lunes, 17 de abril de 2023

Un paseo por los canales.

 Habían dado las once de la noche, pero en aquella ciudad el Sol y la noche no implicaban cambio alguno para sus habitantes. Aprovechaban cada instante, turnaban sus actividades en un ciclo donde la única diferencia era el cambio de rostros que uno topase, en su mayoría divertidos por su provisionamiento de alcohol y el resto eran locales, miradas esquivas, siempre hacia el frente desde sus alturas. Sin embargo, la conducta más extraña a mi parecer, había sido lo homogeneidad en la que se mezclaban las parejas paseando a sus niños en carriolas y aquellas mujeres exóticas, bailando en esas vitrinas rojas que brincaban a la vista, y que nadie juzgase.

Yo tampoco lo haría.

Sin embargo, no podía evitar sentir que estaba haciendo algo incorrecto, como si el mismo hecho de permanecer despierto y vagabundear entre las calles del distrito me hiciese cómplice de una distorsión moral que parecía funcional. La verdad es que así era. Lo sabía desde que salí de la habitación del hotel a hurtadillas de mi familia, cuando había pasado a comprar una caja de condones en la última farmacia abierta, y también cada vez que miraba aquellas luces rojas, atrapantes como la incandescencia fulminante que guía a los insectos hacia la muerte. Esa noche no quería ser cómplice ni espectador, sino uno más en la ciudad, como aquellos viejos que vivían en el piso de arriba de las vitrinas, paseando curiosamente a su ganso de mascota, o aquellos amigos que iban a embriagarse para luego disfrutar de un espectáculo voyerista. Mientras más lo pensaba, menos sentido tenía y ni todo el alcohol del mundo ni los postres de ingredientes locales podrían habérmelo dado. “Quizás era muy temprano para mí” llegué a considerar, pero consideraba a la vez haber tenido suficientes encuentros sexuales como para sentirme experimentado. No era cuestión de morbo, sino quizás, la falta de él.

Recorrí los canales al menos una decena de veces, estudiando a la gente que pasaba, tratando de hallar alguna otra alma tímida que me incitase a dar aquel paso, en lugar de tan solo dar un salto de fe, posando mi mirada entre las mujeres encerradas como muñecas en su empaque, el cual era abierto decenas de veces al día. Pasé una y otra vez por aquellos cafés, donde los aromas fuertes penetraban la nariz y la ropa, al punto que apuraba el caminar con tal de no dejar rastro de mi escapada nocturna ante las acusaciones familiares. En alguna ocasión, logré mirar adentro de uno, pero nadie me miraba, no miraban nada.

Había también bares, panaderías y esoterismo, pero principalmente gente, hombres y mujeres guiados por el morbo, por la entrepierna, pero también los que hacían su día a día, su camino al trabajo, su ciclismo, o el típico paseo para estirar las piernas, los que gritaban cuanto habían sacado de entre los bolsillos de la última oleada de gente, y también los que esperaban en los lugares más recónditos, cuyos ojos no estaban para inspirar confianza, sino un trato por un precio “justo”.

Pasé por aquellos locales donde mujeres hacían espectáculos con frutas, con tuberías, con casetas fotográficas, por los pasillos de masajes, por las casas que se alejaban de la mirada pública y que ofrecían un poco más de intimidad a aquellos curiosos de los gustos del cuerpo, pero todo era un espejismo. Una ciudad de flores en capullo que ocultaban sodomía a plena vista, una ciudad invadida por el desquicio extranjero, de esquinas con aroma a pis y hierba, de carteristas y vendedores ambulantes de muerte.

Finalmente, toqué a la puerta, y aquella mujer de ropa apenas decorativa abrió, puso su tarifa y cerramos el trato. Treinta minutos después, estaba fuera, con la cartera y el saco vacíos, y cuando hubiese saciado mi absurda lujuria, pude por fin sentir miedo.

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