martes, 4 de abril de 2023

El último cliente.

 Estaban dando las dos de la mañana, el último borracho de la noche emprendía su viaje hasta su cama en el vehículo de algún desconocido que cumplía un servicio como cualquier otro. Lo acompañé hasta el transporte, recargándose de vez en vez en mí hombro derecho y dejándolo caer dentro del auto. El conductor me miró como si la condición de este hombre fuera mi culpa. En parte lo era. Me siento responsable de mis clientes y por eso les ayudo, yo lleno la copa, yo les sirvo otra, pero claro está, que nadie viene obligado. En todo caso ese sería yo, que debe poner el pan de cada día en la mesa. Entonces acaso soy la víctima, y todos los que llegan también lo son, pero de distintas suertes.

La mayoría tratan de olvidarse del trabajo, y como no querer hacerlo. Sebastián, el hombre que se acababa de ir, recién llegó a las once. A pesar de ser Sábado, trabajó 13 horas en la oficina a fin de terminar aquel informe que su jefe no leerá sino hasta una semana después.

¿Lo peor? Nada de horas extras. El sábado es un día gratis, así lo estipula su contrato. Esa vez, como tantas noches, me dijo que renunciaría apenas terminado un proyecto. Llevaba aplazándolo casi un año, al punto que incluso pensé en invitarle un trago de aniversario. “Un brandy debe estar bien, justamente se ha terminado el mío hoy y debo ir a reponerlo. De no ser por eso, quizás seguiría aquí, semi inconsciente” consideré sínicamente.

Después de eso, solo quedaba lavar las copas, limpiar la barra, el inventario, y quizás entonces pudiese ir a descansar. Pero ya habría tiempo para eso, así que me limité a sacar un cigarro y quedarme un rato fuera en la noche helada. Era febrero, pero el invierno en esas fechas apenas muestra clemencia, decidiendo no quemar mi rostro o apagar mi tabaco como en Enero. Eso lo agradezco.

Apenas me levantaba de la banqueta para ir dentro, cuando vi que un hombre espiaba a través del vidrio del bar. Se trataba de un viejo entrados en sus sesentas, de barba blanca y cerrada, el cual vestía con una gabardina gris y un sombrero acorde.

- Ya cerramos amigo.

- Solo será un trago.

- Es algo tarde.

- No le molestaré mucho.

Había escuchado eso tantas veces, cada vez más risible, pero decidí acceder con tal de tener un poco de compañía antes del cierre y evitar que el viejo se congelase buscando otro lugar abierto. La gente de edad es bastante obstinada. Dentro, el bar era calentado únicamente por las tenues luces que colgaban del techo, pero era más que suficiente cuando había otras formas de entrar en calor. El hombre se aflojó la bufanda y se quitó el sombrero como una cortesía de antaño.

-Un whisky doble por favor.

- ¿Alguna preferencia?

- ¿Tienes algún islay?

- Tengo Ardbeg.

-Eso estará bien.

- ¿Seguro? Es raro tomar un islay en las rocas.

-Bueno, digamos que no es mi primera vez.

Encogí los hombros y cumplí con lo que había solicitado. Para los que no estén familiarizados, los islay tienen la peculiaridad de ser salados y ocasionalmente con un sabor que recuerda a los guisantes. La primera vez que probé uno, recuerdo haber hecho muecas que recordasen al efecto de algunos jarabes para la tos.

Le serví el vaso al hombre y este lo tomó como si fuera agua. Se limpió la boca, y se paró.

- ¿Cuánto te debo?

- Son trece.

-Aquí tienes, conserva el cambio. -Pasando un billete de cincuenta.

-Le agradezco. He de decirle que nunca había visto a alguien tomar islay, y menos de esa manera.

-Es cuestión de cómo vive uno muchacho. Es una historia un poco larga.

-Bueno, yo no le detendré, pero a como lo veo, usted me ha dejado dinero suficiente como para dos vasos más y una buena propina.

-Si lo pones de esa manera, creo que aceptaré tu oferta.

No parecía alguien específicamente adinerado, pero a esa edad muchos hombres optan por la caridad esperando aligerar un poco la cruz de los años. El viejo volvió a acomodarse tranquilamente en la silla y como si tuviese que afinar su garganta, tomó un sorbo y comenzó su relato.

-Cuando hube cumplido la mayoría de edad, conocí a un hombre al que llegué a considerar un amigo. Su nombre era extraño, ya que su padre era escocés, pero siempre le llamamos Gust. Gust era el típico muchacho que le encantaba hacer bromas a los vecinos y ser llamado un problema, y también le encantaba meter en líos a sus amigos. Hacía fiestas y nos cargaba la mano con el alcohol, o cuando sabía que nos gustaba una chica, nos empujaba a hablar con ellas de la manera menos natural posible.

- ¿Y funcionaba?

-Por supuesto que no. -Dijo soltando una risotada. -Él lo sabía y por eso lo hacía, pero al menos sirvió para aprender a romper el hielo cuando si valiese la pena. Gracias a eso, tuve esposa y un par de chicas más, pero no me desvío más del tema que nos concierne. Uno de esos días en los que bebíamos en su casa, por fin pude tener mi revancha. Él había traído un Laphroaig de 21 años, un licor que como usted comprenderá, no se consigue con facilidad. Había sido un regalo de un familiar por haber cumplido justamente sus 21 primaveras, pero para Gust, no había mejor escenario para abrirlo, que mirando las caras de desagrado de sus amigos mientras él tomaba sin inmutarse. Sin embargo y por primera ocasión, el quedaría mal. A sabiendas que beberíamos un licor tan fuerte en cuestión de semanas, los chicos y yo compramos dos botellas de islay, y bebimos hasta poder tolerar cómodamente su sabor, no sin antes haber entumecido nuestras gargantas y lenguas en múltiples ocasiones.

Bajando por mi esófago, pude sentir el sabor a mar y humo característico del Laphroaig, llegando a sentir la boca reseca y teniendo que abrir una cerveza para continuar con la historia de aquel hombre, que había terminado su segundo vaso con la misma facilidad del primero.

-Esa noche íbamos preparados, y después de un par de tragos casuales, Gust sacó aquella emblemática botella de su caja verde y elegante. Era más costosa que la ropa de todos nosotros juntos, y por un momento titubeé, tragando saliva, intentando estar listo para aquel sabor tan desafiante. Gust, como habíamos predicho, nos sirvió un vaso con una medida considerable de whisky, nada de hielo, y nos hizo brindar con él.

El viejo de repente, interrumpió su ritmo, primero con un ligero temblor en el labio, que rápidamente se convirtió en llanto, un sollozo que hizo temblar su voz y un tanto sus manos, pero aquello no era por el alcohol, al menos no directamente.

-Todos lo bebimos rápido y de golpe, y nos reímos ante la expresión desconcertada de Gust, como si esperase todavía el remate de aquel chiste. Así hicimos una segunda y una tercera vez, hasta que la botella se vació. La verdad es que… no era tan fuerte. -Finalmente, había golpeado aquella fibra, esa que cada viejo tiene y de vez en vez, alcanzaba a ver en alguna mesa en la esquina del bar, pero aquí estaba, en frente mío por primera vez, y ni todo el alcohol del mundo podría alejarte lo suficiente de ese sentimiento. Ante tal condición de arrepentimiento, mi reacción no pudo sino ser equivoca.

- ¿Se encuentra bien? ¿Gusta que le de un vaso de agua?

- ¿Sabe que quisiera? Un triple de Laphroaig de 21 años. -Exclamaba entre balbuceos, incapaz de poder controlarse. 

-Me temo que no tengo por el momento…

-Yo sé que no tienes muchacho, y aún si lo tuvieras, no sería la botella que quiero. La botella que busco se vació hace cuarenta años, por un grupo de niños tontos que no sabían tomar. Era el mejor whisky que pude haber probado en mi vida, tenía la mejor compañía y bien pude haber hecho un par de caras con tal de darle un gusto más a aquel hombre. Se fue muy pronto… todo.

Había dejado de intentarlo y ahora sucumbía a la emoción, viviendo su nostalgia gustoso, pues incluso a la agonía le abría los brazos. Frente a mí el hombre reprochaba, pero no por mí, sino contra sí mismo. Al terminar el tercer vaso, limpio sus ojos y nariz con su manga, y como si no hubiera pasado nada, afinó la garganta y volvió a la compostura del inicio lo mejor que pudo.

“Es triste tomar solo, chico.

Disculpa”.

El hombre se paró una ultima vez de su asiento, sacando 50 más de la cartera y dejándolos en la barra, mientras se marchaba cabizbajo hacia la fría noche, anudando su bufanda nuevamente, sin voltear a verme, pero tampoco frente suyo.

 Nunca más lo he vuelto a ver, pero desde entonces, que guardo un Laphroaig de 21 años.

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