lunes, 27 de noviembre de 2023

Ronald.

En la pescadería de la Avenida Millet, se vendían los mariscos más frescos del pueblo. Era un negocio que llevaba un solo hombre, un hombre del mar que solía salir desde las cuatro de la mañana a surcar las aguas para a las diez de la mañana ofrecer una gran variedad de pescados, camarones y ostras. El secreto de su éxito, consistía en un lugar de pesca desconocido por el resto, cerca de las costas de unas de las islas vírgenes cercanas. Ahí, el agua se tornaba cristalina y la arena era fina como el polvo de harina procesado. El pescador estaba casi en sus cuarentas, pero el trabajo diario lo mantenía en forma, y al ser vendedor, mantenía cierta presentación ante el público, pero eso era una verdad a medias. En realidad, se había quedado prendido de una de las hijas del panadero, Rebecca, a quien siempre mandaban a comprar bacalao para comer los jueves a gusto de su padre. A pesar de su porte sencillo, y de su rostro de rasgos comunes, la hija aún soltera del panadero poseía una personalidad radiante que reflejaba en una sonrisa por demás sincera y juguetona. De lejos que no era la mujer más bella del pueblo, pero fácilmente robaba las miradas curiosas de los hombres. 

El pescador odiaba vender bacalao, era demasiado oloroso y requería un lugar especial para secarlo y que no arruinase la experiencia de la gente al pasar. Desde que la hija del panadero vino por primera vez a comprar, el dedicaba un día a la semana tan solo para pescar bacalao. A veces no le apetecía, y tan solo pescaba el mínimo que ella compraría, pero ahí, como cada jueves, uno podía ver era el día del bacalao. Esa mañana, el pescador se bañaba recién terminaba de alistar el local y usaba lociones de almizcle que contrarrestasen en lo posible el aroma fuerte del pescado. Siempre por eso de las once, llegaba la hija del panadero con su canasta y su sonrisa, pedía lo mismo y siempre recibía de más. Cuando ella intentaba rechistar, el pescador le decía que eso era porque era lo último, y era preferible a que se fuese a desperdiciar. Tenía unos diez años menos que él, aunque con edad suficiente para sentar cabeza, cosa que nunca pasó. Se había comprometido de joven con un hombre de la alta sociedad, pero este murió de una enfermedad congénita, de la cual nadie quiso hablar. También, era sabido que había salido con un noble de un país vecino, pero tan pronto como había venido, así desapareció. Por eso era mal vista por el pueblo, por tentar a hombres de buena cuna, y a pesar de su radiante sonrisa, a nadie parecía agradar su presencia. Solo el pescador, que aún con cortesía, cruzaba unas cuantas palabras con ella, buscando verla sonreír, que bien valía más que cualquier centavo perdido.

Pasaba las noches imaginando llevarla a aquella isla, y verla jugar con la arena entre sus dedos, y el beso del mar llegando a sus rodillas, rodeada de aquellos pequeños peces de colores que siempre liberaba de sus redes. Pensaba si acaso una red tan grande podría atraparla a ella, aunque en el fondo sabía que ahora él era el captivo.

Habían pasado cuatro meses, cuando la hija del panadero dejó de llegar a la pescadería. Al principio, el pescador supuso que pudo haber enfermado, pero las semanas pasaron y al cumplirse la cuarta, decidió  acercarse  a la panadería, encontrándose al llegar con que el local había cerrado, mostrando señales de abandono desde hacía un tiempo. Consternado, preguntó a los vecinos que había pasado con el panadero y su familia, a lo que le respondieron que habían migrado a la ciudad que quedaba en el valle, a medio día de viaje de allí. El pescador no lo pensó. Empacó sus cosas, cerró el local, y se dirigió hacia la Ciudad del Valle, donde se encontraba la capital y el palacio del rey. Movido por los rastros de su pasión, llegó en menos del tiempo requerido, y no bien había encontrado un lugar donde quedarse a pasar la noche, rondó por las calles en busca de su amada hasta al anochecer, y así hizo durante los dos siguientes días, hasta que tuvo noticia de la nueva panadería que habían abierto cerca del río. No era difícil de encontrar, ya que el río era corto y el único cuerpo de agua de todo el valle y topó entonces con un cálido edificio que inundaba de aroma las narices de los transeúntes. Ahí se encontraba Rebecca, quien cordialmente recibía a los clientes con la hermosa sonrisa que procuraba traer siempre consigo.

El pescador entonces, volvió al hostal, se bañó y puso sus mejores ropas, agregando sus fuertes fragancias y afeitándose ese descuido de barba. Pasó por la florería y compró un ramo de tulipanes rojos, blancos y rosas. Caminó firme todo el camino hasta donde se hallaba, pasando finalmente por el puente que dividía de extremo a extremo el río y en el contempló casi por inercia el panorama, la ciudad donde los coches pasaban de extremo a extremo como si formasen parte del paisaje, las montañas que se divisaban detrás de las casas, y el río tan pequeño, que era imposible pescar en este. El pálpito de su corazón disminuyó lentamente, plantando sus pies al puente. Aquí no sería más pescador, y entonces ¿Qué le quedaba?

El pescador había pensado llevársela consigo, pero desde la ventana de la panadería, le veía sonreír más que nunca, más sincera, libre de los prejuicios del pueblo, sabiendo que volviendo al pueblo, ella dejaría de ser Rebecca, y volvería a ser la hija soltera del panadero, para luego ser la esposa del pescador y enterrar a Rebecca en el olvido.

Entró a la panadería, tomo una hogaza, y se dirigió hasta donde Rebecca estaba. Ella preguntó si acaso le conocía de alguna otra parte, extrañada por el porte tan limpio del hombre.

"Aquí no soy nadie, y de donde soy me conocen por mi trabajo, pero espero algún día ser Ronald".



No hay comentarios:

Publicar un comentario