En Baldabi no había ricos ni pobres, solo personas que trabajaban la tierra y hacían con ella lo necesario para continuar sus vidas.
No había sueños, ni hambre, y no existía el concepto del
dinero. Eran, como se dice vulgarmente, felices.
Un día normal en Baldabi, consistía en despertarse a las
cuatro de la mañana por leche de la vaca y por los huevos de las gallinas,
preparar el desayuno para aquellas familias que tenían de tres a siete hijos, y
empezar a darle sus cuidados a la tierra, arando, regando o cosechando los
frutos de meses de trabajo. No había prisas, no había precariedad, todo
funcionaba con precisión de segundero, a pesar de que en su vida habían visto
un sistema de relojería. El Sol era su único aviso de que empezaba o terminaba
el día.
Así fue durante décadas, hasta que nació el quinto varón de
la familia Paduk, Inrith, quien, por primera vez en la historia de Baldabi, soñó.
Al principio, creía estar enfermo y así lo creyeron también su familia, alguien
quien vivía otra vida en un mundo incapaz de percibirse para los demás. Inrith
contaba que veía aves que devoraban hombres para luego regurgitarlos, y que la gente usaba para moverse entre los cielos, contaba de luciérnagas atrapadas en burbujas, que iluminaban los
caminos entre casas más grandes y duras que las de Baldabi, y por donde ya no pasaban carretas de
burros, sino pequeñas casas movidas por ruedas y que se incendiaban en la parte
de adelante, aprovechando el humo para desplazarse.
El padre de familia, Bonur, se preocupaba por los delirios
de su hijo, pensando que era imposible volar, atrapar luciérnagas o que una
casa en llamas pudiese albergar a alguien dentro. No eran más que fantasías,
pero en Baldabi, nunca antes se habían manifestado algo como los sueños.
Después de revisar que su hijo no tuviera fiebre y que comiera normalmente,
decidió dejar de prestarle atención a sus historias extraordinarias. Inrith
hablaba con los otros niños de sus sueños, pero la mayoría lo llamaban loco o
decían que se había golpeado la cabeza mientras dormía.
La única excepción era Kahik, un hombre algo mayor y mal
visto por el pueblo, al cual le gustaba salir a explorar el bosque, más allá de
donde terminaban las áreas de caza. Ahí decía haber visto algunas de las cosas
de las que Inrith hablaba, argumentando que sus sueños eran, en todo caso,
visiones de algo más allá. Inrith pidió que lo llevase hasta ese lugar, por lo
que al día siguiente caminaron a través del arroyo, de las rocas grises y de
los espesos helechos que se usaban para delimitar los límites de Baldabi.
Atravesarlos implicó llevarse heridas y arañazos en brazos y piernas, pero Inrith
solo estaba interesado en saber que había más allá y si acaso los
descubrimientos de Kahik eran reales. Para su sorpresa, en frente suyo,
apareció una serpiente negra con franjas blancas, tan larga que no se podía ver
ni su cabeza ni su cola. Echó para atrás Inrith, pero poco a poco se dio cuenta
que no era una serpiente, sino un camino negro que parecía señalar una
dirección entre las líneas blancas que le atravesaban de extremo a extremo.
Encima de ella, pasaban las casas incendiadas, dejando
rastros de humo por el aire, y a cada costado del camino, había arboles verdes
y huecos, carentes de todo follaje y de los cuales colgaban burbujas con
luciérnagas. Kahik le dijo que alguna vez había visto también una de esas aves gigantes, pero eran muy raras de observar, pues volaban más alto que las águilas,
dejando ver apenas una silueta inerte que simulaba a un ave con las alas extendidas y sin aleteo. De repente, la
emoción de Inrith se fue convirtiendo en desánimo y finalmente apatía,
volviendo con cierta desdicha a la aldea. Kahik intentó preguntarle qué era lo
que le había pasado, pero ante toda pregunta, Inrith solo respondió una vez:
“Creo que estoy curado”.
Inrith durmió ininterrumpidamente esa noche, y la noche
siguiente, y en Baldabi, nunca nadie volvió a soñar.
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