Era lo que pasaba por
mi cabeza durante todo el día sentado en la oficina, incapaz de realizar
actividad alguna que no fuera la de alimentar la libido con una prórroga
finalmente determinada, un hecho entre la infinita incertidumbre que suele
ahogar las almas humanas, un respiro, una bocanada, Elena entra por mi boca y
circula por mis vasos, por mis venas, pasa por mi nariz y de regreso, bajando
por la coyuntura entre la pelvis y el sexo, acumulándose, jactándose de mí y
del futuro, pero esa no es Elena.
No.
Es tan solo el deseo de
mí por ella, porque me posea, y porque también pueda ser parte del aire que
respira el día de hoy, y ojalá también mañana. No soy un esclavo del deseo,
sino de Elena, que aún me mira con sus ojos inocentes, esperando transmutar a
los de una bestia entre las sábanas. Así es como la he tenido un millar de
veces, hasta que el despertador suena, siendo presa de mis instintos, pero
paciente de mi acecho.
Ahí está, sentada
enfrente mío, desviando la mirada, cubriéndose de un rubor natural, mientras
intenta terminar aquel informe programado para mañana, pero está difusa, y sus
ojos evocan estar más preocupados por hoy que por mañana. Elena sueña dar un
paso a lo desconocido, hacia un segundo intento, fuera del temor preeminente a
ser herida de nuevo, a ser un objeto del deseo que acabe por volverse vicio
ante los dedos de aquellas manos que se cerraban sobre sus muñecas y acababan
con su voluntad por un pequeño consuelo de felicidad entre los pétalos
estériles y pérfidos de rosas cortadas del rosal, aun con espinas que más de
una vez, cortaron su boca que a la suya recibía.
Palabras cortantes.
Inocencia sin perder.
El desprecio convertido
en duda ante la oscuridad oculta entre las pieles.
Elena tiene un corazón maltrecho,
que después de tantos años, ha decidido sanar.
Y mientras que sueño
despierto y con los ojos sigo a aquella mujer que me mira y me sonríe con
nervio, el reloj se acelera tanto como mi pálpito, y la lluvia simula mi sudor,
frío, constante, pero en el auto de regreso a casa, la lluvia no toca a Elena,
mientras que en el semáforo toma mi mano, con la misma calidez de siempre.
Pero hoy quema.
Elena es un incendio
consumándose en mi cuerpo.
El camino a casa es tan
largo como el camino al aeropuerto, pero finalmente se escuchan los aviones
despegando.
Elena se quita el
cinturón, toma mi brazo, se aferra a él con apenas suficiente fuerza para
llamar mi atención. Sus manos son suaves, frágiles, pero su agarre es firme, y
entonces, inclina la cabeza hasta mi hombro y lo besa, se estira hasta mi
cuello y lo roza, se acerca a mi boca, y decidimos bajar de una vez, un tanto
más tranquilos, sabiendo que incluso entre los deseos más egoístas de la carne,
se puede ser compartido.
La casa huele a ella, y
ruego que para ella no tenga el efecto contrario, pues ella huele a lirios y
vainilla, a añoranza. Es el aroma de mi hogar.
Subimos a cambiarnos.
Hace mucho que
compartimos la cama, que nos desvestimos juntos, pero hoy su piel luce tan
tersa como el lino y tan suave como algodón. Hoy me permito mirarle con deseo,
de desearle todo el gusto que el cuerpo permite y mi espalda le toma por
detrás, mientras ella muestra sorpresa de mi pecho contra su espalda, de mis
brazos en su vientre conteniéndose por no subir por sus laderas, o de bajar
hacia su selva, que alguna vez divisé por el espejo, mientras mis mejillas
delataban mi crimen y corría hacia el baño fugitivo.
Actitudes infantiles,
nada más.
Pero solo Elena tiene
ese poder en mí, porque así es como ella ama y se siente amada, y yo tan grato
de su compañía, no puedo sino disfrutar de sus gestos de afecto, de su ritmo
lento, de aquel vals, que apenas llega al clímax.
En cambio, yo soy un
animal, hecho del cual sabe he sido honesto. Ella sabe quien está a su espalda,
quien remueve su cabello del tallo de su nuca y le encandila como un susurro,
quien le pone la piel chinita, y también que es aquello que ha tocado sus
glúteos por encima de su ropa interior.
Decido alejarme,
guardándome este último deseo hasta donde el Sol no pueda vernos.
Hoy los dos cocinamos.
Yo me encargo de la pasta mediterránea, y ella de los volcanes de chocolate, y
mientras la pasta hierve en la base de camarón y almeja, la batidora queda
trabajando cuando redescubro su sonrisa en la humedad en su frente y en el
desaliño de su cabello rubio, dejando salir el comentario de que parece una
mazorca de maíz. Ella ríe, me ataca con la harina residual, y así emprendo la
huida hacia la sala, hacia el pasillo, hasta quedar mi cara blanca, ella
tumbada en el suelo, y yo encima de ella, todavía riendo, todavía perdidos,
hasta que los oídos dejan de ensordarse, y recordamos la comida en el fuego.
Le ayudo a levantarse.
La casa esta igual o peor que mi cara, pero habrá tiempo de limpiar mañana,
esta noche no me podría importar menos.
Después de la ducha, la
cena queda a las 7:30. Destapo el Chardonnay para la pasta y el Lambrusco para
los volcanes, y en ellos figuramos nuestra libido, lanzando fumarolas entre
miradas, en mi mano que recorre su cabello hasta atrás de su oreja, de su mano
encima de la mía, de mi mirada perdida en sus hombros desnudos por el escote,
sus clavículas haciendo una flecha hacia otros encantos que más tarde pudiese disfrutar,
pero no en este momento.
Aquí y ahora, soy
esclavo de sus ojos, de su voz, de sus manos y de aquella oreja con el cabello
recogido que me deja ver su suntuoso pómulo izquierdo, que me invita a darle un
beso, aún si debo estirarme risible hasta el otro lado de la mesa. Eso hago
entre quejidos, pero ella solo ríe y sonroja.
Es hora de la película.
Es hora de ir a cama.
Nos sentamos en ella, y
al comenzar los títulos, mi brazo se extiende para acogerle en mi espacio, y
tengo su peso sobre mi pecho, mi hombro, y en mi vida tuviese carga tan dócil
como la de esta noche.
Pasa el tiempo y me
canso de fingir ver la película, así como de ignorar el jugueteo de su mano en
mi pecho. Es un juego para dos. Así mi mano desciende hasta hallar refugio
entre la piel y su ropa, y me encuentro con su costado, su costillar y un calor
familiar, que esta vez no proviene solo de mí.
Su mirada me acusa,
como si hubiese abusado de mis privilegios, pero antes siquiera de poder liberarle,
la suya deja su postura neutral, para empezar a tomar partido hacia el pectoral
izquierdo, y de repente, Elena ya no me mira como antes, sino con ojos de
depredador y el jugueteo persiste en movimientos circulares, espiralados hasta
llegar al origen y ahí ocurre, bastándome un parpadeo para hacer lo mismo en su
cuerpo, cual presa negándose a morir. Escucho entonces su voz impregnada de mí,
el cántico angelical, la entonación de un rito con el que siempre soñé,
diciéndome que he perdido, que hoy voy a morir, o al menos podría permitirlo.
Elena me mira desde
abajo, toma mi garganta expuesta, y ahora mis manos se esconden en ella, entre
su ropa, buscando refugio de su inminente final, recorriendo praderas, la
escalinata, hasta llegar al árbol de duraznos tiernos que hace un par de horas
el diablo me tentaba por probar. Y tan débil que soy he caído en el pecado y el
coro divino resuena y me castiga, mientras mi pantalón desabotona y sus fauces
descienden del gollete hacia mi vientre. El botón cede finalmente, y me hallo
expuesto. Elena contempla aquel monolito, y se toma un momento para tragar
saliva, como si el instinto hubiese perdido el control de su cuerpo, y es tan
corto el titubeo y sin embargo tan significativo, que logro levantarle y
ponerle encima de mí, aún vestida, impoluta.
Tomo sus manos y las
acerco a mis labios. Le hago entender que hoy soy esclavo suyo, de sus deseos,
de algo más abstracto que hace mucho noto y redefino, que simple y llanamente
es amor.
Elena entiende, se
abalanza, me abraza y me comparte sin palabras su agradecimiento, largo,
cálido… salvaje. La bestia ha vuelto a salir y yo he sido el culpable. Estoy
dispuesto a hacerme responsable. Esta vez, mis dedos rozan el tacto en sus
piernas, blancas como la tundra antes de primavera, suben por sus rodillas
hasta alcanzar el encaje del vestido, corriendo hacia el calor de la selva,
escondido tras apenas una diminuta pieza satinada. Pero al llegar ahí, la selva
se ha ido, pero el calor persiste, el calor y el caudal, el sueño efímero.
La selva ruge. Se
amotina con violencia en contorsiones, mientras exploro sus adentros, su
bestiario y el río que hacía mucho parecía un sueño ajeno. Elena se lleva la
almohada a la cara, está siendo invadida, conquistada, pero aún confunde el
placer y la culpa. Mas mi cuerpo no se detiene, no se quiere detener, y entre nubes
púrpura se pierde mi lucidez y sucumbo a la lujuria, a los deseos primarios y a
aquellos vestigios de mi niño interno, queriendo beber de ella, de nutrirme y de
volver al útero.
Elena me mira.
La almohada se ha ido.
Ahora estoy entre sus
manos, soy un mar entre ellas y Elena es mi luna, haciendo remolinos, subiendo
mi marea y mi roce con sus playas, adentrándome en sus arenas.
Un grito mudo.
Un tigre aferrado.
Finalmente, somos uno.
Ha vuelto a suceder.
He despertado.
Ahí está Diego a lado
mío.
Le despierto
tiernamente, regando caricias en su pelo, esperando crecer en él.
Él despierta, sus ojos ya no miran como los de una fiera, sino con el gusto de un niño entre mis brazos, con una calma tal que escucho sus latidos que sincronizan con los míos. Desayunamos un café con pan tostado y huevos, y nos dirigimos a la oficina, y en el camino no puedo evitar el rubor por los delirios del reino de Morfeo, pensando que quizás, finalmente, esta noche pasaría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario