lunes, 2 de junio de 2014

El final del ermitaño.

Solía ser el ermitaño en la montaña;
prefería la compañía de mis pensamientos
a la de aquellos que en mi pasada,
tenían la mala suerte de encontrarme.

En mi cueva húmeda filosofaba
y escribía garabatos para mis cimientos;
trabajaba hasta que diera la mañana
en proyectos de como perder el tiempo.


Consideraba que de mí a los demás salvaba,
y me refundía en lo recóndito del cielo;
en ese punto en donde las nubes tapan
y el azul del mar deja de surtir efecto.

Aun así, al ignorante yo envidiaba
por caminar donde nadie debe hacerlo,
y por querer las cosas sin importancia,
como si se tratase de su propio pecho.

Tenía encuentros de miedos en ventanas
y pesadillas que se mantenían al acecho
de mis parpados pesados de madrugada,
con esos ojos apunto de ser desechos.

Entonces después de una noche desvelada,
salí un rato y volteé rendido al cielo,
y ahí vi la sola Luna recatada,
esperando el cariño en el silencio.

En principio, incauto yo le contemplaba,
pero me fui dando asco de mi aspecto;
así que cambié mis ropas y corté mi barba
y salí disimulando aquel deseo.

De momento tuvimos largas charlas
y aunque ella jamas habló al respecto,
decidí que podía ofrecer mi alma,
a fin de verle contenta un momento.

Así la cueva se volvió cama
y la soledad se fundió en un beso;
y en un instante de plena locura,
dejamos apagado al cielo.

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