martes, 20 de diciembre de 2022

Vino Francés

 Antes de ir a la guerra, Krebs estuvo en un colegio metodista de Kansas. Un alumno ejemplar, si acaso el mero conocimiento bastase para ganarse el visto bueno del profesorado, quien se mantenía detrás suyo dadas sus faltas cívicas, como era murmurar durante los rezos y no contestar un “amén” cuando era meritorio.

“Ahora necesitaras a Dios más que nunca” fueron las últimas palabras que recibió de su madre antes de embarcarse a Francia, pero por más que pasaban los días en territorio hostil y la guerra se lidiaba, Estados Unidos ganaba terreno como fuerza independiente, y más y más soldados llegaban, quedándose en la retaguardia de aquel pequeño pueblo cerca de Chaumont, a la espera de que la fuerza expedicionaria estuviese preparada.

Ahí, de lo único de lo que preocuparse, era que el vino durase hasta llegado el nuevo cargamento de provisiones, y que los franceses refugiados no se lo robasen. En eso sí que eran independientes las fuerzas americanas, y así se apropiaron de un pequeño bar llamado “le Louvre”, donde no hacía falta una identificación más allá del acento para saciar tu garganta con alcohol.

Las primeras veces había tomado cerveza, pues se entregaba en cuantía y era lo de todos, “pero quizás él no era como todos”, pensaba sin hallar el encanto de la cebada, situación que se repitió en otra ocasión con el whiskey, al cual calificó de “licor de barniz” en su primer y único acercamiento. Pero una vez instalados adecuadamente y habiendo ganado terreno en pequeñas guerrillas alrededor, el vino llegó como un obsequio por haber recuperado las carreteras aledañas. Los franceses no podían tomarlo a pesar de que sobrevivían con el mínimo de las comodidades, recibiendo lo que bien podrían considerarse apenas sobras de aquellos banquetes en le Louvre, donde los jóvenes americanos vivían el regocijo de la procrastinación.

El vino le llenó de una forma que no creía posible. Para Krebs, se trataba de lo mejor de dos mundos, el calor del whiskey y la fácil entrada de la cerveza. Tenía predilección por los Merlot, pero mientras fuese tinto le iba bien, Pinot Noit, Cabernet, del Bordeaux o la Bourgogne, caía rendido por igual ante el dulzor que la astringencia y de manera autodidacta, aprendió a maridarlo, con las aves, carnes rojas y dulces ocasionalmente recibidos. En algún punto recordó haberlo probado cuando era joven, durante algún rito en la escuela que poco o nada podría significarle en ese momento, consciente del sacrilegio en su pensar, pero también de que había sido uno de los mejores recuerdos de su infancia. Bebía hasta satisfacer la sed o hasta que, en alguna noche afortunada, lograba con meras señas y sonrisas ganarse el favor de alguna chica francesa, aunque incluso entonces solía llevarse la botella consigo, compartiéndola con sus acompañantes. Un gran bebedor, pero nunca inconsciente, solo de ligero vivir.

Las fuerzas estadounidenses se estaban preparando con cada día que pasaba para su avance a través del territorio alemán, pero incluso entonces, era probable que ni siquiera fuera necesario ser llamados a la batalla, al ser su pelotón pequeño y considerado de apoyo.

Esos fueron los pensamientos que pasaban por la mente de Krebs, hasta que un mensajero llegó desde Saint-Dié, avisando sobre la ofensiva alemana entrando en territorio francés, pero incluso entonces, Krebs mantuvo la calma, sintiendo mayor angustia por separarse de su elixir rojo, su único gran amor y el único sustento a su sed.

Participó en un par de batallas, algunas importantes, y otras en las que casi no la libró. Cayó en manos enemigas a un par de días de llevado al frente, pero fue rescatado incluso más rápido, saliendo sin temor alguno, como si aquel resultado fuese premeditado. La realidad es, que prefería distraerse en sus añoranzas absurdas, ignorando si acaso su vida valdría para algo más. Ninguna herida de bala, ninguna derrota, ni aquella necesidad de rezar. Sin embargo, el sabor del vino era algo que calaba cada día sobreviviendo en aquellas trincheras llenas de heridos y cadáveres. No fue sino cuando se declaró la victoria, que pudo reencontrarse con aquel anhelo, y volviese a saciar su sed como antes, mejor que nunca, como si fuese la recompensa de una vida de méritos.

Cuando volvió a casa, sus padres lo recibieron apropiadamente, y poco o nada más volvieron a pedirle a su vida ante el aparente terror que había vivido su primogenito. Vivió una vida normal, con un trabajo de oficina, una mujer y un niño, una casa en los suburbios, y fines de semana descansando en un viejo bar de Kansas. Pero en Kansas, el vino no era bueno, nada como aquel que le servían durante la guerra, vino francés, allí no se conseguía. Entonces, cada que miraba hacia la pared del bar donde había colgado una publicidad del reclutamiento de aquel entonces, su boca empezaba a salivar como un perro mientras que más tarde que temprano, su cabeza era azotada por una súplica recurrente que le devolviese hasta las palabras de su madre, a su infancia, y a la fe que nunca pareció haber tenido.

“Dios, lo que daría por probar aquel vino una vez más”.

martes, 13 de diciembre de 2022

La silla

 En la oficina tenemos una silla maldita, y no se diga tan solo por las figurativas alucinaciones de Doña Pilar que la ve moverse de vez en cuando, sino más bien de una maldición que aún los malos creyentes como Castillo y Valdés han tomado por ciertas.

La silla lleva dos años en la oficina y desde que se trajo, se ha utilizado apenas un par de meses, pero toda persona que se sienta ahí ostenta un poder momentáneo, sucumbiendo a febril prepotencia y alardes de superioridad que los lleva a realizar actos ilícitos y separarse de la empresa con los bolsillos llenos, y si bien eso último no suena tan mal para Valdés, el simple hecho de pedir la silla se ha vuelto un símbolo de aprensión en contra de este individuo, dando por hecho la pérdida de su moralidad y de su compromiso con la empresa.

Desde entonces, que solo ha tenido dos dueños. El primero fue el Ingeniero León, ex gerente general de una compañía multinacional durante diez años. El hombre se sentía respaldado por el nombre de su puesto y su conversa era elocuente y sus argumentos razonables. Incluso hasta el último día de labores con nosotros, había sido imposible demostrar que había robado siquiera en las legalizaciones de gastos, saliendo incluso con saldo a favor al momento de su retiro. Tuvo que pasar más de un año para enterarnos de la modalidad de su robo, el cual consistía en generar sobrecostos en las facturas pagadas por los socios internacionales de la empresa, los cuales disfrazaba como "costo de transacción y retenciones", las cuales ascendían a un par de miles de dólares por factura. En ese entonces, el encargado de los pagos era yo, pero en mi defensa diré que era bastante inexperto sobre el comercio internacional.

El segundo caso que ostenta lo de la maldición, fue el del ingeniero Rodríguez, gerente a nivel nacional en Venezuela, un hombre bastante carismático en primera instancia, quien solía invitar mejunjes de extraño proceder pero al final de sabor aceptable. Al principio, tomó la silla en señal de respeto a su puesto, siendo que nuestro gerente tenía una silla normal, pero un escritorio más grande. Era una compensación equitativa y nadie halló problema en esa lógica. Sin embargo, con cada día que pasaba, la disposición de Rodríguez se volvió más escasa, pasándose la mayor parte del día encerrado en su habitación y bajando únicamente para comer o para mantener las apariencias sobre su arduo trabajo del día. 

Una vez lo invité a la casa.  Compró unos puros baratos y yo puse un whiskey escocés que recién había comprado. He de admitir que no soy un gran bebedor, y aún si lo fuera, me encuentro enemistado con la embriaguez, encontrándome antes con el ardor del hígado y una clara indisposición a caminar. Aún así, Rodríguez hizo hasta lo imposible por justificar que tomábamos a la par, llenando mi vaso hasta el desborde, mientras que él tomaba hasta la última gota de la botella y se iba, probablemente al próximo embuste en su agenda. La botella nunca la pagó e incluso se hacía el ofendido y el orgulloso cuando se mencionaba. Ese fue el primero de tantos roces que tuvimos. Aunque lejos de ser el peor.

El peor fue durante su última visita, en la que se había vuelto intolerable incluso para los altos directivos, sentándose en aquella gran silla corruptora, hablando con mujerzuelas y ocasionalmente con su mujer, notándose la diferencia por el tono de voz agresivo e insensible. Aún con todo eso, logró zafarse del trabajo con la excusa de que su mujer estaba gravemente enferma y debía partir de emergencia. Consiguió el boleto de avión cambiando los datos de un vuelo de uno de los socios, llevándose bajo su brazo la cartera de clientes de la compañía y cincuenta mil pesos de la caja fuerte, de la cual yo era responsable y debía rendir cuentas. Afortunadamente, mi inocencia no fue puesta en duda, pero si la credibilidad de la empresa, dado que el hombre se dirigió con todos los clientes y socios hablando de como lo habíamos echado déspotamente. Aún quedan indicios del caos económico que eso dejó en la compañía.

Y así, la silla empezó a tornarse como un símbolo de maldad pura, un trono maldito, el fin último de todos los males de la empresa, pero aún con todo ello, nadie se animaba a tirarla, después de todo, era una silla costosa y aún conservada por el poco uso recibido.

Poco a poco, las historias se fueron entrecruzando y exagerando, al punto de ver como la silla se movía sola, como se escuchaba su rechinar y desprendía un aura que hacía imposible acercarte sin antes abandonar tus creencias. Cuando llegó la chica nueva a la oficina, fue necesario darle una de las sillas que ya se tenían ocupadas, pero nadie se animó a tomar aquel asiento disonante, ni los gerentes, ni los directivos o si quiera los ingenieros de proyectos, que solían venir apenas dos veces por semana, prefiriendo intercambiar sillas una y otra vez con otros lugares, provocando pequeñas guerrillas internas por la sucesión de la silla y creando debates de como en la cadena jerárquica, alguien debía hacerse con esa silla.

El día que vino la contadora Verónica, casualmente hubo una reunión de todo el personal, ocurriendo una situación tan abominable como que no alcanzasen los lugares donde sentarse. La contadora solía llegar solo una vez por mes, y hacía dos meses que no se aparecía dado a un embarazo. Había estado lejos el suficiente tiempo como para ignorar todas las polémicas y sin sentidos que rodeaban al inamovible objeto.

 Verónica agradeció el buen gesto de una silla más cómoda, y se sentó con tal naturalidad e indiferencia, que nos hizo olvidar que incluso hubo algo como una silla maldita.



viernes, 2 de diciembre de 2022

Todo era una pérdida de tiempo.

Todo era une pérdida de tiempo. 

Kevin sabía que ese mundo tan preciado que había construido para su propio gozo se había convertido en una carga imposible de seguir manteniendo. A veces contemplaba su creación con nostalgia, como solía jugar moldeando la tierra, eligiendo cuales eran las mejores formas, la mejor combinación de elementos, sintiéndose un Dios dadivoso para ese diminuto universo que se cernía frente a sus ojos y se metía entre sus uñas y otra parte al lavamanos. Kevin era bondadoso, mandando comida constantemente, permitiéndoles crecer sin tantos esfuerzos. A veces, mandaba adversidades hacia los habitantes de su granja, le gustaba ver como respondían, pero después de unos instantes de pánico, siempre hallaban la forma de salir adelante. No eran inteligentes, pero si podían aportar algo a coste de su vida, no les importaba hacerlo. Mandó gigantes y entre un ejercito le rodeaban y lo devoraban. Mandó diluvios y sus creaciones se aglomeraban y se mantenían juntos, logrando flotar y salvar la mayor cantidad de vidas posibles. Kevin mataba a los exploradores, no quería que salieran de ese pequeño mundo aislado, porque solo ahí eran suyos.

“¿Y si llegan donde Alan? Ya no serían solo míos.”

Una vez vio a un grupo completo acampar a sus anchas ahí con Alan. No lo pensó dos veces y durante la noche, exterminó a todos y cada uno, sin derecho a sepultura ni respeto. Kevin estaba furioso, y arremetió contra su pequeño mundo, tambaleándolo hasta sus cimientos, haciendo caer sus caminos y atrapándoles entre escombros y laberintos de los que mucho no salieron. Al día siguiente, estaba arrepentido, así que les dejo un festín servido esperando comiesen hasta reventar y nunca más tuviesen la necesidad de salir. Pero eran seres curiosos, que seguían reproduciéndose, y cada vez comían más. Pronto, los recursos que les distribuía Kevin dejaron de ser suficientes, y él ya no estaba dispuesto a dar más que eso.

Su solución fue algo siniestra pero bien pensada. Empezó a plantar nuevos regentes en su pequeño mundo, los cuales buscaban derrocarse los unos a los otros, entrando en guerrillas constantes que no solo diezmaban a los soldados, sino también los recursos que llegaban a su gente. Una y otra vez, aparecían nuevos líderes de argumentos fuertes, y entonces las poblaciones morían hasta reducir sus números al mínimo.

Un día, Kevin notó algo raro.

Sus creaciones ya no peleaban.

Se preguntaba si acaso habían alcanzado algo parecido a la paz, pero en realidad era algo mucho más patético. Sus regentes y su descendencia habían mandado a la guerra a todos y cada uno de sus peones. Ahora todos eran regentes, y no sabían como pelear. Mandaban la orden de matar a su nombre, pero el mensaje no tenía receptor. Ahí empezaron a morir uno a uno, incapaces de conseguir por sí mismo el sustento, e ignorantes de que unidos hubiesen sobrevivido.

Kevin los observó con cierta tristeza, sabiendo que había fracasado como Dios creador. Tomó su mundo y lo agitó de tal forma, que nadie quedase vivo esta vez. Estuvo un par de días pensativo, hasta que finalmente dio con una luz entre sus penumbras. Nuevamente, volvió a moldear la tierra, pero esta vez, la tierra era dividida por grandes masas de agua, y cada regente gobernaba su propia tierra. Les dio la sensación de descubrimiento, cuando surcaban esos mares en búsqueda de más recursos, hallando hostilidades, guerras, pero que ya no mataban a todos, pues sus obreros seguían en sus tierras, aprovechando sus recursos, quedando a la espera. Ahora, sus creaciones tienen luz eléctrica, armas de fuego y bombas atómicas, pero también aprendieron del miedo, y se miran los unos a los otros, con desapego, desconfianza y ya no confían en sus regentes. Todo rastro de aquella civilización unida que daría la vida por el bien mayor, quedó diluido hasta convertirse nada, y ahora todo se reduce en ganadores y vencidos. Kevin lanzó una adversidad tras otra, pero ya no la afrontaban con unidad, porque habían inventado las patentes y los impuestos, y quienes no pagaban morían, y así los pocos buenos corazones desaparecían.

Kevin dejó de mandarles comida hace mucho tiempo, pero ellos inventaron la ganadería y la siembra, la comercialización y las marcas de renombre, y aunque no alcanza para todos, alcanza para quienes les importan. Kevin ya no puede mirarlos, está horrorizado con lo que pasa, así que optó por el abandono.

jueves, 1 de diciembre de 2022

Sábado de cacería.

 Durante el fin de semana, Abigail suele ir a la plaza a tomar su café por las mañanas. Desde hace dos años, se tornó en su ritual de cacería, pues Abigail sigue en busca de su hombre soñado, un escenario idílico donde tuviese que compartir mesa con un hombre apuesto de acuerdo a las tendencias de los canales de moda, unos ojos que le miren y se esquiven, hasta hallarse nuevamente a mitad del café, diciéndole que bien le van esos colgantes y como su cabello corto resalta su cuello largo.

A Abigail le encanta fantasear, pero sabe que es posible. Su prima dice haber conocido así a su marido. Desde entonces que Abigail demora tres horas arreglándose para ir por su café de la mañana. Toma el tren a las nueve y a las diez llega al otro lado de la ciudad, aún despampanante, sin rastro del sudor debajo de capas y capas de lociones costosas que aún no termina de pagar. Pero al hombre del café no le importarán sus deudas, ni tampoco que le falte un trabajo estable. Ella vende sus bolsas de diseñador que apenas usa un mes, y así logra aguantar una semana más, a expensas de las notificaciones del banco y hacienda.

Abigail llega a la plaza y desde la puerta, todos los hombres voltean a verle con su caminar de pasarela, su escote puntual y su mini falda que deja ver un par de piernas diamantinas trabajadas dos horas diarias en el gimnasio y una más con la navaja. Sus pies están siempre arreglados y siempre combinan con el color de los zapatos, los cuales separan por mínimo diez centímetros su talón del suelo.

Abigail no cree ser interesada. Si lo fuera, simplemente iría con alguno de esos hombres babeando y que llevasen un vestir caro y perfil griego. De esos ha visto dos el día de hoy, pero ninguno de ellos ha entrado al café, ni ha decidido compartir la mesa con ella. Abigail pide su café con esplenda y leche de almendras, y también pide crema batida y chochitos de chocolate. Para acompañar suele pedir un muffin, o un pedazo de panque. Es su gustito tras la semana de dieta, sabiendo que el hombre de sus sueños no llegará mientras ella come su segundo atún del día.

Abigail se sienta con glamour, simulando ver su teléfono, cuando en realidad esta buscando a su presa, a su príncipe encantador, y realiza cálculos de las mesas vacías y los mejores lugares donde sentarse. Ante su análisis, el mejor lugar es ese de sillas altas que está a un costado de la caja. La iluminación le favorece, y también la altura, con tal no se den cuenta que mide poco menos de 1.60m.

Un hombre entra al bar con gafas de sol. Su barba está un poco descuidada, pero nada con lo que no pueda trabajar. Le parece un poco anticuado, y lleva bastón, inventándose que quizás sea un jugador de futbol retirado que de a poco lleva su rehabilitación. Ni idea de para quien podría jugar, porque ella de futbol no sabe nada, pero de hombres es capaz de medir su estatura y figurarse su condición con tan solo un vistazo. Es una habilidad adquirida después de tantos años de tantear el tamaño del mostrador y los carteles, lo otro es más por experiencias personales. Abigail ha tomado tantos hombres como cafés en otros días, pero ninguno ha merecido ese lugar al lado de su chimenea. Abigail voltea y disimula. Sabe que los hombres presienten las miradas, y no quiere arruinar su cacería. Él debe de venir solo y de ahí sabrá si la presa es buena.

Pasado un par de minutos, ocurre su primera fantasía, y el hombre se acerca y pregunta aún con lentes de sol si está ocupada la silla. Abigail contesta que no, y el hombre se sienta justo frente a ella. Al instante, Abigail se estira, y adopta una postura que oculte lo marchito en su sonrisa, su escote resalta cuando aprieta entre sus manos el café, e incluso para comer adopta un porte que se vuelve un deleite ver. Pero él la tiene en frente y no se inmuta, no muestras signos de interés, con la mirada impermutable, como si ella no estuviera ahí.

Ella le mira fijamente, y después de un rato, se va con su vaso hasta la entrada, admitiendo el día de hoy su derrota. Ahí ve a un perro moviendo la cola, amarrado fuera de la cafetería y siente como el animal celebra que su dueño no ha sido tomado.