martes, 7 de marzo de 2017

La ventana.

Eran las tres de la mañana y aun no conciliaba el sueño. Algo me decía que sería de esas noches largas donde mi cabeza se llenaba de voces perturbadoras, susurrando palabras en idiomas que simplemente no logro distinguir. Ojalá hubiera sido sólo eso.

De repente empezaron los murmullos, no dentro de mí, sino fuera... en el patio. El perro del vecino empezó a ladrar pero después de que aquella voz le respondiese, los ladridos se tornaron en un lastimoso y desesperado quejido. A decir verdad, moría de miedo por que de un asomo pudiera condenarme eternamente y al mismo tiempo, me provocaba una intriga que entraba por debajo de mis uñas y reptaba por mi piel hasta mis hombros. Después de varios minutos escuchando aquellos sonidos guturales agudos y diabólicos, me paré de golpe frente a la ventana, pero mi seguridad se acabó apenas tomé la esquina de la cortina para levantarla. Poco a poco, la fui alzando hasta que mis ojos pudieron ver plenamente el jardín... vacío.

Di por hecho que había sido mi imaginación la que me hizo escuchar todo y volví a recostarme en la cama, limitándome a escuchar los autos de la avenida y la respiración... que no me pertenecía.

El resto de la noche, si bien no pude conciliar más el sueño, no me atreví a abrir los ojos. El exhalar profundo estaba en mi cama, encima mío, riendo, murmurando, tentándome a abrir los ojos, a mi final. Ahora cada noche que duermo sólo, existe un lúgubre momento donde la voz viene a atormentarme, a veces con respiros, otras con gritos, haciéndome lamentar el asomarme aquella vez por la ventana.

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