En la mañana, un estrepito, un salto, como un pájaro chocando contra la ventana.
Lo escuchamos cayendo
en picada hacia la pequeña jardinera de los vecinos, levantándonos con
preocupación por lo irremediable, lo vimos desde arriba asomados, pero por más
que el tiempo pasó, no se levantó más.
Salimos de la
habitación.
Aquel cuarto piso de la
hilera de departamentos replicados en arcilla estaba solo e iluminado por algo
que empezaba a resultarme conocido. Y si bien nadie tocó el tema, poco a poco
fui consciente de ello. Había perdido un amigo, a una persona en el
departamento y la alteración de mis pensamientos. La noche eterna había
acabado, días atrás, pero nadie, ni siquiera Roberto, lo quiso ver.
Y ahí estaba otra vez
en aquella esquina, pero el Sol se filtraba desde la ventana, y mientras que mi centro aún palpitaba alterado, empezaba a doler algo parecido a la soledad.
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