube cumplido la mayoría de edad, conocí a un hombre al que llegué a considerar un amigo. Su nombre era extraño, ya que su padre era escocés, pero siempre le llamamos Gust. Gust era el típico muchacho que le encantaba hacer bromas a los vecinos y ser llamado un problema, y también le encantaba meter en líos a sus amigos. Hacía fiestas y nos cargaba la mano con el alcohol, o cuando sabía que nos gustaba una chica, nos empujaba a hablar con ellas de la manera menos natural posible.

- ¿Y funcionaba?

-Por supuesto que no. -Dijo soltando una risotada. -Él lo sabía y por eso lo hacía, pero al menos sirvió para aprender a romper el hielo cuando si valiese la pena. Gracias a eso, tuve esposa y un par de chicas más, pero no me desvío más del tema que nos concierne. Uno de esos días en los que bebíamos en su casa, por fin pude tener mi revancha. Él había traído un Laphroaig de 21 años, un licor que como usted comprenderá, no se consigue con facilidad. Había sido un regalo de un familiar por haber cumplido justamente sus 21 primaveras, pero para Gust, no había mejor escenario para abrirlo, que mirando las caras de desagrado de sus amigos mientras él tomaba sin inmutarse. Sin embargo y por primera ocasión, el quedaría mal. A sabiendas que beberíamos un licor tan fuerte en cuestión de semanas, los chicos y yo compramos dos botellas de islay, y bebimos hasta poder tolerar cómodamente su sabor, no sin antes haber entumecido nuestras gargantas y lenguas en múltiples ocasiones.

Bajando por mi esófago, pude sentir el sabor a mar y humo característico del Laphroaig, llegando a sentir la boca reseca y teniendo que abrir una cerveza para continuar con la historia de aquel hombre, que había terminado su segundo vaso con la misma facilidad del primero.

-Esa noche íbamos preparados, y después de un par de tragos casuales, Gust sacó aquella emblemática botella de su caja verde y elegante. Era más costosa que la ropa de todos nosotros juntos, y por un momento titubeé, tragando saliva, intentando estar listo para aquel sabor tan desafiante. Gust, como habíamos predicho, nos sirvió un vaso con una medida considerable de whisky, nada de hielo, y nos hizo brindar con él.

El viejo de repente, interrumpió su ritmo, primero con un ligero temblor en el labio, que rápidamente se convirtió en llanto, un sollozo que hizo temblar su voz y un tanto sus manos, pero aquello no era por el alcohol, al menos no directamente.

-Todos lo bebimos rápido y de golpe, y nos reímos ante la expresión desconcertada de Gust, como si esperase todavía el remate de aquel chiste. Así hicimos una segunda y una tercera vez, hasta que la botella se vació. La verdad es que… no era tan fuerte. -Finalmente, había golpeado aquella fibra, esa que cada viejo tiene y de vez en vez, alcanzaba a ver en alguna mesa en la esquina del bar, pero aquí estaba, en frente mío por primera vez, y ni todo el alcohol del mundo podría alejarte lo suficiente de ese sentimiento. Ante tal condición de arrepentimiento, mi reacción no pudo sino ser equivoca.

- ¿Se encuentra bien? ¿Gusta que le de un vaso de agua?

- ¿Sabe que quisiera? Un triple de Laphroaig de 21 años. -Exclamaba entre balbuceos, incapaz de poder controlarse. 

-Me temo que no tengo por el momento…

-Yo sé que no tienes muchacho, y aún si lo tuvieras, no sería la botella que quiero. La botella que busco se vació hace cuarenta años, por un grupo de niños tontos que no sabían tomar. Era el mejor whisky que pude haber probado en mi vida, tenía la mejor compañía y bien pude haber hecho un par de caras con tal de darle un gusto más a aquel hombre. Se fue muy pronto… todo.

Había dejado de intentarlo y ahora sucumbía a la emoción, viviendo su nostalgia gustoso, pues incluso a la agonía le abría los brazos. Frente a mí el hombre reprochaba, pero no por mí, sino contra sí mismo. Al terminar el tercer vaso, limpio sus ojos y nariz con su manga, y como si no hubiera pasado nada, afinó la garganta y volvió a la compostura del inicio lo mejor que pudo.

“Es triste tomar solo, chico.

Disculpa”.

El hombre se paró una ultima vez de su asiento, sacando 50 más de la cartera y dejándolos en la barra, mientras se marchaba cabizbajo hacia la fría noche, anudando su bufanda nuevamente, sin voltear a verme, pero tampoco frente suyo.

 Nunca más lo he vuelto a ver, pero desde entonces, que guardo un Laphroaig de 21 años.