miércoles, 24 de abril de 2024

El origen.

Al paso de cinco millones de años desde el nacimiento de la raza humana, el voyager 5, salía por fin del espacio interestelar para posicionarse en lo que sería la frontera universal, la cual se había calculado en la Ley de la Expansión Universal hacía más de tres millones de años. Desde entonces, tan solo un Sistema de Inteligencia Artificial conocida como Red Fox, seguía monitoreando el viaje tempestuoso de la sonda hasta el abismo mismo. Red Fox, o Foxy como se le había puesto por el equipo de investigación, se había mantenido activa durante los últimos ochenta mil años, operando de manera autónoma y mandando reportes mensuales sobre el status del Voyager 5, a veces redireccionando el curso del satélite o realizando cálculos para escapar del campo de gravedad de diversas estrellas. Eran sistemas gemelos, sincronizados con un solo propósito, aunque dicho propósito fuera irrelevante a estas alturas. Los tiempos del hombre habían cambiado tan drásticamente, que difícilmente podían seguir llamándose de la misma forma. 

La humanidad aprendió a hallar respuesta a todas las cosas, desde sus orígenes hasta la forma de alcanzar la tan aclamada inmortalidad que buscaron por generaciones. Conectaron sus cuerpos a máquinas, donde sus mentes eran absorbidas en simulaciones, y podían alcanzar sus sueños y deseos más absurdos sin causar dolor alguno a otros, una vida plena que duraba tanto como eones o hasta que el deseo de morir finalmente llegase.

 Eventualmente, el pensamiento de omnipotencia y omnisciencia dio por descartada la existencia de un Dios, pues todas sus leyes fueron comprobadas, sabiéndose también superiores entre las entidades del universo. Fue también esa sensación de autorrealización humana y el desprendimiento de la espiritualidad, lo que hizo que poco a poco se fueran apagando las consciencias almacenadas en simulaciones y los hombres hallasen escape en la muerte autoinducida. De aquella gloriosa humanidad, quedaban apenas un centenar vagando entre los servidores de su utopía. La ultima vez que alguien había revisado los informes de Foxy, hacía cien años, pero eso era irrelevante para su vital tarea, que era guiar a su hermano hasta el final del universo. El Voyager V funcionaba con un pequeño colisionador de partículas que bien podía generarle energía por millones de años, pero si los cálculos eran correctos, al final del universo las partículas se detendrían y entraría en energía de emergencia, consistiendo en un conducto de decenas de kilómetros de largo que se desplegase por las fronteras alargando los últimos momentos del satélite y permitiéndole mandar apenas unas cuantas fotos como prueba del cumplimiento de su misión.

Las fotos llegaron apenas unos minutos después de que el Voyager 5 se apagara permanentemente ante la falta de condiciones para su funcionamiento, y Foxy analizó la información, mandando lo que sería su último informe.


15 de Octubre de 542-ASE.

Se confirma la llegada del satélite Voyager al límite calculado del universo, entrando a un área carente de toda partícula o signo de energía aparente, provocando así su rápido deterioro e implosión. Durante este proceso de apenas 223 décimas de segundo, ha podido capturar doce fotografías del universo visto desde fuera. Las fotografías, tomadas a 547 millones de kilómetros del borde universal, muestran lo que parece ser una huella dactilar compuesta por los límites del universo. Se recomienda la anulación de la Ley de Origen Universal vigente, y la corroboración de las teorías teológicas pasadas. 

Archivos no encontrados. 

Favor de ingresar información para continuar análisis.

Tiempo de Batería Estimado de Siete Días.


Atentamente Foxy.


Documento generado automáticamente por sistema Red Fox.





Y así los siete días pasaron, y el universo nació de nuevo.


jueves, 18 de abril de 2024

La calma y la paz.

 Yo que he visto  los árboles tintineando,

y la luz que se filtra bajo el tallo de una ceiba,

soy consciente de lo bello y las trivialidades

que dan sentido a este mundo de sorpresas.


Y pienso cada quien podría verlo

si parara un segundo el pensamiento y el advenimiento errante que nos pierde,

al corazón que viendo riesgos, cree hallar experiencias,

cuando busca tan solo el abrazo gélido y lejano de una amiga ajena.


Hoy que hallo el silencio entre paredes blancas,

puedo saber que la calma y la paz no son siempre amigas,

que la primera ama estar quieta y la segunda repleta

de alegrías grabadas para toda la vida.


Un abrazo, una sonrisa, un momento eterno,

y después, que más da si volvemos a la idiocia de esta vida,

Ser feliz es algo que llega de camino a la cima

mientras la cima es tan solo un momento.




miércoles, 3 de abril de 2024

El tratamiento milagroso.

Apreciable Dr. Auster


Agradezco las comunicaciones que hemos establecido, así como el apoyo que he recibido de su parte desde mis tiempos en la universidad.

Sabrá usted Doctor, que como casi cualquier persona he sufrido el aturdimiento de los sentidos, rememorando aquellos acontecimientos como momentos de terror, un miedo, una advertencia de que aquello que damos por sentado, lo que creímos una vez como realidad, pudiese desmoronarse en un pestañeo. Un instante de ceguera, la parálisis de sueño, el ensordecimiento ante el ruido de turbinas, la pérdida del gusto y el olfato ante la enfermedad, todo eso son apenas pequeñas muestras de la fragilidad de lo que comprendemos como realidad, en comparación con lo que he presenciado, víctima de mi propia incredulidad de creer que acaso cada ser humano fuese capaz de controlar las experiencias ofrecidas por las fuerzas ajenas a su propia razón. Pido al cielo desde entonces ser perdonado por mi estupidez, pues no ha habido en mis intenciones ni ápice de maldad, más allá de la tentación ofrecida por el dinero, que me hace tan pecador como todos los demás. Culpo acaso a mi soberbia, por creerme capaz de hacer algo que nadie había logrado, un imposible fijado, figurándome Hércules con sus pruebas u Odiseo escapando de las garras de Calipso, pero en mí no obró ninguna fuerza divina, o por lo menos ninguna de alma benevolente. Espero me permita construir un poco de mi escenario personal en esta carta, con el único propósito de explicar los motivos e importancia de la misma.

Desde mis años de estudiante, había estado expuesto a los conocimientos prohibidos para los jóvenes. Dada mi personalidad curiosa y deliberante de los parámetros de la moralidad, me vi muchas veces envuelto en situaciones en las que mi sentido común se veía puesto en duda, pero nada más alejado de la realidad, pues bien era continuamente iluminado con los nuevos descubrimientos que concebía en el día a día, volviéndome una pesadilla para los vecinos y una figura iluminaba entre mis compañeros, a quien solía servir como quien consulta una enciclopedia por información. 

Fue en esos años que conocí a mi mejor amigo, Lu Bolin. Se hacía llamar Luke, a fin de evitar errores o burlas por sus orígenes, pero su cara era algo que no podía ocultarse. Aún así, pocos se atrevían a meterse con Luke, dado que se corría el rumor de que su familia tenía conexiones con la mafia china. La verdad era que ni siquiera había una mafia china en la ciudad, y todo era parte de las maquinaciones de Luke para llevar una vida más plena. Ese tipo de acciones era quizás lo que movía nuestra amistad, y nos había hecho sentir interés por el otro rápidamente. 

Luke me abrió el panorama hacia nuevos límites de los sentidos. Su familia cultivaba opio y otras plantas y hongos alucinógenos, a las cuales el había estado habituado a consumir desde joven, siempre en ambientes controlados y dosis medidas a nivel clínico. Por generaciones, habían transmitido el uso de toda clase de sustancias con el propósito de abrir los chis en su familia, lo cual les permitía, en sus propias palabras, tener una comprensión a nivel universal de las cosas, y también mejorar sus capacidades cognitivas. Era difícil refutar esos argumentos, cuando Luke era el mejor de la clase y también tenía una facilidad admirable con distintos deportes, en los cuales la fuerza no era lo primordial, sino los reflejos. 

Habría pasado un mes de que Luke me había hablado de ello, cuando me encontraba en su casa, solicitando a su familia recibir el tratamiento también. Hubo muchos reclamos en chino que ciertamente no alcanzaba a comprender, pero finalmente y quizás ante la presión de ser delatados, accedieron. El lugar era una habitación de colores tenues, donde solo había una cama, sin sábanas ni almohada. En el suelo había incienso quemándose y por una ventana de barrotes, se filtraba el Sol y una leve brisa. Bebí un te, y entonces, me pidieron que me recostase en la cama, mientras que los padres de Luke salieron de la habitación, quedándose únicamente él a mi lado. Sin embargo, no le era permitido hablarme, solo estaba ahí para calmarme, tomaba mi mano ocasionalmente o me acariciaba el pelo o el pecho. Lo que vi aquella vez me resulta innecesario mencionarlo, pues todo quien no haya estado en ese tipo de rituales no sería capaz de concebir aquel panorama y quienes lo han experimentado, no necesitan burdas palabras para ello. Estoy seguro que usted pertenece al segundo grupo Doctor.

Desde entonces, solía realizar aquellos rituales con cierta periodicidad, poco a poco siendo mejor recibido en casa de Luke, al punto en que me fueron compartidos los conocimientos relacionados, como lo eran el cultivo, las condiciones controladas y las medidas tan meticulosas en las porciones, temperatura y recolección apropiada de las hierbas. Aquello había influido tanto en mi vida, que dediqué la misma a estudiar medicina y a la investigación de los efectos psicotrópicos de diversas sustancias en el proceso cognitivo de los humanos. Diez años habían pasado de mi vida en un pestañeo y durante todo ese tiempo, fue que también lo conocí a usted y obtuve las herramientas y acceso a los equipos necesarios para formular mis experimentos. Sin embargo, hubo otra figura, la de Luke, quien estuvo a mi lado compartiendo una meta en común, que era aprovechar aquellos conocimientos para que las personas alcanzasen mejoras cognitiva, generando un nuevo orden sobre lo que consideramos inteligencia promedio. Mientras que me dedicaba a la meticulosa tarea de la experimentación controlada e investigación de efectos secundarios, Luke se enfocó a las condiciones psicológicas con las que debían contar los pacientes para evitar situaciones adversas. Era fácil concebir los padecimientos mentales como factores de riesgo, pero también se detectaron condiciones adversas en pacientes con anemia, hipertensos y con enfermedades crónicas del corazón. Solo entonces, fui consciente de la inmensa suerte que había tenido en no haber sufrido ningún incidente durante todos mis años de pruebas, así como también, en la influencia de la genética y alimentación típica de la cultura china en el éxito de los rituales.

Conseguimos nuestro consultorio recién nos egresamos, un lugar escondido en el barrio chino donde la policía no tenía injerencia. Luke se mostró en contra del consultorio, consciente de la cantidad de variables que aún no habíamos considerado para los tratamientos, así como de la ilegalidad en la que podía verse envuelta toda su familia; sin embargo, las ansias de la ignorancia son voraces, tanto como la ambición creativa. En contra de las advertencias de Luke, los primeros pacientes cumplieron perfectamente el propósito del tratamiento, y pronto se corrió la voz sobre el par de médicos milagrosos capaz de iluminar a los hombres. 

El primer caso no exitoso tuvo lugar dos meses después de la apertura. Se trataba de una joven sin problemas físicos ni mentales vista desde el exterior, sin embargo, la dosis fue demasiado fuerte para su cuerpo, teniendo que recurrir a un proceso de desintoxicación intensivo durante tres días, en los cuales Luke y yo nos turnamos para cuidar a la joven y traerla de vuelta a la realidad. La causa, habríamos de descubrir, no era más que sus hábitos alimenticios. Era vegetariana. 

Nuevamente los roces y las discusiones con Luke entraron en escena, cada vez más acaloradas debido al peligro en que poníamos a su familia. La solución que encontramos de manera inmediata fue atender a los pacientes desde mi casa. Acondicioné una habitación de acuerdo a las especificaciones que se debían de seguir, y continuamos nuestro prolífero negocio.

Dos días antes de aquel fatídico día donde todo cayese en debacle, tuve mi última gran pelea con Luke. La razón fue apenas algo importante a mi parecer, pero así son todos los detonantes de las peleas sin aparente sentido, víctimas del peso de lo que cargaban antes. Habíamos recibido a un paciente y Luke había hecho la guardia, mientras que yo seguía como era habitual, inmerso en mis investigaciones para estabilizar los efectos de las drogas a fin de conseguir mayores niveles de eficiencia y absorción. Desde mi primer inmersión en casa de Luke habíamos logrado avanzar a pasos agigantados. Mientras que antes requería aplicar dosis periódicas cada tres meses, ahora bastaba con una única dosis anual, y aún entonces, los remanentes se mantenían durante un par de años más, pero quizás una sola dosis pudiese bastar algún día, como si se abriese una puerta que nunca más tuviese que cerrarse en la cognición humana. 

Escuché entonces desde el laboratorio un escándalo proveniente de la habitación del paciente, pero sabía que no podía entrar, Luke debía de hacerse cargo por su cuenta y confiaba que así sería. Un par de minutos después, el silencio volvió y no escuché más sino hasta el retiro del paciente. Luke lo llevó hasta con habitual cordialidad, y cuando hubo cerrado la puerta principal, se dirigió hacia mí gritando y tomándome de los hombres con desesperación y violencia. El motivo del comportamiento errante del paciente había sido debido al mal trabajo de insonorización de la habitación de inmersión, reaccionando entonces a la sirena de un camión de bomberos que pasaba sobre la avenida, levantándose de la habitación y empezando a golpearse contra la pared, hasta que Luke consiguió inmovilizarlo mediante puntos de presión. Le aseguré que los accidentes siempre pasaban y que no había razón para causar un alboroto esta vez, pero no hizo más que achacarme los problemas derivados de mi pensamiento ligero sobre los temas humanos. Ciertamente tenía razón, pero en ese momento, me negué a aceptarlo, decidiendo entonces deshacer nuestra sociedad, más no así cesando los servicios, quedándome con el juego de llaves que le había dado meses atrás, y teniendo ahora que cubrir por mi propia cuenta el tratamiento completo, al menos en lo que contrataba a alguien para cubrir el puesto.

El paciente, un tal Howard Smith de 23 años de edad, acudió al nuevo consultorio como cualquier otra cita. Se había recibido anteriormente su expediente médico y no había indicios de ninguna de las complicaciones que otros pacientes habían mostrado con anterioridad. Era lo que llamábamos un individuo idóneo.

Howard llegó a las ocho de la mañana, una hora antes de su cita acordada, lo cual agradecí dado que podría pasar más tiempo con mis experimentos. Si bien, no solía realizar las actividades de vigilancia, sabía de memoria el procedimiento de enfermería y todas las medidas de seguridad que Luke había seguido durante sus actividades, trabajo que consideraba en extremo perezoso. Le di la dosis de siempre al paciente y me quedé a un costado de la habitación, mientras que sus ojos se mantenían cerrados, temblando ante los movimientos oníricos hasta que halló calma al paso de una media hora.

Poco después, un ruido abrupto agitó los cimientos de mi hogar, y los ojos del paciente nuevamente percibieron inquietud. La habitación, como anteriormente había comprobado Luke, no estaba correctamente insonorizada, y la agitación se apropió del paciente, quien se paró de un salto de la cama, como un animal acorralado o que despierta en un lugar desconocido, y yo estaba en la misma jaula que el animal. Empecé a moverme despacio hacia la salida, pues a diferencia de mi ex compañero, yo no contaba con las habilidades referentes a puntos de presión, aunque afuera de la habitación, en el laboratorio, tenía algunos fármacos y anestésicos que podían librarme de tan peligroso escenario. Caminé lentamente hacia la puerta sin ser percibido por Howard, que se mantenía alerta, aún buscando el origen del golpeteo. Sus manos estaban aferradas a la orilla de la cama y sus piernas estaban dobladas, como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Llegué a la puerta y giré la perilla lentamente sin ser detectado. Logré salir sin mayor inconveniente, y me dirigí hacia mi laboratorio, donde preparé una dosis de morfina lo suficientemente elevada como para tumbar a un hombre de 200 kilos, medida razonable para el estado de alerta que sufría Howard. Nuevamente, se escuchó el golpeteo de la puerta, y desde fuera, pude al fin escuchar con claridad la voz que le acompañaba y gritaba "¡Eres un maldito Emil! !No puedes patentar mi trabajo a tu maldito nombre!" Fue apenas entonces que noté que no había vuelto a cerrar la puerta donde se encontraba Howard, pero era demasiado tarde. En un lapso menor a un segundo, se escuchó el azote de la puerta contra la pared, y pude ver a Howard Smith corriendo como un desquiciado en frente mío, dirigiéndose directamente hacia la ventana a un costado de la puerta principal, rompiéndola en el impulso y logrando salir entre cortes que recorrían sus brazos y rostro, escurriendo lentamente la sangre fuera de sí. Luke debió estar confundido, incapaz de razonar de porque había un paciente una hora antes del tiempo de atención, como había logrado escapar, o de porque había aparecido una figura tan macabra a través de la ventana. Solo puedo hacer conjeturas al respecto, pues al llegar a la escena, Howard se encontraba encima de Luke, mordiendo su rostro y desfigurándolo, quien era incapaz de defenderse ante el monstruo que habíamos creado en la inconsciencia, en el iluso pensamiento de que estábamos listos para la evolución. Apliqué el tranquilizante, pero Howard siguió en su tarea primigenia, hasta desfallecer encima de Luke unos minutos después, unos minutos tarde. El rostro de Luke había sido completamente desfigurado, habiéndose removido la piel en casi su totalidad, así como ojos y labios. Sin embargo, lo más crudo de aquel escenario, era saber que Luke seguía con vida, consciente todavía de su destino. Formuló una palabra, una petición, y yo obedecí, volviendo poco después con una inyección que haría la tarea.

Evidentemente, el alboroto alertó a los vecinos, y la policía no tardó en llegar a la escena. Desde entonces han pasado tres años, los cuales llevo pudriéndome en prisión, pensando si aquella condena es suficiente para expiar mi egocentrismo y los crímenes derivados de este. A pesar de todo, no puedo sino sentir una pasión tremenda por la investigación y me ha sido posible adquirir revistas e intercambiar cartas con usted, compartiendo información de nuestras investigaciones. Pido entonces y esto solo es en base a conjeturas Dr. Auster, que reconsidere la integración de aquel compuesto   derivado de mi investigación en su próximo proyecto. Soy consciente que es el director a cargo del Programa de Vacunación a Nivel Internacional, y que en su última carta dice haber eliminado el factor de agresividad en un 90%, pero Dios nos libre de ese diez restante, si el caos se apodera de las ciudades, sepa quedo libre de esa responsabilidad.


Emil H.B.

 


 


lunes, 18 de marzo de 2024

Despedida terrenal.

 "...¡Por supuesto! El principio proviene de mí y solo el final he de ver. Yo les he he sacado del barro y también en pocos momentos, observaré como a él regresarán. Sepan que todo lo sé, y siempre lo he sabido, y tan así que este final fue algo tan inevitable como natural. 

¿Y entonces, para qué? pensarán. 

Porque todos estos años, llenos de amores, burlas, tragedias, y absurdos, no son sino el compilado de las obras más bellas que jamás haya visto, y ni en su guion ni ejecución he tenido voz o voto. Solos han llegado hasta donde están, pero solos ya no más. Sean bienvenidos hijos míos."


Mensaje de misericordia reproducido en ojivas nucleares, de acuerdo al artículo 26 de los Acuerdos de Gestiones Bélicas.



martes, 12 de marzo de 2024

El descenso infinito.

 Al principio, me sentía caer. Caía hacia las indomables corrientes de la adultez por el vórtice de aguas color penumbra que amenazaban con destazar mi cuerpo entre lo útil y los desechos, y así, como única solución, hallé tensar todos los músculos de mi cuerpo, con tal de seguir completo y sobrevivir al incordiar de la sociedad que fluía a mis alrededores; cada gota era una vida y de mi frente fluían vidas al no hallar salida por mis ojos. Eventualmente, el cansancio se apoderó de mi sacudido cuerpo, y con sumisa resignación, dejé que la corriente me llevase, cediendo el tensar y la lucha. Pude sentir como mi cuerpo giraba y mi cabeza daba vueltas hacia el mar de individuos, llenándome y vaciándome continuamente con la humedad del torbellino, mientras que mi cuerpo se consumía lentamente en el mar de agua salada, secándome como pescado al sol. 

Como añoraba el Sol que desde hacía años no veía, siempre sobre mi cabeza, siempre rehuyendo del mismo, incapaz de valorar tenerle presente sobre mí, bastándome recibir su reflejo en las noches pues una luz tan radiante era imposible de seguir. Eso era lo que me decía desde el vórtice, sintiendo los achaques que si bien, menos frecuentes que antes, magullaban mi cuerpo ahora débil por el frágil esfuerzo que ponía en mi respirar. Había perdido el día y la noche, y el sueño no era más que una continuación del constante padecimiento de aprisionamiento sin final. A veces abría los ojos y trataba de buscar en el agua algún rayo de luz, pero las aguas eran agitadas y arremetían contra mis ojos, al punto que no quise abrirlos más, entregándome por fin al abrazo arrebatado de la humanidad, y volviéndome lentamente otra gota en el mar de gente vacía, absorbida por la piel de hombres completos, que se evaporan al acercarse al sol, o que viven por siempre en las profundidades del abismo. En ese punto, había culpado a todos por mi abrupto descenso, envidié a los que salían a flote y veían el Sol, pero sabía que el principal antagonista de esta historia, se ocultaba en mi carne, y pronto sería consumido al menos por mi propia indecisión, y es que los valientes buscan como vivir y los cobardes solo se acomodan. 




Pasó entonces que sentí una molestia en los ojos, y quedando apenas entreabiertos, me sentí cegado ante la falta de hábito hacia la luz, pero era imposible que hubiese iluminación cuando hube descendido durante tanto tiempo. Eché un segundo vistazo y me encontré con un destello zigzagueante que surcaba por encima del abismo. Alcanzarlo parecía prácticamente imposible, siendo víctima del golpeteo agobiante de las vidas convencidas de que ese no era el camino. En ese momento, lloré arrepentido de no tener la fuerza para luchar contra la corriente al ver mis músculos atrofiados por el desuso, pero la luz parecía acercarse, apiadándose de mí impotencia, viéndole cada vez más grande pero sin ápice ni asomo de su calidez, mirándole fijamente lleno de dudas hasta que divisé las trémulas fauces de un voraz rapé que no hallase espacio suficiente en sus entrañas para este corazón aún latiendo. Y así sobreviví pero aún yaciendo a la merced del infinito vacío, quedándome un crudo aprendizaje y buscando hacer uso de mis extremidades nuevamente,  abriendo los ojos de vez en vez, buscando si en algún momento volviese a ver la luz, por lo menos en un sueño.

El sueño cobró vida mientras usaba mis dedos para propulsarme hacia arriba entre las corrientes de individuos deshechos y cuyos destinos maldecían, más no llegó en forma de luz, de Sol o espejismo, sino al ver encima mío a alguien aferrándose a la suerte de no caer. Su frente y mejillas se encontraban húmedas y su cabello era largo y pesado por el agua que absorbía, mientras que aquellos individuos en su obstinación por no desaparecer en soledad, buscaban arrastrarle junto con ellos a la profundidad. Entonces vi como sacaba unas tijeras, y cortaba su cabello, cayendo algunas hebras alrededor mío y las vidas de los miserables a la infinidad. Empecé a subir hasta que estuve en su rango de visión, y le ayudé a acomodarse, hasta quedar frente a frente. Por un instante, pareció como si el estruendo del vorágine enmudeciese y las gotas dejasen de tocarnos, y entonces quedamos por primera vez en años, acompañados. Ahora subimos, uno a la espalda del otro, y aunque llevamos años cayendo, podemos sentir algo cálido detrás, algo que nos impulsa al Sol que creímos alguna vez haber soñado.




miércoles, 6 de marzo de 2024

Estaciones.

 En una escuela de alguna comunidad rural, enseñan sobre el cambio de estaciones, y los niños entienden fácilmente, pues así como damos nombre al día y la noche, tan familiares como divisibles, se presentan las temporadas en forma de colores y sensaciones, la primavera con las flores, el verano con su Sol intempestivo, el otoño con el cobrizo de las hojas que caen para así dar entrada al invierno, con sus tonos grises y el viento gélido que saca los edredones del armario y los hacendosos platillos. Uno de esos niños habrá ido de visita a la ciudad, quizás a ver a la familia o por visitar a un amigo, y habrá notado el detalle peculiar, que sin importar la época del año, su cielo es gris y lúgubre, los árboles son escasos y el frío pareciese acumularse en las pilas de hierro que parecen cada vez más grandes; y ante tal vislumbre de contrariedad, habrá pensado lo difícil que lo tienen los niños en las ciudades para aprenderse las estaciones.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Cama compartida.

 Habían pasado cuatro años. Desde hace mucho que los rezos habían terminado, las cajas del descanso eterno habían pasado al dominio de las raíces y la hierba que crecía en las cunas sepulcrales como es propio del mundo que vivimos. La viuda era una mujer de alta gracia y de perfil joven, aún sin llegar a los 60 inviernos, y parecía mantenerse de un ánimo encomiable que hizo parecer la pérdida como una fábula o el término de una tragedia, pudiendo incluso escucharse que su rostro era aún más joven que antes. Todo halago era bien recibido por la viuda, quien se vanagloriaba de ellos como si fuesen parte de la joyería que exhibía constantemente. Justo ahí el otro comentario que no caía en su gracia, era si acaso iba a buscar a algún pretendiente, a lo que alegaba haber vivido el suficiente tiempo presa de los malos tratos de un hombre como para cometer ese error dos veces.

En las mañanas, una muchacha hacía la limpieza y las comidas en su casa, pero en las noches la viuda se mantenía sola, en una habitación con fotografías de su familia y así también, un pequeño retrato con la imagen de su fallecido esposo, a la cual miraba con cierto desprecio y cierta ternura, como miramos aquellas cosas complicadas de la vida. En la foto se podía ver sin su pierna derecha, amputada por una complicación con un episodio diabético, enfermedad que terminó reclamándole completamente en el último momento. Recordaba que antes de la operación, el aroma era espantoso, al punto que le era imposible dormir a su lado, e incluso después de la pérdida del miembro, sentía como si la fetidez no lo hubiese abandonado nunca. Solo después de muerto fue que atribuyó la pestilencia a su propia imaginación, o tal ves al anhelo de su presencia, que aún llena de penurias, rememoraba entre risas y nostalgia, como aquellas palabras que decía en sus últimos años "acá vendré a verte cuando yo me muera, así que no compres una cama más pequeña" y ella solo se burlaba, como quien le dicen algo que nuca habría de desear. 

Durante mucho tiempo, no dejó a nadie entrar a la habitación más que para el aseo, convencida de que la esencia pútrida de su esposo permanecía impregnada en su habitacion. Eventualmente, la peste desapareció de la recamara y así tambien el sentimiento de luto que le acompañaba, sintiéndose de cierta manera libre y permitiendo nuevamente las visitas esporádicas de su familia.

Una noche, quizás llevada por el resonar de las palabras de quien ya no estaba o sus desordenes de sueño, murmuraba a oídos sordos "nunca supiste cumplir tus promesas", mientras se burlaba nuevamente y se acomodaba en la cama como solía hacer antaño, colocándose sobre su hombro derecho y dando la espalda a la fotografía en el buró. Su sueño era como una travesía a dominios oníricos, donde sus ojos finalmente tendían hacia el delirio, mundo donde el frío podía atravesar sus sabanas, rozando su piel con vetusto sentimiento y causándole el más brusco escalofrío que habría de traerle desde el sueño hasta fuera de su cama en un instante, perturbada por aquella sensación tan familiar que a sus ojos, solo podía prevenir del inframundo. Sin embargo, la idea de lo paranormal provenía más bien desde el olfato, dominado por aquel aroma putrefacto de la pierna necrótica del fallecido. El sudor recorría su frente, mientras miraba hacia todas partes, hacia las fotografías, hallando únicamente la burla de las miradas inanimadas que reían como siempre, pero con un toque de malicia. No pegó el ojo hasta que el sol fue a su encuentro. Convencida de que se trataba tan solo de un mal sueño, se reservó aquel acontecimiento para si, hasta que nuevamente durante la noche, pudo sentir el reclinar del colchón que se percibe cuando alguien se sube, como se acomodaba a su espalda, y aún con los ojos abiertos de par en par, le tomaban del brazo y también de la cintura. Ahí volvía el aroma, encarnado como en aquellos días, como si nunca se hubiera ido de la cama, inundando sus pulmones pero aún siendo incapaz de vomitar ante la presión abismal que era ejercida por la presencia de aquella entidad. Convencida que de voltear, habría de encontrarse con un tabú para los vivos, se levantó del colchón a como le fue posible, y caminó hacia la sala sin mirar atrás. Ahí tomó el teléfono y llamó a sus dos hijos varones argumentando una emergencia.

Casi de inmediato, los dos hombres estaban en la entrada, alarmados por el llamado de su madre, quien aún alterada les explicó los acontecimientos de los cuales había sido víctima en las ultimas noches, cosa que el hijo mayor tomó como un mal chiste y el menor, un poco más consciente de la edad de su madre, le dio por su lado aunque ciertamente incrédulo de sus palabras. Después de calmarle y de quedar resignados a que no habría otra solución sensata para la mujer, se dieron a la tarea de entrar a la habitación, empezando a mover las cosas que estorbasen para sacar el colchón hacia la calle. La mujer mayor, aún temblando mientras bebía un te para los nervios, saltó ante el estrepitoso grito que soltaban al unísono sus dos hijos mayores, levantándose impulsivamente y dirigiéndose hacia la habitación guiada tan solo por el instinto maternal. Ahí estaban ambos, a la entrada de la habitación, pálidos y temblorosos como si la vitalidad hubiese abandonado sus cuerpos. La madre preguntó que era eso que habían visto, pero los balbuceos eran tales que ninguna palabra podía rescatarse de su discurso vacilante. Forzó su acceso a la habitación y volteando la mirada hacia la cama ya desnuda y volteada, no pudo sino llevarse las manos a la boca, horrorizada por el hallazgo de sus hijos. Ahí recargado sobre la pared, a la altura donde se solía recostar aquel hombre, había unas suturas corrientes que sobresalían, cubiertas de una mancha oscura de acaso medio metro de largo, y si bien la mancha era espesa, comprendió de que se trataba desde el primer momento. 

Hubo un momento de silencio,  cuando al haberse calmado los corazones de los presentes como para no salir de su respectivo cuerpo, los dos hombres llevaron entre temblores el colchón hasta la entrada de la casa, donde se lo dieron al camión de la basura a cambio de una propina por su peso. Durante la mañana compraron otro colchón, pero la viuda no volvió a dormir más ahí, optando dormir en la otra habitación de su casa.

Según cuentan las noticias de esos días, un vagabundo que escrutaba en la basura encontró un colchón sospechosamente bueno para hallarse en tal lugar, y al examinarlo, notó una mancha y una sutura algo descocida, que al romperla, halló lo que parecían ser los huesos pertenecientes a la pierna de un ser humano.



lunes, 19 de febrero de 2024

El perfume.

 Se levantó esa mañana y todas las siguientes con el aroma de su compañera impregnada sobre las sábanas de su cama. Las lavaba un día antes de verle nuevamente, a sabiendas que solo debería esperar un par de horas para volver a hallarse idiotizado ante el dulce olor de su perfume, que parecía tan fuerte como para mantenerse una semana en su habitación y sin ceder siquiera en su noble intensidad de flores y regaliz.

Cómo cada sábado, le vio en su casa, en su lugar seguro, y pasado el ávido jugueteo y las caricias que fecundaban abrazos, él prendió el calentador para luego tomar una ducha. Mientras venía de regreso y guiado por un pensamiento de travesura, se acercó a hurtadillas hasta la entrada de la habitación, dónde de un saltó vio a su amada, sorprendida, mientras vertía perfume sobre las orillas del colchón. 

La vergüenza entonces inundó los ojos llorosos de su dama, mientras que él giraba hacia el ropero sin voltearle a ver. Sacó una botella y lo puso entre sus manos, que recién se alejaban de su rostro húmedo. Cuando al fin tornó su mirada hacia abajo, la joven aún con ojos empañados pudo ver un frasco familiar.

"Usa este para tu cama, avísame cuando se termine."

lunes, 12 de febrero de 2024

Reencuentro furtivo.

 Como un benigno estupor

que sucede a la cúspide de la soledad

han sido los dígitos que sostengo

aferrándome a su levedad.


No son canas lo que temo,

ni llagas de perdida libertad,

solo el aun destino incierto

que todavía he de forjar.


Aliento cante su corazón,

sacudo el polvo de sus venas

y que vuele al viento la ocredad.


Advierto el ritmo venidero,

la sincronía de latidos que desarman

el instrumento que no supe tocar.


 

lunes, 5 de febrero de 2024

El día se levanta.

"Si la noche cae, entonces el día se levanta" decía Alena de Vernic, con una sonrisa adornando su terso rostro como si a ningún otro lugar perteneciera. Era el tipo de conversaciones que tenía siempre con Richter, quien siempre fue más lógico con las palabras. Puede que fuera una manera de molestarle, o simplemente su forma de congeniar con él, pues siendo el lenguaje de Richter uno tan metódico, resultaba una tarea vana tratar de seguirle el paso. Era un erudito en todo el sentido de la palabra, que se codeaba con grandes hombres de sociedad, a pesar de apenas estar por encima de la clase media, manifestando más con su boca que con sus manos que pecaban de escuálidas y suaves como las de una dama.

Alena por su parte, había sido su compañera de escuela primaria, y desde entonces no había vuelto a despegársele. Carecía de toda vocación al esfuerzo y de los dotes de la dicción, pero compensaba en encanto, pues a sus cumplidos diecisiete años, poseía las cualidades ecuánimes de una dama, el porte, el carisma y la sonrisa, que habré de recalcar como su mayor signo de belleza tanto como sea posible, pues pocas veces se ha visto una boca tan perfecta en estos confines. Tenía además la inocencia de las doncellas, propia de un aislamiento familiar que le tenía sin salir de casa, siendo aquellos rasgos tan bellos únicamente apreciados cuando su padre, el Conde de Vernic, realizaba sus habituales fiestas. Del resto, la vida social de Alena pendía del fino hilo que era Richter, quien había sido contratado como su tutor. Para la mayoría de la gente del servicio, la amistad entre los dos jóvenes se basaba únicamente en su edad y a la personalidad jovial de su ama por todo lo que se moviera en este mundo. La verdad era que en ella se había arraigado una bella flor cultivada desde sus primeros años, cuando Richter había formado un vínculo con ella en sus tiempos de escuela, prometiéndose en la ignorancia infantil la mano uno del otro. Alena nunca había olvidado su promesa, pero Richter parecía ser otro caso, manteniendo siempre la distancia y la educación con su pupila, razón por la cual daba la impresión que sus intenciones eran a lo más, una manera de posicionarse aún mejor entre la alta clase. En ocasiones parecía incluso irritado por la inmadurez de la joven. 

"Es imposible que el día, al ser una entidad del orden universal, pueda concebir algo como sea el levantarse, mientras que la noche cae por su misma naturaleza no pensante, pues todo lo que rige el mundo tiende a la caída."

Y la joven, en principio torpe pero de mente astuta, replicaba "Pero el Sol si que se levanta, al igual que la Luna".

"La verdad es que ni el Sol ni la Luna se libran de esta realidad, sino que se encuentran regidos por otro fenómeno que es el magnetismo de los cuerpos, y así también nuestro mundo."

"Pero nosotros también estamos regidos por aquello que mencionas, ¿no es cierto? Y aun así caemos"

"Porque no estamos en equilibrio con el mundo querida".

Alena dejaba morir los argumentos, pues para ella no eran más que una forma de ver expresiones diferentes en el rostro de su tutor, principalmente desespero. Era una diversión extraña, que en algún punto, terminó por gustar también a Richter. Pronto se hizo evidente el vínculo entre los dos jóvenes y poco después ocurrió, que el joven Richter solicitó una audiencia con el Conde de Vernic, quien habiendo comprobado la valía del joven, logró considerarlo como prospecto, aunque sin asegurar darle la mano de su hija por su aún prematura edad. Así, el conde puso una condición a su relación, y era que se mantuviese casta y en secreto hasta que Alena cumpliese la mayoría de edad. 

Los meses transcurrieron mientras que mantenían su relación de manera cordial, así como siguieron las clases y las preguntas absurdas, que con cada día, parecían entrar más en el territorio de lo lógico.

"¿Dos personas pueden estar en equilibrio Richter?"

"Claro que pueden, aunque es muy fácil romper el equilibrio."

"¿Y que si caigo? ¿Qué si me haces caer?"

"Yo te he de levantar."

Más llamado por el consejo de sus allegados que por iniciativa propia, y también por el movimiento cada vez más agitado de las grandes familias, el conde puso a prueba el amor jurado que decía tener su hija por Richter, invitando a los hijos de tres grandes familias, los cuales buscaban comprometerse con la joven. Richter no tuvo más que confiar en su amada y en la decisión de su padre, sabiendo que aunque había logrado grandes hazañas para su corta edad, en ese mundo su apellido seguía careciendo de renombre.

El primero de ellos se llama Luther, hijo de una reconocida familia de aristócratas al servicio de la corte y cuyo apellido había quedado en decadencia en las últimas generaciones debido a acusaciones sobre dudosa moralidad. Se presentó en los jardines del conde junto a un lúgubre sirviente al cual trataba con despotismo propio del trato a un animal. A pesar de ello, su boca estaba repleta de adulaciones repartidas hacia Alena y su precioso hogar, al cual parecía prestar mayor atención. Alena mantuvo su postura sonriente y se mantuvo en silencio la mayor parte de la reunión, asintiendo únicamente con cordialidad. Finalmente y hallando un espacio entre las enrevesadas palabras de su prospecto, habló sin quitar la mirada sobre la taza de te.

"Veo que usted es un hombre que sabe apreciar el encanto de la gente y quiénes le rodean. Eso es algo que aprecio mucho en una persona y que me encantaría fuese una cualidad en aquella persona que fuese mi pareja. Dígame, he estado viendo mucho a su sirviente y no se me ocurre que cualidades buenas pudiese tener."

Luther le miró extrañado pero pronto volvió a sonreír con soberbia. 

"Querida, los criados carecen de encantos y excelencia"

Alena siguió sonriendo y se volteó hacia el criado.

"Y usted señor, ¿Cuáles diría que son los encantos de su amo?"

El criado miró con temor hacia su señor, pero por más que intento formular palabra alguna, su boca nunca reaccionó más allá del tartamudeo.

"Ya veo señor, ni me lo diga. Veo que ya venía preparado para hoy."

Luther se paró indignado y así como llegó con despotismo, se fue.

El segundo en venir fue el príncipe Rupert, quinto en la línea de sucesión del reino y un hombre de gran porte real, con barba prominente y ojos color zafiro, propios de su ascendencia. Poseía una musculatura apropiada para su cargo como general de las tropas del norte, y doblaba en tamaño a la joven Alena. 

Sus modales eran cordiales aún con su servidumbre que era casi tan vasta como la que tenía el Conde en su propio hogar. Alena le recibió con su habitual sonrisa y en esta ocasión pudo mantener algo más cercano a una conversación, pero pronto hizo comentario de sus escudriñes al príncipe.

"Dígame General"

"Rupert está bien, señorita".

"Rupert, quisiera saber que hay detrás de mi nuca en este momento. Usted debe saber".

"Detrás de su nuca, déjeme ver".

"Oh, no le he dicho las reglas del juego. Pido me perdone, pero no está permitido moverse de su lugar".

"No entiendo cómo podría saber eso Miss Alena."

"No me lo tome tan en serio Rupert, solo quiero ver a dónde miran sus ojos. Quizás hacia allá quede el Norte, dónde otra batalla le esté aguardando".

"El norte queda en realidad a su costado Miss Alena, aún en tiempos de paz, el conflicto es inevitable y también la vigilia."

"Lo entiendo perfectamente Rupert, pero el campo de batalla no es mi lugar y tampoco el de mi descendencia".

"Es obvio que las mujeres no pertenecen ahí, pero es deber de los hombres proteger lo que les importa".

"Y justo es ese asunto, que dichosa es la mujer cuando se siente protegida desde su hogar y no en la distancia".

El príncipe mostró cierta molestia pero lo disimuló lo suficiente como para hacer una retirada estratégica ante la falta de interés.

Dos días más tarde, recibía  la visita del tercer prospecto y cuál fuera su sorpresa que provenía de un país vecino y sonreía de una manera tan familiar y cálida que no podía sino agradarle. Recién se sentó, sintió su mirada clavado sobre sus ojos.

"Hacía tiempo que quería volver a verte Alena.  Nos habíamos conocido tiempo atrás. Estudiamos juntos en Austria".

"¿Acaso eres...?"

"Julian. Alena, que bueno es poder estar aquí. Dime, ¿los días siguen levantándose?"

Alena titubeó por un momento.

"...Me he enterado que los días no se pueden levantar, porque eso le corresponde a los hombres y los animales".

"Pero yo lo he visto está mañana Alena. El Sol salió y con sus rayos que salían de entre el horizonte, formaban dedos saludándome. Y todos saben que quien saluda debe levantarse."

Alena se quedó sin palabras por un breve instante. "Debes tener razón.  ¿Pero que pasa con el magnetismo y esas cosas? ¿Qué no están siendo levantadas por algo más?"

"Así también nosotros Alena , que nos levanta el impulso de seguir viviendo. ¿Qué te dice acaso que eso no es el magnetismo el mismo que me ha traído hasta aquí contigo?"

Alena sonrojó y sintió algo extraño en su rostro. Sonreía pero no con su picardía habitual sino con músculos que pensaban nunca se habrían de tensar. Se encontró en una plática con el pasado, su pasado. La conversa duró horas, hasta que llegó el anochecer y la hora de partir. 

"He de despedirme el día de hoy querida Alena, pero puedo venir mañana y el día que quieras."

Alena se paró, se arregló el vestido y como preparándose, se levantó y sonrió sin ápice de duda.

"¡Claro que sí! La próxima vez quisiera presentarte a mi prometido, ¡estoy seguro que se llevarán muy bien!"

Y Julian le miró sin sorprenderse, pues al verla sonreír, sabía que aquel gesto era diferente al de hace un momento, uno que nunca le habría correspondido, diferente a todo lo que pudo haber conocido de Alena.

Y al irse Julian, apareció Richter, que observaba desde hacía un tiempo en la distancia.

"¿Acaso me has notado Alena?"

"No tenía idea de que estabas aquí"

"Entonces ¿por qué rechazaste al príncipe Julian? Habían congeniado mejor de lo que pude haberlo hecho en todo este tiempo contigo"

"¿Era un príncipe? Nunca lo comentó".

"¿Eso hubiera cambiado algo?"

"Para nada. Verás querido Richter, que las mujeres tienen una necesidad imprescindible durante su matrimonio, y esto es que ante el desacuerdo, no podemos sino tener la razón. Entonces dime, ¿Qué habría yo de pelear con un hombre tan agradable?"

Y mientras que Richter se molestaba, Alena se retorcía en arcadas, disfrutando nuevamente contar sus ocurrencias a su hombre querido.

martes, 30 de enero de 2024

Minutero

 Alguna vez fui niño, y como todo quien pasaba por la escuela en esos días, me enseñaron a leer el reloj de manecillas, siempre como un círculo un tanto deforme con doce números y tres palitos que les recorrían de arriba a abajo, y nuevamente arriba. El palito más pequeño y grueso marcaba las horas, y la más fina y delgada los segundos, que en ese entonces requerían tanta imaginación como un niño se lo permitiese para contarles, pasando algunos en múltiplos de cinco y otros tantos más expertos llegando al quince. Corté entonces dichas figuras para hacer mi propio reloj de cartoncito. Cuando llegó la hora de recortar el minutero, lo tracé como una combinación de los segundos y las horas, ni tan grande ni tan chico, ni tampoco tan gordo o tan flaco. Era, por eliminación, mi minutero.

Y mi minutero nació en un mundo ajetreado, perseguido constantemente por el ágil y jocoso segundero que se movía 60 veces más rápido que él, mientras que trabajaba porque aquel pez gordo pudiese moverse. Nació cansado, nació vencido y simplemente convencido de que en este mundo no habría de encajar. Cada que volteaba, mi minutero caía de la tachuela de dónde colgaba, a veces retrocedía en lugar de avanzar y solía saltarse los minutos más arriba en el reloj.

Cansado de sus malos hábitos y como acto de inconsciencia, lo quité de mi reloj y fue entonces que mi reloj estuvo incompleto pero sirviendo, más no así mi viejo minutero, que había Sido condenado al exilio y se movía con cierta tristeza. Ahora contaba sin usar el minutero por mero capricho, y si me preguntaban la hora decía que faltaba poco o mucho para las siete, dependiendo el avance de la manecilla gorda. A veces inventaba un número de segundos y la mayoría de la gente lo creía, porque nadie contaría si estaba bien o no.

Perseguido aún por la culpa, me dediqué a buscarle algún propósito a mi manecilla mala, preguntando a mi maestro por otros aparatos que usasen alguna. Así, probé con un cronómetro, un metrónomo y un temporizador, pero sin resultado que mejorase el ánimo de mi minutero. Lo llamé inutil, y lo tiré al fondo del cajón, dónde durante mucho tiempo estuvo confinado. Eventualmente, me olvidé de él, creyéndome conforme con la vida sin minutero, dando pequeños pasos hasta el quince y cerrando los ojos en un salto hacia adelante. 

El tiempo pasó rápido por usar tanto las horas y mi poca paciencia a los segundos, y ahora mi cuerpo envejecía de manera precoz, como quien tira por la borda su vida. Así, me hallé nuevamente con mi minutero en la mano, pensando si acaso después de tanto tiempo serviría. Mi sorpresa fue tal, que ya no solo marcaba bien la hora, sino que ahora contaba con precisión de cronómetro, ritmo de metrónomo y cuando me aburría, contaba hacía atrás mis algarabías. A veces cuando me costaba despertarme, salía disparado hacia mi rostro, funcionando mejor que cualquier alarma, y yo le levantaba y me reía, como quien recibe los buenos días desde la cama.

Ahora, puedo ver los minutos pasando lentamente, me cantan la vida que he tenido, cuentan mis buenos momentos y también hacía atrás, cuando llegue mi último minuto. Me preguntó cómo pasaré mi tiempo mañana...

miércoles, 24 de enero de 2024

La ninfa de los jardines.

 Era Enero, y atronaba un invierno sepulcral que asolaba las ramas de las plantas y les despojaba del verde característico que redefinían la vida durante primavera. Estaba a punto de terminar, o por lo menos era lo que decía el resto del mundo, pues notaba tan eterno el frío como si media década hubiese pasado, mientras que mi rostro se demacraba y las piernas aquejaban y entumían, afectando considerablemente mi paso. Para aquel jardín que solía cuidar antes del invierno, solo había sobrevivido un brote de bellotero que parecía aferrarse también a la vida en un desolado jardín sin compañeros ni visitantes. Jitomates, menta, claveles, todo había sucumbido a las tempestades, y puede así mi corazón tan falto de razones por latir, que ahora pausaba su ritmo a diez veces por hora.

Afuera, lo único que contrastaba levemente con la escala de grises eran los árboles de enebro que usaban antaño para producir ginebra. Al otro lado, pasando el lúgubre jardín, vivía una mujer de aspecto misterioso, en esencia por todo lo que prefería no mostrar al público, como era su propio rostro. Nadie parecía haberla visto en años, aunque tenía la impresión que no eran tantos los que llevaba viviendo aquí. La anterior inquilina era una joven de mi edad a la cual disfrutaba ver pasearse por los jardines cuando éramos jovenes. Culpa de mis malos hábitos o mi infancia mal usada, solía conformarme con verle desde la ventana, mientras daba vuelta entre las hortalizas y las coníferas que había antes que mi padre las talase. Su cabello era largo y castaño, pero a la luz que se filtraba entre los reflejos de las plantas, parecía tener un peculiar color verde que rememoraba a una ninfa.

Dicho escenario se repitió un par de veces más en la primavera de mi adultez, cuando volví a casa temprano de la universidad, y la veía a ella danzar con su habitual diligencia y estoicismo ante la intempestiva brisa matutina. Aquella vez fue la primera que nuestras miradas habían chocado, y también la primera que vi sonrojar sus pómulos finos a través de su bruñido pelo. De haber sabido que aquella vez sería la última vez que la iba a ver, habría soltado en arrebato mis palabras como si un ramo de rosas escupiese, esperando que ella también bailase entre ellas. Por alguna razón he recordado eso, saco la cuenta y han sido ocho largos años desde entonces. 

El tiempo, a pesar de su carácter aparentemente lineal, se mide en la mente de los hombres en cuestión de sucesos, dando más peso a las tragedias y haciendo de los preciosos momentos algo tan efímero como un parpadeo. En ese sentido, yo me encontraba con largos años, tan solo porque contaba las desgracias a dos manos y las alegrías con el restante. No podría acaso considerar una vida trágica entonces, sino una bastante impasible y falta de emociones, que aún en medida de los sucesos, otros hombres vivían en meses lo que yo en un lustro. En un principio, había culpado de aquel sedentarismo a mi trabajo, que solía absorber toda mi energía matutina dejando con la somnolencia vespertina. Luego al distanciamiento de mi grupo de amigos, que hacían sus propios caminos lejos del inicio, donde yo parecía aún contiguo. Triste es saber que la mayoría de las tragedias de vida son causadas por uno mismo, y que no hay mayor tragedia que la de no haber vivido por temor a salir herido. 

Así, miraba desde la ventana el jardín que ahora parecía un reflejo de mi propia alma falta de buenas cosechas. Aquella vez, el sueño me venció, pero entre sueños pude ver como aquella silueta femenina danzaba entre mi ocre cementerio de ramas, y las hojas crecían y florecía a la distancia una margarita.

En la mañana y aún con aquel lucido recuerdo, corri hacia el jardín, hallando entonces y como un sueño premonitorio, aquel brote de margaritas que alguna vez invadieron mi vista. Con la vista, busqué en los alrededores rastro de aquella joven que solía admirar embellecido, pero sin éxito alguno. Así pasaron dos noches más y los augurios oníricos siguieron ocurriendo, y crecían nuevamente los jitomates y así tambien la menta, y en cada uno aparecía ella, con su aún esbelta figura, su preciosa coreografía que parecía provocar el crecimiento de las plantas, tan enamoradas como uno mismo.

Convencido de que aquello no podía tratarse unicamente de un sueño, decidí ocultarme detrás del bellotero durante la cuarta noche, y justo antes de haber sido reclamado por Morfeo, pude ver una silueta acercarse, fuera por mi vista cansada o la falta de luz, pero su rostro se ocultaba como si la misma noche estuviese parada en frente mío. En verdad no era una entidad natural o carente de humanidad, sino aquella extraña vecina que vivía al otro lado del jardín, adivinándolo por su característica capucha con la que se le solía ver a plena luz de día cuando volvía de las compras. Entonces, ví como regaba las plantas, cortaba los brotes quebrados y limpiaba las jardineras para que los nutrientes fuesen mejor absorbidos. Extrañado por su comportamiento nocturno, decidí confrontarle y habiéndome percibido, corrió en pavor hacia el otro sentido, tropezando entonces con su larga falda y dejando ver su larga y oscura cabellera, que aún con tan pocos árboles alrededor, lucía un precioso color averdado. Impulsado por una corazonada o quizás un deseo egoísta, grité el nombre de aquella visitante de tiempos pasados que aún paseaba por las noches por los parajes de mi mente, y entonces la mujer alzando el rostro, dejó a la vista aquellos rasgos inconfundibles de mi amada de la infancia, ahora más maduros, con la excepción de que ahora su rostro estaba llena de extrañas cicatrices redondas y protuberantes.

Sus ojos empezaron a ponerse llorosos y su cara roja por la pena, pero lo único que podía ver, era aquella joven dama que se paseaba, sintiendo como mi corazón volvía a latir como antaño. Cuando volví en mí, mi mano se encontraba en su barbilla y sus ojos, aún cubiertos de lágrimas, reflejaban la luz de la luna. Sonreí como un niño, y pienso que en ese entonces, no pude haber hecho otra cosa mejor, pues la humedad poco a poco abandonó sus ojos. La tomé entonces de la mano y logré que se levantaste, y como si reviviese esa vals del pasado, ahora danzabamos en los jardines, enamorados.

Poco después, me contó su historia.

Hacía alrededor de cinco años, se propagó una epidemia de varicela en el pueblo, enfermedad que padecí de pequeño alguna vez. Bien es sabido que cuando uno crece, las heridas no cicatrizan tan fácil, y eso había provocado el desfigure del rostro en mi amada y también su confinamiento en casa, así como el porque se mostraba detrás de esa abultada vestimenta. Convencido que su desgracia tenía como apaciguarse, me dediqué a buscar un tratamiento que sanase aquellas marcas de su alguna vez tersa piel y así como su rostro sanó, mi jardín y mi corazón florecieron otra vez, convencido más que nunca que aquella mujer era una ninfa, y que para volver a sonreír, tan solo necesitaba sentir de nuevo la luz del Sol sobre su rostro.



jueves, 11 de enero de 2024

El barco en la tormenta.


 Mari abre los ojos, desorientada. 

Percibía estar en altamar, al frente del timón mientras que ordenaba a la tripulación izar las velas, extrapolar el norte, y aferrarse a la proa mientras que las olas intentaban arrancarles de la seguridad de la madera para arrojarles hacia el abismo de las profundidades. Los gritos se oían de un lado a otro de la embarcación, ordenes se lanzaban al aire y se convertían lo mejor posible en un momento más a flote, mientras que el escepticismo crecía entre todos, reptando bajo la piel de la capitán.


Una pesadilla. 

Mari se levanta sudando frío, incapaz de olvidar la cruda experiencia de los viejos navegantes que ahora no eran más que ingrávidas historias de tiempos crueles, pero también más libres. Mari pasa las mañanas soñando despierta en el salón de clases, pensando si acaso realmente se trataba de una pesadilla o si acaso aquel pálpito en su pecho significa algo mas. En la última hoja del cuaderno dibuja surcos que figuran olas y encima un barco apenas concebible como aquel que vio en sus sueños.

Al terminar las clases va hacia al puerto, donde los veleros atiborran la costa con sus velas blancas y sus cuerpos de colores, sus tamaños uniformes, como producidos en masa. Aquella emoción que saltaba de su pecho aquel instante no figuró de nuevo ante el desolador paisaje de barcos esclavos de sogas y ricos. Mari va hacia la playa, a buscar cangrejos, a perder el tiempo, y el agua moja sus pies descalzos, y la arena se mete entre sus dedos. Entonces ve un gran pez volviendo mar adentro. Un delirio, un sueño quizás, y Mari siente que le puede alcanzar, que ahí yace la verdadera libertad. Camina dentro del agua, y luego comienza a nadar con desespero, intentando llegar allá donde este va, mientras que el oleaje, ahora turbulento, comienza a arrastrarle de extremo a extremo, y sus ojos se salan y su boca se llena involuntariamente. El pez se ha ido y ahora está sola, varada, y sus piernas y brazos cansados como nunca, hallando un rastro de esperanza en la góndola a un par de metros y durante instantes casi eternos, tragando agua y luchando por respirar, finalmente logra aferrarse a ese vislumbre de segundas oportunidades. 

Llega caída la noche a casa, con la ropa aún pesada por el agua y la piel curtida de la sal marina. Su madre suelta una bofetada sin pensar, la preocupación le consume y no hay espacio en ella para oír razones. Mari entristece, se siente incomprendida y vuelve a su habitación donde crea su propio mar hasta ahogar sus pensamientos en él. Ahí sueña de nuevo, pero el mar tiene un efecto pavoroso. Esta vez, su rol de capitán es un grito ahogado, mientras que los hombres esperan, en medio del desastre, su señal.

Mari despierta. Ha pasado un año, y se ha mentalizado para superar el trauma. Ahora estudia ingeniería naval, decidida a hacer su propio barco, uno sin miedo a caer al agua, que haga frente a la sustancia con la que alguna vez pudo soñar. Deja de dormir algunas veces, y otras tantas cae como soldadito de plomo sobre superficies gratas. Su sueño ahora se cubre de realidad y sus manos de grafito al dibujar planos. Otras veces llegan los callos, Mari no es una mujer delicada si acaso eso le permite seguir soñando. Finalmente, y después de ocho años de arduo trabajo, Mari sabe todo lo que se puede saber de barcos, pero nada más, y habiendo dedicado una tercera parte de su vida a una tarea tan desalmada como lo son las escuelas, no puede sino sentir el desamparo de la ciudad, que poco o nada tiene que ofrecer para los soñadores. 

Mari sueña después de mucho tiempo con ese mar tempestuoso, con el barco que diseñó durante años, pero ahora está sola en este barco, sin nadie que le pueda tripular. Al despertar, se lanza hacia la zona de los astilleros, y después de dos años que se esfumaban en sus manos, halla a alguien tan tonto como para intentarlo, un viejo capitán retirado que está dispuesto a hacer el barco de sus sueños. Así comienza a moldear los sueños, con sus propias manos, ahora llenas de cicatrices y llagas astilladas, mientras que se siente acompañada por la buena voluntad del curtido marinero de las aguas del pasado. Al paso de año y medio, puede palpar los sueños, el timón del barco, la proa donde se desliza el agua oscura y turbulenta del pasado, pero sus hombros pesan cada día más. Lleva un tiempo notándolo, la excesiva embriaguez de su camarada, la futilidad de un esfuerzo conjunto, y lo irracional que sería esperar más de él. Finalmente, él deja de venir. Mari termina el barco sola, pero sabe que así nunca llegará a altamar. 

Ahora de día, se dedica a dar clases en una escuela de idiomas, mientras que las noches las ocupa en mantener aquel navío con el que hace mucho ha dejado de soñar, con un amor algo parecido a lo materno. Mari ha olvidado como se duerme, pero sus ojos se mantienen brillantes, como el amanecer. De tanto vivir de sueños, apenas conoce lo que es ser adulta. Y ahí encima del barco, cerca de la toldilla, cierra los ojos intentando dormir, mientras que la noche maquila tormentas y tempestades.

La levanta el estrepitoso movimiento de la embarcación, aparentemente inerte antes de entrar en los dominios oníricos, hallándose entones arrastrada por una marea salvaje de aguas cobrizas por el empalme de la tierra alguna vez firme. Duda de lo que ve, si acaso no es solo que ha vuelto a soñar como antes, y entonces se pelliza un brazo. Y despierta.

Aún inmersa en el sueño, mira abajo, hacia el suelo, y el agua apenas y comienza a filtrarse por debajo del portón, refutando así sus delirios, pero no así sus sueños, que por primera vez, hallaron encanto en la tormenta.


lunes, 8 de enero de 2024

El forastero.

Había llegado el final del día, uno tan largo como las luces de los postes que le rodeaban, y a pesar de ello, su ánimo era tal, que sentía alcanzarlas si así lo quería. Después de todo, si los borrachos y los técnicos podían con un poco de desmedida, el también tenía una oportunidad. Estaba ebrio como rara vez pudiese recordar, y no por tener mala memoria, sino porque nunca se lo había permitido. Era un hombre serio, alguien que bajo todo concepto, se negaba a caer primero. Así era con el trabajo, con su forma de caminar, y también con la felicidad, que finalmente parecía quererle alcanzar.

El frío empezaba a calar. Por esas fechas, la temperatura a la luz de la luna bajaba hasta pintar de rojo las mejillas, pero el apenas y lo sentía al estar tan curtido por su beligerante hazaña del día. Su saliva era inflamable y quizás así también su orina,  pero sus ojos, tan concentrados, no eran aquellos de los que hacen hasta lo imposible para volver a casa. El no volvía a ningún lugar, sino que pasó por los campos que se proyectaban por toda la planicie a las afueras de la ciudad. El trigo crecía aún sin cosechar, y su  color a la salida del sol se tornaba tan dorado como el astro mismo, quizás más, pensando si acaso el oro, que requiriendo de pulirse, pudiese realmente compararse con la belleza de los campos olvidados por todos menos por quien les cosecha. 

A un costado de la carretera, crecían margaritas y lavanda, y su aroma inundaba su nariz a falta de vehículos, aún dormidos por las festividades. El año comenzaba, y el no sabía exactamente como llegar, si hacía falta hacerlo, o si ya había llegado ahí. A un costado del camino, por fin divisó una casa, hecha con tablones de madera y láminas encima. Ahí, un anciano tomaba su primera taza de café junto a la salida del sol. Durante cualquier otro día, hubiese seguido su camino sin voltear una segunda vez, pero hoy se sentía otra persona, y entonces, ignorando esa sensación de descaro, pregunto al viejo si podía convidarle un poco. El viejo le miró extrañado, luego se paró y entró a la pequeña casa. Salió con un pocillo, el cual prestó al hombre, así como un pequeño banco, invitándole a sentarse. El sabor era fuerte y la consistencia espesa, probablemente ante la pletórica tolerancia del hombre con el paso del tiempo. Podía notar también que había hervido el café directamente en el pocillo, y que no sabía parecido a ningún café que hubiese probado en ninguno de sus viajes.  Preguntó al viejo como lo hizo, y el viejo entonces señaló atrás, hacia el campo, donde una pequeña parte de la tierra se ocupaba para sembrarle. Preguntó si acaso era de por ahí, que no le había visto nunca. 

-No soy de aquí, simplemente he tomado el camino más largo hasta la casa. 

-¿Y cuál es ese? -Preguntó el viejo, como queriendo saber de donde era su extraño visitante.

Señaló entonces hacia el lado contrario de la vía.

-Ya veo. Entonces estás perdido.

-No lo estoy, sé hacia donde tengo que ir, solo voy a llegar por el lado contrario.

-¿Piensas dar la vuelta al mundo acaso? -Soltando una risa el anciano. -O estás perdido o me estás mintiendo.

-¿Por qué habría de mentirle a quien no me conoce?

-Porque te avergüenza decir que estás desamparado.

-Tengo un techo donde dormir.

-Y también los vagabundos. -Dando otro sorbo a su café el anciano.

-Tengo un auto estacionado en mi garaje.

-Ya no servirá para cuando regreses.

-Es una buena marca. 

-Quizás, pero el conductor no parece muy cuerdo. ¿Te espera alguien en casa?

-Vivo solo.

-Entonces si que estás desamparado.

-¿Y usted acaso no está solo?

-Yo tengo el campo, las flores, el café. El canto de las aves de cría en las mañanas, al Sol que está ahora a nuestra espalda, a las aves que atacan los campos, la paja vestida en mis viejos harapos que les espantan.

-Usted tiene lo que la gente de mi clase tanto dice odiar entonces.

El viejo lo miró fijamente.

-¿Me odias muchacho?

-¿Por qué habría de?

Hubo un silencio momentáneo entre los dos, como un renglón para el razonamiento que dio cabida en la cabeza del viejo.

.

-Entonces eso pasa. Que tienes razón y no me mientes.

El hombre no comprendió a que se refería pero de alguna forma, quería sentirse ofendido, o puede que vencido.

- ¿Cuánto le debo por el café?

-No me debes nada. Si decides volver a pasar, aquí me hallarás al atardecer.

Se levantó sin dar las gracias y siguió su camino, y mientras que la sobriedad llegaba a su cuerpo, sus pies comenzaban a dudar. Pero un paso a la vez, sentía que podría llegar, o por lo menos refutar a aquel viejo, que volvería a cultivar la tierra, a recoger su cosecha y hacerse de su sustento, el de las aves y de lo que aún para él, era desconocido.