Habían dado las once de la noche, pero en aquella ciudad el Sol y la noche no implicaban cambio alguno para sus habitantes. Aprovechaban cada instante, turnaban sus actividades en un ciclo donde la única diferencia era el cambio de rostros que uno topase, en su mayoría divertidos por su provisionamiento de alcohol y el resto eran locales, miradas esquivas, siempre hacia el frente desde sus alturas. Sin embargo, la conducta más extraña a mi parecer, había sido lo homogeneidad en la que se mezclaban las parejas paseando a sus niños en carriolas y aquellas mujeres exóticas, bailando en esas vitrinas rojas que brincaban a la vista, y que nadie juzgase.
Yo tampoco lo haría.
Sin embargo, no podía evitar
sentir que estaba haciendo algo incorrecto, como si el mismo hecho de
permanecer despierto y vagabundear entre las calles del distrito me hiciese cómplice
de una distorsión moral que parecía funcional. La verdad es que así era. Lo
sabía desde que salí de la habitación del hotel a hurtadillas de mi familia,
cuando había pasado a comprar una caja de condones en la última farmacia
abierta, y también cada vez que miraba aquellas luces rojas, atrapantes como la
incandescencia fulminante que guía a los insectos hacia la muerte. Esa noche no
quería ser cómplice ni espectador, sino uno más en la ciudad, como aquellos
viejos que vivían en el piso de arriba de las vitrinas, paseando curiosamente a
su ganso de mascota, o aquellos amigos que iban a embriagarse para luego
disfrutar de un espectáculo voyerista. Mientras más lo pensaba, menos sentido
tenía y ni todo el alcohol del mundo ni los postres de ingredientes locales
podrían habérmelo dado. “Quizás era muy temprano para mí” llegué a considerar,
pero consideraba a la vez haber tenido suficientes encuentros sexuales como
para sentirme experimentado. No era cuestión de morbo, sino quizás, la falta de
él.
Recorrí los canales al menos una
decena de veces, estudiando a la gente que pasaba, tratando de hallar alguna
otra alma tímida que me incitase a dar aquel paso, en lugar de tan solo dar un
salto de fe, posando mi mirada entre las mujeres encerradas como muñecas en su
empaque, el cual era abierto decenas de veces al día. Pasé una y otra vez por
aquellos cafés, donde los aromas fuertes penetraban la nariz y la ropa, al
punto que apuraba el caminar con tal de no dejar rastro de mi escapada nocturna
ante las acusaciones familiares. En alguna ocasión, logré mirar adentro de uno,
pero nadie me miraba, no miraban nada.
Había también bares, panaderías y
esoterismo, pero principalmente gente, hombres y mujeres guiados por el morbo,
por la entrepierna, pero también los que hacían su día a día, su camino al
trabajo, su ciclismo, o el típico paseo para estirar las piernas, los que
gritaban cuanto habían sacado de entre los bolsillos de la última oleada de
gente, y también los que esperaban en los lugares más recónditos, cuyos ojos no
estaban para inspirar confianza, sino un trato por un precio “justo”.
Pasé por aquellos locales donde
mujeres hacían espectáculos con frutas, con tuberías, con casetas fotográficas,
por los pasillos de masajes, por las casas que se alejaban de la mirada pública
y que ofrecían un poco más de intimidad a aquellos curiosos de los gustos del
cuerpo, pero todo era un espejismo. Una ciudad de flores en capullo que
ocultaban sodomía a plena vista, una ciudad invadida por el desquicio
extranjero, de esquinas con aroma a pis y hierba, de carteristas y vendedores
ambulantes de muerte.
Finalmente, toqué a la puerta, y
aquella mujer de ropa apenas decorativa abrió, puso su tarifa y cerramos el
trato. Treinta minutos después, estaba fuera, con la cartera y el saco vacíos,
y cuando hubiese saciado mi absurda lujuria, pude por fin sentir miedo.
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