Despierto y en mi boca se encuentra Adriana, y en mi tacto el recuerdo de sus rizos que en aquella noche de abundante alcohol tuve la dicha de acariciar mientras se dormía sobre mi regazo. Hoy la veré nuevamente, y quizás por fin de paz a aquellos anhelos de su piel morena y tersa que mis dedos sueñan recorrer cada que concibo su roce entre sueños, despertándome con el ocre tiento de las sábanas que aún si fueran de 10000 hilos, no comparasen con la suavidad de las manos de cualquier mujer que mostrase calidez a mi alma, y aún entonces, lejos quedaría del pensar en Adriana palparme con la gentileza de sus pulpejos, dote que se mantiene íntegro ante la adversidad del transporte público y a la cocina de su casa, con esos dedos finos y el grosor exacto para entrelazarse entre los míos.
Hoy por fin iré a su casa a
solas, y tendré la virtud de probar sus alimentos, que bien podrían ser un lujo
o mero emparedado, me importaría menos que el sonido de su puerta abriéndose al
llegar, la hora y media de viaje para verla, o el caminar por el inhóspito
paraje hasta su casa. Y así pasa cada momento, con Adriana en mi mente, en mis
mejillas y en el sudor que baja de mis muñecas y que no concibo calmar.
Adriana abre la puerta y queda
sorprendida por mi puntualidad siendo apenas las once con tres, y contrario a
mi look de joven empedernido, ella lleva un vestido negro que apenas disimula
con un calzado bajo, pero cuando se aleja un poco de mi mirada para servirme un
vaso de jugo, soy víctima de sus piernas largas y esbeltas que siempre habían
sido virtud suya y anhelo mío. Adriana me provoca sed, pero ningún vaso de agua
sería suficiente para saciarla, y sin embargo, ahí estaba frente a ella, que
más que nunca desbordaba su belleza natural, secándome con la mirada que por
primera vez veía sin rímel ni rubor, más que el del sudor del día.
Por mi cabeza pasan mil y una
formas de robarle un beso, de las caricias que recorrerían de su lóbulo derecho
hasta su clavícula, y de ahí tantas bifurcaciones como camas para tomarlas,
pero ahí queda todo, mientras ella comenta que iremos a comprar al mercado lo
necesario para la comida. Y aún con su vestido elegante y su ausencia de
maquillaje, se esconde entre los locales del mercado, pasa desapercibida, como
si siempre hubiese vivido ahí, y es que así es Adriana, un espíritu flexible,
hecho para sobrevivir y no puedo sino admirar aquel instinto digno de ser
llamado evolución. En cambio, yo soy un extraño, un extranjero, un blanco
fácil, por eso no hablo, y dejo que Adriana se encargue de las negociaciones.
Al final, la pollería ha cerrado,
y no queda más que recurrir a aquel burdo presagio del comienzo, al mero
emparedado, el que acaba con los ánimos de cocinar, de ayudarle con la comida,
y hace que uno se lo pase como piedras de río. Adriana está en silencio con los
brazos en la mesa, despechada, insatisfecha, y yo que no hago más que
contemplar las moronas en sus labios, y pensar que queda por decir cuando
sobran las ganas de quitarlas con los míos.
Adriana me habla de las
libertades y ataduras del amor, me encanta el oído tan rápido como lo exalta, me
sacude esperando negativas, extremos, tanteando los límites de mi afecto, y
aquello dejo ver entre cordialidad y respeto, pues solo así se discute del amor
y el resto es mero sentimiento al aire, las sábanas y el cuerpo. Ella me
estudia, es víctima de la curiosidad y yo de ella, hipnotizado por sus manos
extendidas, dejándome tocarle, examinarle y tanteando otro tipo de límites.
La puerta se abre y quedamos
estupefactos un momento, mirándonos, temiéndonos. Javier nos saluda, diciendo
que llegó un poco antes de lo habitual. Veo como Adriana traga saliva, así como
aquel instante de estupefacción, que prontamente se convierte en la pregunta de
si acaso ya ha comido, si gusta beber algo, lo invita a la mesa, y este saca un
cigarrillo y le robo otro.
Me ofrece fuego.
Miro el reloj y son las dos con
treinta.
Hace cinco horas que debía estar
en casa.
Agradezco la comida y mientras
salgo, miro atrás, esperando no estar siendo seguido. Entonces, me dirijo a la
estación, a mi departamento, a mi cama, y después… sabrá.
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