miércoles, 27 de septiembre de 2023

El vuelo EA67

Greta abre los ojos.

Está oscuro. Nuevamente, se encuentra viajando en avión, acompañada de sus dos hijos, Sandra de diez años y Alonso de ocho. Tiene la postura de que los niños no deben llevarse tantos años porque luego no logran llevarse bien y terminan juntándose con malas compañías. Son un par de niños buenos, tan tiernos que le cuesta trabajo pensar que sean de la misma sangre que el idiota de su padre, del cual hace años no sabe nada y ni quisiera saber. 

El asiento es diferente a la ultima vez. Anteriormente, eran más amplios y de un algodón económico, similar al de los autobuses, pero el vinil tampoco está tan mal. Voltea a ver a un lado suyo, pero no son sus niños los que van ahí, ellos van en la fila al otro lado del pasillo. En su lugar, hay un hombre alto y trajeado, pero de porte descuidado. Si fuera su hijo, no le dejaría andar con la camisa por fuera, con el cabello despeinado, ni llevar la corbata floja. 

Greta empieza a sentir hambre, así que enciende la luz y llama a la azafata. La luz le encandila, por el cambio abrupto de iluminación, y así también, nota como aquel hombre empieza a mostrar molestia por ello, pero no le toma más importancia y sigue con su pedido. La azafata va a buscar lo solicitado, mientras que ella realiza una escaramuza en su bolsa para dar con la tarjeta. Una voz le habla casi al oído.

-¿Qué me vas a invitar? -dándose cuenta Greta que se trata del hombre a lado suyo.

-¿De qué está hablando? -le responde extrañada, mientras que por impulso, cierra su bolsa al instante.

-Sí, si me has despertado, es porque algo me has de invitar.

Greta lo voltea a ver. A la luz, nota una mirada sin vergüenza en el rostro del hombre, alguien habituado a decir cosas sin afán. "Los únicos que hacen eso son los criminales", piensa súbitamente. Entonces, mira de reojo a sus niños, que siguen dormidos durante el vuelo, y vuelve la mirada al hombre y ahora tiene una sonrisa extraña. "Se ha dado cuenta de que no vengo sola".

-No tengo dinero.

-No seas tacaña, pide un paquete para mi también. -Dice nuevamente la voz, mientras que siente cada vez más cerca el choque de sus hombros, la voz, y el descaro.

-Pediré otro entonces. Y ya.

-Gracias. -Suelta el hombre, y así también, le planta un beso en la mejilla.

Greta no sabe que hacer. Su corazón quiere salirse de su pecho ante el terror, pero no siente que pueda alzar la voz. Para ella, un hombre se puede permitir ser así de descarado si es igual de peligroso. No quiere que pase nada malo, decide callar y esperar que todo quede en eso, ruega a Dios por ello entre murmullos y con todo su ser.

La azafata vuelve y pide el otro paquete, dejándole ese primero al hombre entre temblores.

-¿Estás bien? -Le pregunta.

-Sí. Anda come.

Greta no le quiere voltear a ver, solo espera en silencio hasta que su comida llega, pero ha perdido el apetito. Las luces se prenden, avisando que el avión está a punto de aterrizar, que abrochen su cinturón y que levanten las mesas. Ella solo cierra los ojos, y espera a que todo esto termine de una vez.

Se siente la agitación del descenso, el paso turbulento por las nubes, el giro del posicionamiento, el golpe contra el pavimento del tren de aterrizaje, y el corazón de Greta se siente golpeado, pero con un ligero alivio, que rápidamente se convierte en urgencia de pararse, levantar a los niños y emprender la huida. Sin embargo, y justo al momento de pararse, el hombre le toma la mano. El mundo se detiene junto con sus latidos.

-Espera a que baje el resto de la gente, mamá.

Greta le mira perpleja, y en su pánico, mira hacia todas partes, pero el resto de pasajeros están ocupados en su propio desembarque. Entonces voltea hacia Sandra y Alonso, pero es la primera vez que los mira desde que encendieron la luz. Ahí sigue el par de niños, ya despiertos y bajando sus maletas, pero Sandra nunca tuvo el pelo tan rizado y Alonso nunca fue moreno, sino blanco, como el color de la mano que aún le sostiene la muñeca. Además, tenía un lunar debajo de la oreja izquierda. 

Greta se sienta de nuevo, confundida. Mira de reojo a su retenedor, y escudriña su rostro cada vez más familiar, hasta que da con el lunar. Entonces, vuelve la mirada hacia sus propias manos, las cuales tienen marca de paño, y se ven arrugadas, su cuerpo se siente pesado, sus rodillas adoloridas por haberse levantado tan rápido, y para hacerlo nuevamente, toma impulso, sostenida de aquel hombre, que le acompaña con naturaleza hasta la sala de entrega de equipaje.

Greta, finalmente, coge valor para encarar al hombre.

-Arréglate esa camisa.

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