jueves, 27 de abril de 2017

Poetas y legado

Un buen día, fui poseído por el más grande poeta que jamás se dio a conocer. Acordamos que usaría su nombre de pseudónimo a cambio de que reescribiese sus más bellas obras y las diera a conocer del modo que me fuese posible. No fue muy difícil hallar concursos literarios y cumplir con las bases, así que proseguimos a escribir, yo usando mis manos, el usándome a mí, y así pasaron dos días hasta que las 357 paginas de su novela quedaron terminadas y revisadas. Consideré que tenía muy buena memoria para un fantasma, aunque es probable que lo inventase en el paso, pues los dotes no deberían desaparecer con la muerte (al menos no los que exceden la carne). Sin embargo, antes de poder mandar a imprimir el documento, la luz se fue, sin posibilidad de guardar nada. Fue tal el coraje del fantasma, que decidió vagar por siempre asustando a los de la comisión de electricidad. Así murió su obra y su nombre, pero no mi motivación y mi recuerdo del único nombre rescatado de su increíble historia: Ernesto Valdemar.

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