martes, 24 de mayo de 2022

Regreso a casa

 Durante las tardes cuando termino la jornada, el atardecer está en su clímax, pero siempre atrás de mí, a la altura de mi espalda y hombros. El calor de la ciudad es insoportable en esta época del año, y por muy cerca que viva de la oficina, me he visto tentado en más de una ocasión a tomar un taxi y pagar una tarifa absurda con tal de no padecer ni un momento más de la piel roja que sobresale por encima de la camisa.

También es la hora en que la gente suele sacar a sus perros a pasear, y más de uno es bastante irresponsable con ellos, siendo más de una vez perseguido en acontecimientos dignos de la suerte de un asalariado corriente. Puede este ser mi castigo por renegar de mis aspiraciones, o por lo contrario, el toque picante con el que sazona Dios el día a día de un hombre monótono y aburrido.

Al terminar la cuadra, se asoma un cruce donde siempre hay agua de las alcantarillas estancada, y toca aguantar la respiración en tanto llego al otro lado, sino es que un conductor cometa la travesura de mojar al prójimo en su camino y entonces se esfuma la razón de amedrentar el aroma cuando uno mismo es impregnado del castigo divino.

También hay días así, pero no todo es gris. En contra esquina, hace un par de meses abrieron una pequeña panadería. El lugar suele pasar desapercibido debido a la falta de publicidad del local, pero el aroma, esa esencia de la mantequilla y el horno abarrotan la banqueta de hasta cinco casas atrás. Siempre me gusta cruzar la calle a esa altura, y llevarme una bocanada que me quite el amargo del agua fétida. De vez en cuando doy las buenas noches, cuando es el turno de esa encantadora joven tras la caja, la cual siempre me devuelve el saludo con una sonrisa igual de bella. Sin embargo, nunca me he animado a entrar, ya que casi nunca tengo efectivo, o cuando tengo he comido mucho pan, o aún con hambre, sé que aún quedan sobras de la semana.

Pero un día habrá donde tenga efectivo, que no haya comida y nada tenga que esperar, para motivarme y entrar al pequeño establecimiento, y entablar conversación con aquella joven que atiende tras la caja, mientras que de ratos se escabulle a la cocina para sacar el pan recién hecho y sonría un tanto por la pena y otro tanto porque ella es así. Quizás ese día me anime y decida invitarla a salir, puede que acepte y finalmente llegue feliz a la casa, directo a comer el pan recién hecho. 

Quien sabe, quizás hasta empieza a disfrutar ese camino de regreso a casa.

Hoy pasé nuevamente por su vereda, revisé la cartera y hallé un billete algo grande.

“Puede que ella no tenga cambio”, y así seguí mi camino, saludándole como siempre, esperando cambiarlo mañana.

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