miércoles, 26 de octubre de 2022

Ensayo sobre la muerte intencionada y su abatir.

 Un día recordé que iba a morir.


No en ese momento o siquiera en un par de meses como hoy vengo a comprobar, pero surgió ese miedo latente en cada ser vivo que es dejar de serlo. Destaco que este miedo no surge en aquellas noches largas donde no se concilia el sueño y se concibe la fragilidad de las relaciones humanas y su supervivencia, sino en la pequeña experimentación de un suceso.

Para mí, esto fue un pre paro cardiaco. Síntomas similares, pero a menor escala, apenas y un aviso de lo que podría ser un mayor problema si es que uno no cambia sus hábitos de vida. Pero, ¿Qué hábitos pude haber cambiado? Hacía ejercicio desde hacía un año, había disminuido mi ingesta de calorías y el resto del día me la pasaba en el trabajo, sentado durante nueve o diez horas sin mucho que hacer.

Llegué a considerar incluso que, ante la falta de actividad física y muscular, aquel corazón ingrato también quisiese entrar en huelga y dejar de latir, aunque sea unos minutos. No era nadie para culparlo, a sabiendas que tan solo era un reproche ante mi cotidianidad que no solía llevar a ningún lado.

Aunque quizás no era solo eso.

Quizás la soledad me estaba matando.

Ya varios científicos han descubierto que muchos animales mueren por soledad, animales más sensibles que la humanidad en principio. Pero más que comprobar las emociones animales, lo que demuestra es que el suicidio es natural, y consiste en permitir que aquellos con mejores genes para concebir herencia mantengan ese linaje, mientras que los fracasados en sentido existencial se dediquen a sufrir y enfermar hasta que su estirpe desaparezca presa del hambre o la peste.

Y nosotros humanos no somos diferentes. Aquel instinto latente permanece, aunque se mezcla entre eso que llamamos raciocinio y que cada vez nos aleja más de lo natural. A veces se refleja de manera positiva, como aquellos que buscan salir del agujero, empedernidos por sentir la victoria en carne propia, renuentes a caer ante el primer fracaso. Aquella fortaleza puede ser buena de vez en cuando ante la moralidad que se tiene como humanidad, y por conveniencia propia, claro está.

Sin embargo, el otro extremo del espectro profesa una realidad mas asoladora, y es la depresión como papel elemental para la muerte del individuo. En estos casos, grandes hombres que han logrado tener descendencia, una familia feliz y conseguir lo que la sociedad considera mínimo para su éxito, no parecen sentir satisfacción alguna, sino un gran vacío interno, incapaz de ser llenado por los estándares de la humanidad.

Y puede incluso que no sea culpa de ellos.

El problema es pensar que todos los humanos requieren lo mismo para asegurar su bienestar. Y así también concebimos la ausencia como rasgos de diversas índoles. Dicho desde la postura de alguien que tiene todo lo que nunca ha deseado y carece de todo lo que pudo haber querido, considero que la muerte llega pronto para quien no quiere vivir, no en un sentido literal, pero si ante la metafísica de la realidad, tan estática e inamovible que de repente, parece nunca fuese a cambiar.

Así, supe que moriría, más temprano que tarde, y a sabiendas que esa muerte no dejaría nada atrás.

Claro, incluso un hombre como yo tiene seres queridos. Habría lágrimas, desespero y un vacío en sus corazones. Pero no hay tragedia permanente, incluso la gente ha dejado de admirar las Shakesperianas, ¿qué sería entonces de un inútil social?

Escribí centenar de poemas, una decena era buena, y llevaba unas cinco novelas del alma entre los documentos de mi creación.

He de admitir que releerlas me causaba tristeza.

Culpa de crecer, o de perder de vista los sueños, pero cada cierto tiempo, figuraban en el recuerdo como una vergüenza de tiempo perdido para escribir un sin sentido.


Pronto me haría a la idea que no podría ser recordado.


Y entonces, como consciente de aquel fatídico destino que pronto habría de llegarme, empecé a cerrarme al mundo y dedicarme únicamente a morir lentamente en mi habitación. Casi coincidiendo con mi pensar, cogí una fiebre terrible que me permitió ausentarme del trabajo durante un par de semanas. Los médicos me visitaban, pero no había indicio clínico de aquel malestar de hombre desfalleciendo ante su propia falta de voluntad.

Hubo unas cuantas visitas, nadie que no esperase, nadie a quien no podría esperar, pero al final la fiebre no cedió y así la temperatura crecía, los síntomas se multiplicaban y aquella piel de por si pálida, se volvió quebradiza, roja y demacrada. Durante esas dos semanas volví al peso que tenía al salir de la secundaria, y mi cara envejeció veinte años de golpe, mi cabello se caía como si fuese un ave mudando su plumaje, y mis ojos poco a poco dejaron de abrirse a aquello que no querían ver más.

Ahí estaba mi hermano, todo el tiempo junto a mí, y yo que no veía hora de morir para que el pudiera nuevamente salir y olvidarse del despojo que cuidaba en una habitación lúgubre y derruida. Ante mi falta de visión, optó por una idea por demás particular, empezando a leer mis viejas novelas en voz alta, frente mío. A veces con un nudo en la garganta, a veces con risas y otras tantas haciendo pausas para digerir por el mismo el cambio tan brusco en la trama ante sucesos impredecibles.

Un día, mientras leía “El vagabundo del Maelstrom”, pude percibir aún en compañía onírica, un fragmento sin sentido y mal construido durante el tercer capítulo, y superando a mi instinto de no supervivencia, surgió otro impulso humano, también enfermizo como es la compulsión de corregir. Mis labios entonces empezaron a murmurar casi por inercia, logrando detener la lectura de mi hermano y llamar su atención como si despertase de un coma milagrosamente. Pero no había milagro alguno ante aquel inmundo impulso humano, que pronto empezaría a figurarse un mejor desarrollo de acontecimientos para la narrativa.

A decir verdad, ninguna de esas obras había pasado por un riguroso trabajo editorial, y así pues, carecían todavía de un cuerpo completo, pero aún con completo uso de razón me era imposible la satisfacción con un vocabulario tan limitado como fuese el mío.

Empecé a solicitar, aún con los ojos cerrados, que mi hermano buscase el significado o sinónimos de distintas palabras para brindarle cordialidad a mis escritos, y una vez encontrado el límite de un principiante para apoyar a un escritor aficionado, comencé a hacer un esfuerzo por abrir los ojos, que llenos de lagañas, aún ardiendo y con la vista borrosa, se enfocaron en el diccionario en frente mío, buscando respuestas a preguntas que alguna vez creí respondidas.

He de suponer entonces, que habiéndome recuperado por completo y empezado a escribir estas memorias, aún tengo algo por lo que debo demorar mi muerte, nada tan solemne como dejar una obra maestra o un vestigio en la historia de un intento de escritor que luchó ante la adversidad de su existencia, sino algo repulsivo, estúpido e interminable, como lo es el trabajo de un editor no convencido.