miércoles, 29 de noviembre de 2023

Malos hábitos.

Creo que todos pasamos por una etapa en la infancia donde adoptamos hábitos que en la adultez nos daría vergüenza mencionar o incluso, intentamos enterrar en el olvido. Algunos comían lodo, otros se escondían para empuñar los ojos y otros no tan afortunados, les gustaba jugar con los contactos. Sin ser una excepción a esto, acogí el insalubre hábito de contar hasta cinco cuando algo de comida caía al suelo, alegando que los otros niños hablaban de una regla de los cinco segundos. En ese entonces, las voces de los amigos eran tan verídicas como la de los padres, y así creí, que pasados cinco segundos, el diablo chuparía la comida y se volvería entonces, completamente inservible. 

La primera vez que me atraparon realizando dicho ritual, mi madre me tomó de la muñeca, dándome de manotazos hasta haber soltado la comida, y entre reproches, alegó que aquello era una idea burda y sin sentido, y que una vez en el suelo la comida, su única parada debía ser el basurero. Pero los niños no entienden tan fácilmente, y así cada vez que algo caía al suelo, y no hubiese nadie cerca, contaba hasta cinco para saber si era conveniente dar o no otro bocado. Claro que había otros factores, como ver si no había cogido alguna basura o cabello del suelo, razón por la cual siempre revisaba minuciosamente como segundo filtro de seguridad.

Cada vez contaba más lento, y esos cinco segundos bien podrían hacerse diez, hasta el punto en que tan solo me engañaba a medias, dejándome con la inspección visual y el recelo de que en alguna otra parte del mundo existiría un niño a quien no le importase terminar esa comida. Hacía años también que no pisaba una iglesia, y bien la creencia de un señor del mal empezaba a sonar risible.

Sin embargo, y como todo niño, hubo un día en el que dejé atrás mis malos hábitos. Y si bien, para la mayoría es un momento inmemorable, en mi quedó marcado como una cicatriz que a mi alma dejó hendida. Pasó entonces que recién abría un emparedado que mi madre me había preparado para el almuerzo en la escuela. Al remover su envoltura de papel, este resbaló de mis manos, cayendo directamente al suelo del salón de clases. Conté hasta cinco en razón de 2 a 1, y en el cuatro me detuve, revisando como siempre si no había adquirido algún extra del piso, más en un súbito descubrimiento, arrojé el emparedado por los aires mientras que retrocedía aún sentado hasta la esquina del aula, consternado por mi hallazgo. Conforme me fui calmando, nuevamente me acerqué hasta el alimento, y con cada movimiento mi corazón aumentaba su pálpito, deseando haber sido engañado por mi vista. Así inspeccioné nuevamente, tomándome apenas un segundo comprobar que tenía razón, que no lo había imaginado, que el emparedado ahora tenía una marca de mordida, y donde estuviesen los caninos, la marca perforaba de extremo a extremo del pan.

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