miércoles, 8 de marzo de 2023

Los que espantan son los vivos.

Cada cierto tiempo, y a fin de mejorar las relaciones interpersonales en el trabajo, se realiza un viaje a las montañas, donde llevamos a cabo actividades en equipo como meter neumáticos viejos en una tubería, carreras en los rápidos donde la concentración es vital o carreras a una pierna, las cuales consisten en atarse la pierna derecha a una tabla gigante con al menos otras cinco personas, tratando de demostrar coordinación y evitar golpearse lo menos posible después de cada caída.

Durante la noche, y a falta de teléfonos u otros medios electrónicos de entretenimiento, hacemos una fogata, en la cual se cuentan historias sobre fantasmas, duendes u otros fenómenos paranormales que atentasen con quitarle el sueño a los oyentes.

Sin embargo, aquella vez, Don Marcial interrumpió abruptamente la historia del tesoro de la casa abandonada con una frase fulminante:

“Mi abuelo siempre me dijo que los que espantan son los vivos”.

Las miradas se tornaron hacia él, esperando a escuchar una explicación a su comentario, o un escape hacia el terror que ya consumía a la mayoría.

“En ese entonces, la hacienda de mi abuelo abarcaba cerca de 70 hectáreas, las cuales incluso tenían acceso a un riachuelo, tan lleno de peces que cuando queríamos comer pescado, solo tirábamos la red y salía llena de peces.

Tenía como siete años, pero era un niño muy vivo, y los viejos murmuraban historias sobre la llorona que deambulaba cerca del riachuelo sollozando y arrastrándose de manera antinatural. Obviamente no querían que los chamacos se enterasen de esas cosas, pero de una u otra forma lo hacíamos.

Total, que cuando cayó la noche, unos gritos empezaron a despertar a todos en la casa, gritos llenos de pavor y no como los que uno escucha cuando una mujer se espanta, sino de la voz de un hombre, que gritaba ¡LA LLORONA! ¡LA LLORONA!

En esos momentos, todos salimos de la casa, los más chiquillos teníamos las piernas endurecidas por el miedo, mientras que algunos de los grandes dejaban ver preocupación o un ligero escalofrío bajando desde sus hombros hasta sus manos y después a los pies, y sudaban como si fuera el sol del medio día.

Ahí estaba, frente a nosotros, deambulando entre la hierba esa silueta blanca, como si llevase una bata y el cabello alborotado. A veces caminaba sin rumbo, y otras empezaba a arrastrarse erráticamente en movimientos rápidos, casi imposibles para una persona normal. Al iluminar sus ojos con la lampara, dejaba ver dos puntos blancos, que parecían penetrar las pupilas hasta los sesos.

Quizás no era la primera cosa rara que veía en mi vida, pero si en algún momento estuve a punto de creer en eso, fue ahí. Mi abuelo se dio cuenta. Rápidamente, se colocó en frente de nosotros y dijo que no quería ver a nadie temblando por esa madre. Los que espantan son los vivos y lo iba a demostrar. Caminó hacia el establo del potrero, y salió a caballo con escopeta en mano.

Dio la vuelta al riachuelo hasta donde era posible pasarlo a salto de caballo y soltó un tiro al aire, pero la criatura ni se inmutó. Le dio un golpe en las costillas al caballo y este empezó a galopar, mientras que mi abuelo apuntaba con la escopeta a aquella silueta blanca, la cual entonces empezó a correr de manera dispersa y con las piernas abiertas, mientras sus manos aleteaban al aire. El segundo disparo se escuchó, pero cuando sonó el tercero y el cuarto, ya no estaba a la vista ni mi abuelo ni aquella cosa.

Pasaron unos diez minutos en los que no sabíamos nada, en la cual el silencio era tomado por los grillos y los otros animales rastreros que se suelen hallar en los ranchos. Poco a poco, vimos acercarse nuevamente una silueta, que era mi abuelo el cual había dejado el caballo y ahora caminaba trayendo a rastras algo.

Cuando por fin estuvo lo suficientemente cerca, vimos que era lo que arrastraba. Iba desangrándose, mientras aun gritaba y sollozaba ¡No me mates! ¡Soy tu compadre!

Ya luego entendí que el cabrón ese quería las tierras de mi abuelo, pero ese día se acabó todo lo que pudo o no haber querido.”

Terminaba don Marcial, dejando implícita la muerte de aquel hombre, sin cambiar su semblante o si quiera titubear.

Poco a poco, todos se empezaron a retirar y la fogata se terminó de consumir, pero nadie concilió el sueño, asustados ahora por algo más tangible, algo que, en esa noche helada y tétrica, podía roncar.


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