Existe algo llamado parálisis del sueño, y cada cierto tiempo padezco de ello. Es un lapso entre el cansancio y el sueño donde el cuerpo se encuentra inerte, incapaz de recibir orden alguna para su movimiento, quedando a merced de los otros sentidos, de los susurros de la noche, de las siluetas en la oscuridad y el agitado respirar ante la urgencia de hacer algo, ya sea despertar o dormir.
Es algo con lo que he aprendido a lidiar con los años, pero hace un par de semanas que se escuchaban muchos crímenes en las cercanías, así que empecé a dejar el arma que tenía en casa a un lado de la cabecera.
El viernes surgió le hecatombe de
mi vida, pues al caer la noche y así yo en el letargo, escuché la puerta de mi
casa abrirse bruscamente, en un estruendo que ningún criminal permitiera para
sus fechorías. Desperté, pero la parálisis había hecho su tarea, así que
inmóvil aguardé que mi cuerpo respondiese antes de que se abriera la puerta.
Escuchaba el chirrido de los escalones, el caminar hasta mi habitación, y por último,
el rechinar de las bisagras. A lo lejos, las sirenas de las patrullas empezaron
a escucharse, sirviéndome como un vago consuelo, pero mi destino estaba
sellado.
Ahí estaba el asesino, frente a
mí, vistiendo mi cuerpo y en la cuenca de los ojos, un oscuro total. El cuerpo
se acercó y se echó encima mío.
Entonces desperté, condenado.
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