Cada cierto tiempo, y a fin de
mejorar las relaciones interpersonales en el trabajo, se realiza un viaje a las
montañas, donde llevamos a cabo actividades en equipo como meter neumáticos viejos
en una tubería, carreras en los rápidos donde la concentración es vital o
carreras a una pierna, las cuales consisten en atarse la pierna derecha a una
tabla gigante con al menos otras cinco personas, tratando de demostrar
coordinación y evitar golpearse lo menos posible después de cada caída.
Durante la noche, y a falta de
teléfonos u otros medios electrónicos de entretenimiento, hacemos una fogata,
en la cual se cuentan historias sobre fantasmas, duendes u otros fenómenos
paranormales que atentasen con quitarle el sueño a los oyentes.
Sin embargo, aquella vez, Don
Marcial interrumpió abruptamente la historia del tesoro de la casa abandonada
con una frase fulminante:
“Mi abuelo siempre me dijo que
los que espantan son los vivos”.
Las miradas se tornaron hacia él,
esperando a escuchar una explicación a su comentario, o un escape hacia el
terror que ya consumía a la mayoría.
“En ese entonces, la hacienda
de mi abuelo abarcaba cerca de 70 hectáreas, las cuales incluso tenían acceso a
un riachuelo, tan lleno de peces que cuando queríamos comer pescado, solo
tirábamos la red y salía llena de peces.
Tenía como siete años, pero
era un niño muy vivo, y los viejos murmuraban historias sobre la llorona que
deambulaba cerca del riachuelo sollozando y arrastrándose de manera
antinatural. Obviamente no querían que los chamacos se enterasen de esas cosas,
pero de una u otra forma lo hacíamos.
Total, que cuando cayó la
noche, unos gritos empezaron a despertar a todos en la casa, gritos llenos de
pavor y no como los que uno escucha cuando una mujer se espanta, sino de la voz
de un hombre, que gritaba ¡LA LLORONA! ¡LA LLORONA!
En esos momentos, todos
salimos de la casa, los más chiquillos teníamos las piernas endurecidas por el
miedo, mientras que algunos de los grandes dejaban ver preocupación o un ligero
escalofrío bajando desde sus hombros hasta sus manos y después a los pies, y sudaban como si fuera el sol del medio día.
Ahí estaba, frente a nosotros,
deambulando entre la hierba esa silueta blanca, como si llevase una bata y el
cabello alborotado. A veces caminaba sin rumbo, y otras empezaba a arrastrarse
erráticamente en movimientos rápidos, casi imposibles para una persona normal.
Al iluminar sus ojos con la lampara, dejaba ver dos puntos blancos, que
parecían penetrar las pupilas hasta los sesos.
Quizás no era la primera cosa
rara que veía en mi vida, pero si en algún momento estuve a punto de creer en
eso, fue ahí. Mi abuelo se dio cuenta. Rápidamente, se colocó en frente de
nosotros y dijo que no quería ver a nadie temblando por esa madre. Los que
espantan son los vivos y lo iba a demostrar. Caminó hacia el establo del potrero,
y salió a caballo con escopeta en mano.
Dio la vuelta al riachuelo
hasta donde era posible pasarlo a salto de caballo y soltó un tiro al aire,
pero la criatura ni se inmutó. Le dio un golpe en las costillas al caballo y
este empezó a galopar, mientras que mi abuelo apuntaba con la escopeta a
aquella silueta blanca, la cual entonces empezó a correr de manera dispersa y
con las piernas abiertas, mientras sus manos aleteaban al aire. El segundo
disparo se escuchó, pero cuando sonó el tercero y el cuarto, ya no estaba a la
vista ni mi abuelo ni aquella cosa.
Pasaron unos diez minutos en los que no sabíamos nada, en la cual el silencio era tomado por los grillos y los otros
animales rastreros que se suelen hallar en los ranchos. Poco a poco, vimos
acercarse nuevamente una silueta, que era mi abuelo el cual había dejado el
caballo y ahora caminaba trayendo a rastras algo.
Cuando por fin estuvo lo
suficientemente cerca, vimos que era lo que arrastraba. Iba desangrándose,
mientras aun gritaba y sollozaba ¡No me mates! ¡Soy tu compadre!
Ya luego entendí que el cabrón
ese quería las tierras de mi abuelo, pero ese día se acabó todo lo que pudo o
no haber querido.”
Terminaba don Marcial, dejando
implícita la muerte de aquel hombre, sin cambiar su semblante o si quiera
titubear.
Poco a poco, todos se empezaron a
retirar y la fogata se terminó de consumir, pero nadie concilió el sueño,
asustados ahora por algo más tangible, algo que, en esa noche helada y tétrica,
podía roncar.
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