viernes, 24 de noviembre de 2023

La bandera de humo.

Viví la última época del auge del tabaco. En ese entonces, los restaurantes de espacios cerrados se hallaban repletos de letreros de "no fumar", pero con tal de no perder clientes, solían colocar un par de mesas en la acera o cerca del jardín, donde los fumadores pudiesen seguir su banal hábito, molestando en ocasiones a los transeúntes y a los comensales que habían elegido sus asientos solo por la vista. Yo era apenas un adulto, pero me había encariñado con el vicio, sintiéndome mayor, como si no fueran a pedirme más la identificación en los bares, o llamase la atención de las jovencitas que conocían un poco menos del mundo que yo. Alguna vez crucé miradas, pero nada más.

El departamento era una bomba de humo, donde la alfombra escondía las cenizas y los ceniceros se mantenían siempre llenos. Dos de cada tres amigos fumaban, por lo menos para socializar, pero eso no era lo mío. 

Recuerdo que al entrar en la universidad, un amigo me enseñó tan solo por tener alguien que le acompañase durante los recesos, pero nunca agarré el gusto, aceptando únicamente los cigarrillos de cortesía. El gusto lo adquirí un día cuando Diana había venido de visita. Hacía un año que no la veía, aunque no podía sacarme de la mente la fragilidad de su cuerpo, las hebras de oro que eran su pelo ni aquellos ojos verdes de muñeca. En ese entonces, eso bastaba para despertar mis intereses y bien podía ignorar el hecho de que en realidad, poco o nada teníamos en común. Así, me decidí a hablarle, citándole en el Centro Histórico de la ciudad, y aún con su agenda tan ocupada, aceptó por vernos esa noche. 

Confiado entonces del reloj, empecé a alistarme una hora antes, mientras afuera empezaba a atronar una tormenta que terminaría por saturar las vías de la ciudad. Por más rápido que intenté salir de casa y tomar el primer taxi hacia el Centro, llegué veinte minutos después de lo acordado. Busqué con desespero pero no hallé su cara entre la multitud, por lo que decidí calmarme y esperar un poco más, haciéndome debajo de un tejado.. La lluvia había calmado, pero no tenía manera de hablarle, mi teléfono estaba muerto. Pasaron diez, quince, y luego treinta minutos, pero Diana nunca llegó. 

Vencido entonces, frente a mí apareció alguien que siempre había estado, un vendedor ambulante que con apenas una bolsa de plástico encima suyo, enfrentaba la lluvia para seguir vendiendo. Me acerqué a él y le pregunté por un cigarrillo, a lo que asintió, ofreciéndome distintas marcas y luego fuego. Encima mío, el agua seguía cayendo, pero el tabaco se mantuvo seco aún en mis labios, mientras que me sentaba en una de las jardineras y sentía como el humo, así como mi desgracia, entraba y salía de mi cuerpo. 

Desde entonces, fumaba siempre que estaba deprimido o frustrado, y comenzaron así dos años de depresión crónica, que empezaba con mi desayuno, y se repetía unos tres veces más al día. En ese entonces, una cajetilla costaba entre $40.00 y $45.00, pero cuando no alcanzaba, compraba los de $28.00 que en realidad no sabían a nada. Bien podía ser aserrín pero no importaba, mas que tener algo en la boca.  Solía exceder la dosis cuando había whisky, y las veces que salía con alguna mujer, las cuales fueron contadas. Probé también los puros, pero eran más de lo que un estudiante podía costear recurrentemente.

Después claro, llegó el Coronavirus y la era del cubrebocas, y entonces desaparecieron las áreas de fumadores, y también los vendedores ambulantes de cigarro. También subieron los precios de manera absurda, y bueno, a falta de empleo, tuve que conformarme con el alcohol, recortando así el cigarro para los encuentros sociales y la depresión para cuando me encuentro en algún rincón del pecho, lo que no ha pasado en los últimos tres años.

Ahora cada que veo a un fumador en la calle, empiezo a toser y a cubrirme la nariz, pero jamás me atrevería a reprocharle por seguir fiel a su deseada causa de muerte. Que ice la bandera de aquella nación derruida de la cual alguna vez fui ciudadano, que canten ese himno desafinado y áspero mientras saludan al lábaro patrio con su mano izquierda en el pulmón, pues en la derecha llevan su cigarro.


No hay comentarios:

Publicar un comentario