miércoles, 21 de febrero de 2024

Cama compartida.

 Habían pasado cuatro años. Desde hace mucho que los rezos habían terminado, las cajas del descanso eterno habían pasado al dominio de las raíces y la hierba que crecía en las cunas sepulcrales como es propio del mundo que vivimos. La viuda era una mujer de alta gracia y de perfil joven, aún sin llegar a los 60 inviernos, y parecía mantenerse de un ánimo encomiable que hizo parecer la pérdida como una fábula o el término de una tragedia, pudiendo incluso escucharse que su rostro parecía aún más joven que antes. Todo halago era bien recibido por la viuda, quien se vanagloriaba de ellos como si fuesen parte de la joyería que exhibía constantemente. Justo ahí el otro comentario que no caía en su gracia, era si acaso iba a buscar a algún pretendiente, a lo que alegaba haber vivido el suficiente tiempo presa de los malos tratos de un hombre como para cometer ese error dos veces.

En las mañanas, una muchacha hacía la limpieza y las comidas en su casa, pero en las noches la viuda se mantenía sola, en una habitación con fotografías de su familia y así también, un pequeño retrato con la imagen de su fallecido esposo, a la cual miraba con cierto desprecio y cierta ternura, como miramos aquellas cosas complicadas de la vida. En la foto se podía ver sin su pierna derecha, amputada por una complicación con un episodio diabético, enfermedad que terminó reclamándole completamente en el último momento. Recordaba que antes de la operación, el aroma era espantoso, al punto que le era imposible dormir a su lado, e incluso después de la pérdida del miembro, sentía como si la fetidez no lo hubiese abandonado nunca. Solo después de muerto fue que atribuyó la pestilencia a su propia imaginación, o tal ves al anhelo de su presencia, que aún llena de penurias, rememoraba entre risas y nostalgia, como aquellas palabras que decía en sus últimos años "acá vendré a verte cuando yo me muera, así que no compres una cama más pequeña" y ella solo se burlaba, como quien le dicen algo que nuca habría de desear. 

Durante mucho tiempo, no dejó a nadie entrar a la habitación más que para el aseo, convencida de que la esencia pútrida de su esposo permanecía impregnada en su habitación. Eventualmente, la peste desapareció de la recamara y así también el sentimiento de luto que le acompañaba, sintiéndose de cierta manera libre y permitiendo nuevamente las visitas esporádicas de su familia.

Una noche, quizás llevada por el resonar de las palabras de quien ya no estaba o sus desordenes de sueño, murmuraba a oídos sordos "nunca supiste cumplir tus promesas", mientras se burlaba nuevamente y se acomodaba en la cama como solía hacer antaño, colocándose sobre su hombro derecho y dando la espalda a la fotografía en el buró. Su sueño era como una travesía a dominios oníricos, donde sus ojos finalmente tendían hacia el delirio, mundo donde el frío podía atravesar sus sabanas, rozando su piel con vetusto sentimiento y causándole el más brusco escalofrío que habría de traerle desde el sueño hasta fuera de su cama en un instante, perturbada por aquella sensación tan familiar que a sus ojos, solo podía prevenir del inframundo. Sin embargo, la idea de lo paranormal provenía más bien desde el olfato, dominado por aquel aroma putrefacto de la pierna necrótica del fallecido. El sudor recorría su frente, mientras miraba hacia todas partes, hacia las fotografías, hallando únicamente la burla de las miradas inanimadas que reían como siempre, pero con un toque de malicia. No pegó el ojo hasta que el sol fue a su encuentro. Convencida de que se trataba tan solo de un mal sueño, se reservó aquel acontecimiento para si, hasta que nuevamente durante la noche, pudo sentir el reclinar del colchón que se percibe cuando alguien se sube, como se acomodaba a su espalda, y aún con los ojos abiertos de par en par, le tomaban del brazo y también de la cintura. Ahí volvía el aroma, encarnado como en aquellos días, como si nunca se hubiera ido de la cama, inundando sus pulmones pero aún siendo incapaz de vomitar ante la presión abismal que era ejercida por la presencia de aquella entidad. Convencida que de voltear, habría de encontrarse con un tabú para los vivos, se levantó del colchón a como le fue posible, y caminó hacia la sala sin mirar atrás. Ahí tomó el teléfono y llamó a sus dos hijos varones argumentando una emergencia.

Casi de inmediato, los dos hombres estaban en la entrada, alarmados por el llamado de su madre, quien aún alterada les explicó los acontecimientos de los cuales había sido víctima en las ultimas noches, cosa que el hijo mayor tomó como un mal chiste y el menor, un poco más consciente de la edad de su madre, le dio por su lado aunque ciertamente incrédulo de sus palabras. Después de calmarle y de quedar resignados a que no habría otra solución sensata para la mujer, se dieron a la tarea de entrar a la habitación, empezando a mover las cosas que estorbasen para sacar el colchón hacia la calle. La mujer mayor, aún temblando mientras bebía un te para los nervios, saltó ante el estrepitoso grito que soltaban al unísono sus dos hijos mayores, levantándose impulsivamente y dirigiéndose hacia la habitación guiada tan solo por el instinto maternal. Ahí estaban ambos, a la entrada de la habitación, pálidos y temblorosos como si la vitalidad hubiese abandonado sus cuerpos. La madre preguntó que era eso que habían visto, pero los balbuceos eran tales que ninguna palabra podía rescatarse de su discurso vacilante. Forzó su acceso a la habitación y volteando la mirada hacia la cama ya desnuda y volteada, no pudo sino llevarse las manos a la boca, horrorizada por el hallazgo de sus hijos. Ahí recargado sobre la pared, a la altura donde se solía recostar aquel hombre, había unas suturas corrientes que sobresalían, cubiertas de una mancha oscura de acaso medio metro de largo, y si bien la mancha era espesa, comprendió de que se trataba desde el primer momento. 

Hubo un momento de silencio,  cuando al haberse calmado los corazones de los presentes como para no salir de su respectivo cuerpo, los dos hombres llevaron entre temblores el colchón hasta la entrada de la casa, donde se lo dieron al camión de la basura a cambio de una propina por su peso. Durante la mañana compraron otro colchón, pero la viuda no volvió a dormir más ahí, optando reposar en la otra habitación de su casa.

Según cuentan las noticias de esos días, un vagabundo que escrutaba en la basura encontró un colchón sospechosamente bueno para hallarse en tal lugar, y al examinarlo, notó una mancha y una sutura algo descocida, que al romperla, halló lo que parecían ser los huesos pertenecientes a la pierna de un ser humano.



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