martes, 13 de diciembre de 2022

La silla

 En la oficina tenemos una silla maldita, y no se diga tan solo por las figurativas alucinaciones de Doña Pilar que la ve moverse de vez en cuando, sino más bien de una maldición que aún los malos creyentes como Castillo y Valdés han tomado por ciertas.

La silla lleva dos años en la oficina y desde que se trajo, se ha utilizado apenas un par de meses, pero toda persona que se sienta ahí ostenta un poder momentáneo, sucumbiendo a febril prepotencia y alardes de superioridad que los lleva a realizar actos ilícitos y separarse de la empresa con los bolsillos llenos, y si bien eso último no suena tan mal para Valdés, el simple hecho de pedir la silla se ha vuelto un símbolo de aprensión en contra de este individuo, dando por hecho la pérdida de su moralidad y de su compromiso con la empresa.

Desde entonces, que solo ha tenido dos dueños. El primero fue el Ingeniero León, ex gerente general de una compañía multinacional durante diez años. El hombre se sentía respaldado por el nombre de su puesto y su conversa era elocuente y sus argumentos razonables. Incluso hasta el último día de labores con nosotros, había sido imposible demostrar que había robado siquiera en las legalizaciones de gastos, saliendo incluso con saldo a favor al momento de su retiro. Tuvo que pasar más de un año para enterarnos de la modalidad de su robo, el cual consistía en generar sobrecostos en las facturas pagadas por los socios internacionales de la empresa, los cuales disfrazaba como "costo de transacción y retenciones", las cuales ascendían a un par de miles de dólares por factura. En ese entonces, el encargado de los pagos era yo, pero en mi defensa diré que era bastante inexperto sobre el comercio internacional.

El segundo caso que ostenta lo de la maldición, fue el del ingeniero Rodríguez, gerente a nivel nacional en Venezuela, un hombre bastante carismático en primera instancia, quien solía invitar mejunjes de extraño proceder pero al final de sabor aceptable. Al principio, tomó la silla en señal de respeto a su puesto, siendo que nuestro gerente tenía una silla normal, pero un escritorio más grande. Era una compensación equitativa y nadie halló problema en esa lógica. Sin embargo, con cada día que pasaba, la disposición de Rodríguez se volvió más escasa, pasándose la mayor parte del día encerrado en su habitación y bajando únicamente para comer o para mantener las apariencias sobre su arduo trabajo del día. 

Una vez lo invité a la casa.  Compró unos puros baratos y yo puse un whiskey escocés que recién había comprado. He de admitir que no soy un gran bebedor, y aún si lo fuera, me encuentro enemistado con la embriaguez, encontrándome antes con el ardor del hígado y una clara indisposición a caminar. Aún así, Rodríguez hizo hasta lo imposible por justificar que tomábamos a la par, llenando mi vaso hasta el desborde, mientras que él tomaba hasta la última gota de la botella y se iba, probablemente al próximo embuste en su agenda. La botella nunca la pagó e incluso se hacía el ofendido y el orgulloso cuando se mencionaba. Ese fue el primero de tantos roces que tuvimos. Aunque lejos de ser el peor.

El peor fue durante su última visita, en la que se había vuelto intolerable incluso para los altos directivos, sentándose en aquella gran silla corruptora, hablando con mujerzuelas y ocasionalmente con su mujer, notándose la diferencia por el tono de voz agresivo e insensible. Aún con todo eso, logró zafarse del trabajo con la excusa de que su mujer estaba gravemente enferma y debía partir de emergencia. Consiguió el boleto de avión cambiando los datos de un vuelo de uno de los socios, llevándose bajo su brazo la cartera de clientes de la compañía y cincuenta mil pesos de la caja fuerte, de la cual yo era responsable y debía rendir cuentas. Afortunadamente, mi inocencia no fue puesta en duda, pero si la credibilidad de la empresa, dado que el hombre se dirigió con todos los clientes y socios hablando de como lo habíamos echado déspotamente. Aún quedan indicios del caos económico que eso dejó en la compañía.

Y así, la silla empezó a tornarse como un símbolo de maldad pura, un trono maldito, el fin último de todos los males de la empresa, pero aún con todo ello, nadie se animaba a tirarla, después de todo, era una silla costosa y aún conservada por el poco uso recibido.

Poco a poco, las historias se fueron entrecruzando y exagerando, al punto de ver como la silla se movía sola, como se escuchaba su rechinar y desprendía un aura que hacía imposible acercarte sin antes abandonar tus creencias. Cuando llegó la chica nueva a la oficina, fue necesario darle una de las sillas que ya se tenían ocupadas, pero nadie se animó a tomar aquel asiento disonante, ni los gerentes, ni los directivos o si quiera los ingenieros de proyectos, que solían venir apenas dos veces por semana, prefiriendo intercambiar sillas una y otra vez con otros lugares, provocando pequeñas guerrillas internas por la sucesión de la silla y creando debates de como en la cadena jerárquica, alguien debía hacerse con esa silla.

El día que vino la contadora Verónica, casualmente hubo una reunión de todo el personal, ocurriendo una situación tan abominable como que no alcanzasen los lugares donde sentarse. La contadora solía llegar solo una vez por mes, y hacía dos meses que no se aparecía dado a un embarazo. Había estado lejos el suficiente tiempo como para ignorar todas las polémicas y sin sentidos que rodeaban al inamovible objeto.

 Verónica agradeció el buen gesto de una silla más cómoda, y se sentó con tal naturalidad e indiferencia, que nos hizo olvidar que incluso hubo algo como una silla maldita.



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