viernes, 10 de noviembre de 2023

Mentirilla blanca

En una ocasión, tuve el honor de conocer al famoso biólogo José Palizón, reconocido por sus aportes en materia de fauna silvestre de Sudamérica, abarcando de extremo a extremo el río Amazonas, y habiendo cruzado desde la Guajira hasta la Patagonia. Lo reconocí por las cicatrices de mordidas a cada lado de los brazos mientras que tomaba un café en un pequeño Negocio de Uxmal. Diferente a lo que mostraban las viejas fotos de los libros y los artículos dedicados a su persona en Internet, Palizón ahora portaba el pelo plateado y un par de lentes de gran aumento, que tan solo magnificaban la presencia de aquella acérrima figura quien más de una vez miró de frente a la muerte, y que ahora miraba tan solo la pantalla de su portátil, mientras escribía a duras penas en su teclado, víctima de los años y la artritis que ahora le invadía.

Lo saludé con cierta admiración, mientras me miraba algo extrañado y molesto, pero una vez que me presenté ante él y habiendo ofrecido invitarle el desayuno, accedió a una conversa bien intencionada. Ahí comenzó a contar sobre las 20 especies diferentes de serpientes que casi lo habían matado en distintas ocasiones, mostrando donde estaban ubicadas todas sus mordeduras, algunas no las mostró por la edad, y otras porque eran zonas decorosas. Pronto, se había ido entre las ramas de la conversa, y empezó a hablar sobre su familia,  llevaba quince años divorciado y cinco que no veía a sus hijos, pero se mantenía ocupado escribiendo, tratando de no pensar en la soledad que desde hace tiempo era aparentemente su única compañera. Busqué cambiar el tema y le pregunté sobre lo que estaba escribiendo ahora. 

Había abandonado la investigación, y ahora se dedicaba únicamente al desarrollo de libros de conocimiento general. 

"Claro, ahora es conocimiento general, pero hace 30 años, fueron descubrimientos insólitos", contaba con regocijo, orgulloso por sus aportes a su rama de estudio, y asegurando la valía de su vida con esos pequeños datos curiosos agregados a los grandes libros. Aprovechando la mejora de su ánimo, decidí preguntarle lo que lo llevó a ese estilo de vida, a lo que contestó que fue por una "mentirilla blanca".

"Cuando era niño, vivía en las cercanías de una zona boscosa. No era una reserva ni mucho menos, tan solo eran unos cuantos árboles que daban a un arroyo. No teníamos vecinos cerca, por lo que solía salir a explorar por mi cuenta, y jugar con los sapos, palomas y escarabajos que rondaban en las entre el pasto que a veces me llegaba al rostro. Un día, sin embargo, hallé algo que consideré un tesoro. Era el cráneo de un cánido, bastante limpio y acompañado solamente de unos cuantos huesos sueltos que habían quedado alrededor. Me dirigí donde mi padre para mostrárselo, y este me contó que hacía muchos años, solía haber zorros en esa zona, por lo que era probable que le perteneciese a alguno de ellos. Obviamente, se sentía como algo aún más especial de lo que ya creía que era, y así me dediqué a buscar en libros información de estos animales, y de muchos otros, hasta convertirme en el hombre que soy yo. 

Entonces ¿Dónde queda la mentirilla blanca?

Cuando fui al museo de historia natural, pude ver el cráneo de un zorro verdadero. Era más largo, sus dientes eran más grandes y la punta que daba al orificio nasal era de final convexo. El cráneo que tenía en casa no pertenecía a un zorro, sino a un perro. Luego de un tiempo atando cabos, recordé a mi perro Vico, el cual dos años antes de mi descubrimiento, se había quedado en casa mientras nosotros estábamos en un refugio por la tormenta que se avecinaba. Mis padres me dijeron que por ser un animal, habría conseguido escapar y buscar refugio por su cuenta, y uno siendo tan chiquilín, no se entera de muchas cosas.

Así que, en mi casa tengo a Vico, mi perro fiel, que me sigue guiando en esta tormenta."

Y con esa extravagante anécdota que lograba sacarle una carcajada contar, procedí a agradecerle su tiempo, pagué la cuenta y le estreché con suavidad aquella mano callosa, que ahora se hallaba temblorosa y sin fuerza. Me di la vuelta, y mientras salía del colorido local, me pregunté si acaso Vico lo seguiría guiando hasta la tumba, o si acaso todo fuese otra mentirilla blanca.


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