“Yo no conozco esas frases que tanto repites”, pero eso era otra de sus mentiras para molestar. Por supuesto que las conocía. Lo sé porque tenía doce años cuando pasaba eso en la televisión y para ese entonces, ella tendría unos siete. Era de los canales locales, de esos que uno ve por no tener más remedio, y bien si pudo o no ser de su agrado, sabía que en su cuarto había un juguete de ese programa.
“No es que no conozcas, sino que
no recuerdas”, le decía confiado, sin afán de profundizar en una explicación de
un motivo sin sabor. Las peleas eran cada vez más seguidas, pero en mi propia
experiencia, se trataba solo de otra etapa, algo que eventualmente pasaría.
Lidia me mira irritada, pero prefiero ignorarle, sé que también eso le
molestará, pero es mejor a darle rienda suelta a esa mirada, como la de los
animales asustados cuando los ojos se cruzan, recordándome a ese día de mi
infancia cuando en el cuatrimoto rojo con mis amigos, nos topamos a un toro que
había escapado del corral. No era de lidia, raza criada para los espectáculos sangrientos
de las plazas, pero eso no quitaba su postura imponente, su color negro y su
mas de metro y medio de altura, sin contar los cuernos. Nos quedamos mirándole
fijamente, mientras que Luis, quien iba conduciendo, se paralizó al igual que
el resto, incapaz de dar reversa, girar o tomar otra decisión. El toro lo
sabía, por eso nos ignoró.
Así lo pensaba, que, si miraba a Lidia,
vería el rojo en los vasos de mis retinas, y entonces, me esperaba una corneada
en forma de historial delictivo, como aquella vez que me había comido su helado
hace dos meses, como hace tres me le había quedado viendo las caderas a
esa mujer de la plaza, o como hace cinco meses dos semanas y cinco días, la
había dejado plantada por aquel tiempo extra que me obligaron a cubrir. Pero ya
se le pasaría, siempre se les pasa. A los seis o siete meses siempre se complicaban
las cosas, había conflictos por irreverencias, y siempre era participe de ellas
ante una terquedad absurda por probarme correcto, pero esas mismas anécdotas
eran las que me decían que no valía la pena pelear, que debía intentar
mostrarme tranquilo y no molestar al toro que era Lidia.
Por eso cuando me dijo dos años
después que me había engañado con Javier durante aquellos días, no pude sino
sentirme culpable por haberme provocado esa corneada, una traicionera, cuando
se sabe también que nunca hay que darle la espalda a un animal. Ese día del
toro, Luis metió la reversa y mientras que nuestras miradas estaban fijas en
este, el imponente animal solo esperó hasta que estuviéramos lo suficientemente
lejos para dejar de ser su problema. Me pregunté entonces como es que se debía
meter reversa cuando estás sentado junto a alguien en medio de una película, como
alejarte sin demostrar ser una amenaza, o si es que acaso había manera de
librarse del conflicto llevándolo a términos humanos. Parte coraje y parte curiosidad,
miré fijamente a Lidia para ver si devolvía la mirada o si acaso la esquivaba. Ella
me notó, y como un numero ensayado, empezó a llorar y tornar su gesto convencido
de sus actos reprochables en uno quebrado y derruido, la mirada fue hacia sus
manos, a decir que en ese entonces se sentía perdida, y que no estuve ahí para
brindarle apoyo. Sus lágrimas y sollozos duraron lo mismo que mi ira y
entonces, aplacados los dos, nos encontramos nuevamente viendo una película,
ella metiendo reversa y yo siendo el toro de Lidia.
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