miércoles, 24 de enero de 2024

La ninfa de los jardines.

 Era Enero, y atronaba un invierno sepulcral que asolaba las ramas de las plantas y les despojaba del verde característico que redefinían la vida durante primavera. Estaba a punto de terminar, o por lo menos era lo que decía el resto del mundo, pues notaba tan eterno el frío como si media década hubiese pasado, mientras que mi rostro se demacraba y las piernas aquejaban y entumían, afectando considerablemente mi paso. Para aquel jardín que solía cuidar antes del invierno, solo había sobrevivido un brote de bellotero que parecía aferrarse también a la vida en un desolado jardín sin compañeros ni visitantes. Jitomates, menta, claveles, todo había sucumbido a las tempestades, y puede así mi corazón tan falto de razones por latir, que ahora pausaba su ritmo a diez veces por hora.

Afuera, lo único que contrastaba levemente con la escala de grises eran los árboles de enebro que usaban antaño para producir ginebra. Al otro lado, pasando el lúgubre jardín, vivía una mujer de aspecto misterioso, en esencia por todo lo que prefería no mostrar al público, como era su propio rostro. Nadie parecía haberla visto en años, aunque tenía la impresión que no eran tantos los que llevaba viviendo aquí. La anterior inquilina era una joven de mi edad a la cual disfrutaba ver pasearse por los jardines cuando éramos jovenes. Culpa de mis malos hábitos o mi infancia mal usada, solía conformarme con verle desde la ventana, mientras daba vuelta entre las hortalizas y las coníferas que había antes que mi padre las talase. Su cabello era largo y castaño, pero a la luz que se filtraba entre los reflejos de las plantas, parecía tener un peculiar color verde que rememoraba a una ninfa.

Dicho escenario se repitió un par de veces más en la primavera de mi adultez, cuando volví a casa temprano de la universidad, y la veía a ella danzar con su habitual diligencia y estoicismo ante la intempestiva brisa matutina. Aquella vez fue la primera que nuestras miradas habían chocado, y también la primera que vi sonrojar sus pómulos finos a través de su bruñido pelo. De haber sabido que aquella vez sería la última vez que la iba a ver, habría soltado en arrebato mis palabras como si un ramo de rosas escupiese, esperando que ella también bailase entre ellas. Por alguna razón he recordado eso, saco la cuenta y han sido ocho largos años desde entonces. 

El tiempo, a pesar de su carácter aparentemente lineal, se mide en la mente de los hombres en cuestión de sucesos, dando más peso a las tragedias y haciendo de los preciosos momentos algo tan efímero como un parpadeo. En ese sentido, yo me encontraba con largos años, tan solo porque contaba las desgracias a dos manos y las alegrías con el restante. No podría acaso considerar una vida trágica entonces, sino una bastante impasible y falta de emociones, que aún en medida de los sucesos, otros hombres vivían en meses lo que yo en un lustro. En un principio, había culpado de aquel sedentarismo a mi trabajo, que solía absorber toda mi energía matutina dejando con la somnolencia vespertina. Luego al distanciamiento de mi grupo de amigos, que hacían sus propios caminos lejos del inicio, donde yo parecía aún contiguo. Triste es saber que la mayoría de las tragedias de vida son causadas por uno mismo, y que no hay mayor tragedia que la de no haber vivido por temor a salir herido. 

Así, miraba desde la ventana el jardín que ahora parecía un reflejo de mi propia alma falta de buenas cosechas. Aquella vez, el sueño me venció, pero entre sueños pude ver como aquella silueta femenina danzaba entre mi ocre cementerio de ramas, y las hojas crecían y florecía a la distancia una margarita.

En la mañana y aún con aquel lucido recuerdo, corri hacia el jardín, hallando entonces y como un sueño premonitorio, aquel brote de margaritas que alguna vez invadieron mi vista. Con la vista, busqué en los alrededores rastro de aquella joven que solía admirar embellecido, pero sin éxito alguno. Así pasaron dos noches más y los augurios oníricos siguieron ocurriendo, y crecían nuevamente los jitomates y así tambien la menta, y en cada uno aparecía ella, con su aún esbelta figura, su preciosa coreografía que parecía provocar el crecimiento de las plantas, tan enamoradas como uno mismo.

Convencido de que aquello no podía tratarse unicamente de un sueño, decidí ocultarme detrás del bellotero durante la cuarta noche, y justo antes de haber sido reclamado por Morfeo, pude ver una silueta acercarse, fuera por mi vista cansada o la falta de luz, pero su rostro se ocultaba como si la misma noche estuviese parada en frente mío. En verdad no era una entidad natural o carente de humanidad, sino aquella extraña vecina que vivía al otro lado del jardín, adivinándolo por su característica capucha con la que se le solía ver a plena luz de día cuando volvía de las compras. Entonces, ví como regaba las plantas, cortaba los brotes quebrados y limpiaba las jardineras para que los nutrientes fuesen mejor absorbidos. Extrañado por su comportamiento nocturno, decidí confrontarle y habiéndome percibido, corrió en pavor hacia el otro sentido, tropezando entonces con su larga falda y dejando ver su larga y oscura cabellera, que aún con tan pocos árboles alrededor, lucía un precioso color averdado. Impulsado por una corazonada o quizás un deseo egoísta, grité el nombre de aquella visitante de tiempos pasados que aún paseaba por las noches por los parajes de mi mente, y entonces la mujer alzando el rostro, dejó a la vista aquellos rasgos inconfundibles de mi amada de la infancia, ahora más maduros, con la excepción de que ahora su rostro estaba llena de extrañas cicatrices redondas y protuberantes.

Sus ojos empezaron a ponerse llorosos y su cara roja por la pena, pero lo único que podía ver, era aquella joven dama que se paseaba, sintiendo como mi corazón volvía a latir como antaño. Cuando volví en mí, mi mano se encontraba en su barbilla y sus ojos, aún cubiertos de lágrimas, reflejaban la luz de la luna. Sonreí como un niño, y pienso que en ese entonces, no pude haber hecho otra cosa mejor, pues la humedad poco a poco abandonó sus ojos. La tomé entonces de la mano y logré que se levantaste, y como si reviviese esa vals del pasado, ahora danzabamos en los jardines, enamorados.

Poco después, me contó su historia.

Hacía alrededor de cinco años, se propagó una epidemia de varicela en el pueblo, enfermedad que padecí de pequeño alguna vez. Bien es sabido que cuando uno crece, las heridas no cicatrizan tan fácil, y eso había provocado el desfigure del rostro en mi amada y también su confinamiento en casa, así como el porque se mostraba detrás de esa abultada vestimenta. Convencido que su desgracia tenía como apaciguarse, me dediqué a buscar un tratamiento que sanase aquellas marcas de su alguna vez tersa piel y así como su rostro sanó, mi jardín y mi corazón florecieron otra vez, convencido más que nunca que aquella mujer era una ninfa, y que para volver a sonreír, tan solo necesitaba sentir de nuevo la luz del Sol sobre su rostro.



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