miércoles, 31 de mayo de 2023

Esta noche pasaría.

 

Era lo que pasaba por mi cabeza durante todo el día sentado en la oficina, incapaz de realizar actividad alguna que no fuera la de alimentar la libido con una prórroga finalmente determinada, un hecho entre la infinita incertidumbre que suele ahogar las almas humanas, un respiro, una bocanada, Elena entra por mi boca y circula por mis vasos, por mis venas, pasa por mi nariz y de regreso, bajando por la coyuntura entre la pelvis y el sexo, acumulándose, jactándose de mí y del futuro, pero esa no es Elena.

No.

Es tan solo el deseo de mí por ella, porque me posea, y porque también pueda ser parte del aire que respira el día de hoy, y ojalá también mañana. No soy un esclavo del deseo, sino de Elena, que aún me mira con sus ojos inocentes, esperando transmutar a los de una bestia entre las sábanas. Así es como la he tenido un millar de veces, hasta que el despertador suena, siendo presa de mis instintos, pero paciente de mi acecho.

Ahí está, sentada enfrente mío, desviando la mirada, cubriéndose de un rubor natural, mientras intenta terminar aquel informe programado para mañana, pero está difusa, y sus ojos evocan estar más preocupados por hoy que por mañana. Elena sueña dar un paso a lo desconocido, hacia un segundo intento, fuera del temor preeminente a ser herida de nuevo, a ser un objeto del deseo que acabe por volverse vicio ante los dedos de aquellas manos que se cerraban sobre sus muñecas y acababan con su voluntad por un pequeño consuelo de felicidad entre los pétalos estériles y pérfidos de rosas cortadas del rosal, aun con espinas que más de una vez, cortaron su boca que a la suya recibía.

Palabras cortantes.

Inocencia sin perder.

El desprecio convertido en duda ante la oscuridad oculta entre las pieles.

Elena tiene un corazón maltrecho, que después de tantos años, ha decidido sanar.

Y mientras que sueño despierto y con los ojos sigo a aquella mujer que me mira y me sonríe con nervio, el reloj se acelera tanto como mi pálpito, y la lluvia simula mi sudor, frío, constante, pero en el auto de regreso a casa, la lluvia no toca a Elena, mientras que en el semáforo toma mi mano, con la misma calidez de siempre.

Pero hoy quema.

Elena es un incendio consumándose en mi cuerpo.

El camino a casa es tan largo como el camino al aeropuerto, pero finalmente se escuchan los aviones despegando.

Elena se quita el cinturón, toma mi brazo, se aferra a él con apenas suficiente fuerza para llamar mi atención. Sus manos son suaves, frágiles, pero su agarre es firme, y entonces, inclina la cabeza hasta mi hombro y lo besa, se estira hasta mi cuello y lo roza, se acerca a mi boca, y decidimos bajar de una vez, un tanto más tranquilos, sabiendo que incluso entre los deseos más egoístas de la carne, se puede ser compartido.

La casa huele a ella, y ruego que para ella no tenga el efecto contrario, pues ella huele a lirios y vainilla, a añoranza. Es el aroma de mi hogar.

Subimos a cambiarnos.

Hace mucho que compartimos la cama, que nos desvestimos juntos, pero hoy su piel luce tan tersa como el lino y tan suave como algodón. Hoy me permito mirarle con deseo, de desearle todo el gusto que el cuerpo permite y mi espalda le toma por detrás, mientras ella muestra sorpresa de mi pecho contra su espalda, de mis brazos en su vientre conteniéndose por no subir por sus laderas, o de bajar hacia su selva, que alguna vez divisé por el espejo, mientras mis mejillas delataban mi crimen y corría hacia el baño fugitivo.

Actitudes infantiles, nada más.

Pero solo Elena tiene ese poder en mí, porque así es como ella ama y se siente amada, y yo tan grato de su compañía, no puedo sino disfrutar de sus gestos de afecto, de su ritmo lento, de aquel vals, que apenas llega al clímax.

En cambio, yo soy un animal, hecho del cual sabe he sido honesto. Ella sabe quien está a su espalda, quien remueve su cabello del tallo de su nuca y le encandila como un susurro, quien le pone la piel chinita, y también que es aquello que ha tocado sus glúteos por encima de su ropa interior.

Decido alejarme, guardándome este último deseo hasta donde el Sol no pueda vernos.

Hoy los dos cocinamos. Yo me encargo de la pasta mediterránea, y ella de los volcanes de chocolate, y mientras la pasta hierve en la base de camarón y almeja, la batidora queda trabajando cuando redescubro su sonrisa en la humedad en su frente y en el desaliño de su cabello rubio, dejando salir el comentario de que parece una mazorca de maíz. Ella ríe, me ataca con la harina residual, y así emprendo la huida hacia la sala, hacia el pasillo, hasta quedar mi cara blanca, ella tumbada en el suelo, y yo encima de ella, todavía riendo, todavía perdidos, hasta que los oídos dejan de ensordarse, y recordamos la comida en el fuego.

Le ayudo a levantarse. La casa esta igual o peor que mi cara, pero habrá tiempo de limpiar mañana, esta noche no me podría importar menos.

Después de la ducha, la cena queda a las 7:30. Destapo el Chardonnay para la pasta y el Lambrusco para los volcanes, y en ellos figuramos nuestra libido, lanzando fumarolas entre miradas, en mi mano que recorre su cabello hasta atrás de su oreja, de su mano encima de la mía, de mi mirada perdida en sus hombros desnudos por el escote, sus clavículas haciendo una flecha hacia otros encantos que más tarde pudiese disfrutar, pero no en este momento.

Aquí y ahora, soy esclavo de sus ojos, de su voz, de sus manos y de aquella oreja con el cabello recogido que me deja ver su suntuoso pómulo izquierdo, que me invita a darle un beso, aún si debo estirarme risible hasta el otro lado de la mesa. Eso hago entre quejidos, pero ella solo ríe y sonroja.

Es hora de la película. Es hora de ir a cama.

Nos sentamos en ella, y al comenzar los títulos, mi brazo se extiende para acogerle en mi espacio, y tengo su peso sobre mi pecho, mi hombro, y en mi vida tuviese carga tan dócil como la de esta noche.  

Pasa el tiempo y me canso de fingir ver la película, así como de ignorar el jugueteo de su mano en mi pecho. Es un juego para dos. Así mi mano desciende hasta hallar refugio entre la piel y su ropa, y me encuentro con su costado, su costillar y un calor familiar, que esta vez no proviene solo de mí.

Su mirada me acusa, como si hubiese abusado de mis privilegios, pero antes siquiera de poder liberarle, la suya deja su postura neutral, para empezar a tomar partido hacia el pectoral izquierdo, y de repente, Elena ya no me mira como antes, sino con ojos de depredador y el jugueteo persiste en movimientos circulares, espiralados hasta llegar al origen y ahí ocurre, bastándome un parpadeo para hacer lo mismo en su cuerpo, cual presa negándose a morir. Escucho entonces su voz impregnada de mí, el cántico angelical, la entonación de un rito con el que siempre soñé, diciéndome que he perdido, que hoy voy a morir, o al menos podría permitirlo.

Elena me mira desde abajo, toma mi garganta expuesta, y ahora mis manos se esconden en ella, entre su ropa, buscando refugio de su inminente final, recorriendo praderas, la escalinata, hasta llegar al árbol de duraznos tiernos que hace un par de horas el diablo me tentaba por probar. Y tan débil que soy he caído en el pecado y el coro divino resuena y me castiga, mientras mi pantalón desabotona y sus fauces descienden del gollete hacia mi vientre. El botón cede finalmente, y me hallo expuesto. Elena contempla aquel monolito, y se toma un momento para tragar saliva, como si el instinto hubiese perdido el control de su cuerpo, y es tan corto el titubeo y sin embargo tan significativo, que logro levantarle y ponerle encima de mí, aún vestida, impoluta.

Tomo sus manos y las acerco a mis labios. Le hago entender que hoy soy esclavo suyo, de sus deseos, de algo más abstracto que hace mucho noto y redefino, que simple y llanamente es amor.

Elena entiende, se abalanza, me abraza y me comparte sin palabras su agradecimiento, largo, cálido… salvaje. La bestia ha vuelto a salir y yo he sido el culpable. Estoy dispuesto a hacerme responsable. Esta vez, mis dedos rozan el tacto en sus piernas, blancas como la tundra antes de primavera, suben por sus rodillas hasta alcanzar el encaje del vestido, corriendo hacia el calor de la selva, escondido tras apenas una diminuta pieza satinada. Pero al llegar ahí, la selva se ha ido, pero el calor persiste, el calor y el caudal, el sueño efímero.

La selva ruge. Se amotina con violencia en contorsiones, mientras exploro sus adentros, su bestiario y el río que hacía mucho parecía un sueño ajeno. Elena se lleva la almohada a la cara, está siendo invadida, conquistada, pero aún confunde el placer y la culpa. Mas mi cuerpo no se detiene, no se quiere detener, y entre nubes púrpura se pierde mi lucidez y sucumbo a la lujuria, a los deseos primarios y a aquellos vestigios de mi niño interno, queriendo beber de ella, de nutrirme y de volver al útero.

Elena me mira.

La almohada se ha ido.

Ahora estoy entre sus manos, soy un mar entre ellas y Elena es mi luna, haciendo remolinos, subiendo mi marea y mi roce con sus playas, adentrándome en sus arenas.

Un grito mudo.

Un tigre aferrado.

Finalmente, somos uno.

 

 

Ha vuelto a suceder.

 

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He despertado.

Ahí está Diego a lado mío.

Le despierto tiernamente, regando caricias en su pelo, esperando crecer en él. 

Él despierta, sus ojos ya no miran como los de una fiera, sino con el gusto de un niño entre mis brazos, con una calma tal que escucho sus latidos que sincronizan con los míos. Desayunamos un café con pan tostado y huevos, y nos dirigimos a la oficina, y en el camino no puedo evitar el rubor por los delirios del reino de Morfeo, pensando que quizás, finalmente, esta noche pasaría.



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