jueves, 11 de enero de 2024

El barco en la tormenta.


 Mari abre los ojos, desorientada. 

Percibía estar en altamar, al frente del timón mientras que ordenaba a la tripulación izar las velas, extrapolar el norte, y aferrarse a la proa mientras que las olas intentaban arrancarles de la seguridad de la madera para arrojarles hacia el abismo de las profundidades. Los gritos se oían de un lado a otro de la embarcación, ordenes se lanzaban al aire y se convertían lo mejor posible en un momento más a flote, mientras que el escepticismo crecía entre todos, reptando bajo la piel de la capitán.


Una pesadilla. 

Mari se levanta sudando frío, incapaz de olvidar la cruda experiencia de los viejos navegantes que ahora no eran más que ingrávidas historias de tiempos crueles, pero también más libres. Mari pasa las mañanas soñando despierta en el salón de clases, pensando si acaso realmente se trataba de una pesadilla o si acaso aquel pálpito en su pecho significa algo mas. En la última hoja del cuaderno dibuja surcos que figuran olas y encima un barco apenas concebible como aquel que vio en sus sueños.

Al terminar las clases va hacia al puerto, donde los veleros atiborran la costa con sus velas blancas y sus cuerpos de colores, sus tamaños uniformes, como producidos en masa. Aquella emoción que saltaba de su pecho aquel instante no figuró de nuevo ante el desolador paisaje de barcos esclavos de sogas y ricos. Mari va hacia la playa, a buscar cangrejos, a perder el tiempo, y el agua moja sus pies descalzos, y la arena se mete entre sus dedos. Entonces ve un gran pez volviendo mar adentro. Un delirio, un sueño quizás, y Mari siente que le puede alcanzar, que ahí yace la verdadera libertad. Camina dentro del agua, y luego comienza a nadar con desespero, intentando llegar allá donde este va, mientras que el oleaje, ahora turbulento, comienza a arrastrarle de extremo a extremo, y sus ojos se salan y su boca se llena involuntariamente. El pez se ha ido y ahora está sola, varada, y sus piernas y brazos cansados como nunca, hallando un rastro de esperanza en la góndola a un par de metros y durante instantes casi eternos, tragando agua y luchando por respirar, finalmente logra aferrarse a ese vislumbre de segundas oportunidades. 

Llega caída la noche a casa, con la ropa aún pesada por el agua y la piel curtida de la sal marina. Su madre suelta una bofetada sin pensar, la preocupación le consume y no hay espacio en ella para oír razones. Mari entristece, se siente incomprendida y vuelve a su habitación donde crea su propio mar hasta ahogar sus pensamientos en él. Ahí sueña de nuevo, pero el mar tiene un efecto pavoroso. Esta vez, su rol de capitán es un grito ahogado, mientras que los hombres esperan, en medio del desastre, su señal.

Mari despierta. Ha pasado un año, y se ha mentalizado para superar el trauma. Ahora estudia ingeniería naval, decidida a hacer su propio barco, uno sin miedo a caer al agua, que haga frente a la sustancia con la que alguna vez pudo soñar. Deja de dormir algunas veces, y otras tantas cae como soldadito de plomo sobre superficies gratas. Su sueño ahora se cubre de realidad y sus manos de grafito al dibujar planos. Otras veces llegan los callos, Mari no es una mujer delicada si acaso eso le permite seguir soñando. Finalmente, y después de ocho años de arduo trabajo, Mari sabe todo lo que se puede saber de barcos, pero nada más, y habiendo dedicado una tercera parte de su vida a una tarea tan desalmada como lo son las escuelas, no puede sino sentir el desamparo de la ciudad, que poco o nada tiene que ofrecer para los soñadores. 

Mari sueña después de mucho tiempo con ese mar tempestuoso, con el barco que diseñó durante años, pero ahora está sola en este barco, sin nadie que le pueda tripular. Al despertar, se lanza hacia la zona de los astilleros, y después de dos años que se esfumaban en sus manos, halla a alguien tan tonto como para intentarlo, un viejo capitán retirado que está dispuesto a hacer el barco de sus sueños. Así comienza a moldear los sueños, con sus propias manos, ahora llenas de cicatrices y llagas astilladas, mientras que se siente acompañada por la buena voluntad del curtido marinero de las aguas del pasado. Al paso de año y medio, puede palpar los sueños, el timón del barco, la proa donde se desliza el agua oscura y turbulenta del pasado, pero sus hombros pesan cada día más. Lleva un tiempo notándolo, la excesiva embriaguez de su camarada, la futilidad de un esfuerzo conjunto, y lo irracional que sería esperar más de él. Finalmente, él deja de venir. Mari termina el barco sola, pero sabe que así nunca llegará a altamar. 

Ahora de día, se dedica a dar clases en una escuela de idiomas, mientras que las noches las ocupa en mantener aquel navío con el que hace mucho ha dejado de soñar, con un amor algo parecido a lo materno. Mari ha olvidado como se duerme, pero sus ojos se mantienen brillantes, como el amanecer. De tanto vivir de sueños, apenas conoce lo que es ser adulta. Y ahí encima del barco, cerca de la toldilla, cierra los ojos intentando dormir, mientras que la noche maquila tormentas y tempestades.

La levanta el estrepitoso movimiento de la embarcación, aparentemente inerte antes de entrar en los dominios oníricos, hallándose entones arrastrada por una marea salvaje de aguas cobrizas por el empalme de la tierra alguna vez firme. Duda de lo que ve, si acaso no es solo que ha vuelto a soñar como antes, y entonces se pelliza un brazo. Y despierta.

Aún inmersa en el sueño, mira abajo, hacia el suelo, y el agua apenas y comienza a filtrarse por debajo del portón, refutando así sus delirios, pero no así sus sueños, que por primera vez, hallaron encanto en la tormenta.


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