domingo, 26 de febrero de 2017

El vagabundo del Maelstrom

El maelstrom era una abominación de la naturaleza, un mito con pequeños indicios de realidad, relatos de marineros ebrios, excéntricos de caminar y evidentemente disfuncionales de cualquier relación interpersonal que durase más de 20 minutos. Un monstruo como tal, fuese en el mar o en la tierra, era imposible de concebir, como el triángulo de las Bermudas, como los vampiros, pero el hecho que se apareciese en un lugar tan factible y por demás caótico como en las costas de Lofoten, hacía del monstruo una realidad. Es cierto que a veces era posible percibir el torbellino triturador rompiendo la superficie del mar, a veces tragándose embarcaciones completas, como si de mero papel se tratase, apenas una merienda indigna para el gigante océano, sin importar todas las vidas humanas (y a veces también del comercio animal) que llevaba a su final; las leyendas iban aun más lejos, como si de un agujero de gusano se tratase, un ser viviente que se asomaba para alimentarse de lo que cayese en sus fauces. Decían que los peces evitaban dichas corrientes, pero de vez en cuando, uno que otro era arrastrado en un descuido y así mantenían al monstruo tranquilo por un momento. 

Tantas historias y fantasías llevaron a aquel hombre a las fauces del monstruo. Cansado de su miserable vida y envuelto en sus delirios de sortear la fama de grandes hombres desafiantes de las tempestades como Odiseo, Ozymandias o David, decidió que si había de morir, debía ser a manos de una leyenda, y quizás de ese modo, quedar impregnado con un poco de su singularidad, partiendo entonces en un pequeño bote, y dirigiéndose al punto donde los relatos se cruzaban, entre Sorland y Vaeroy. 

Había dejado una carta que leería su mejor amigo (por no decir el único), donde mencionaba que debía hablar de su hazaña al pueblo, al mundo de ser posible, cediendo parte de su tarea de vida a otro como ya le era costumbre, y como quien replicaba dichos favores a los mismos elementos. A pesar de lo egoísta de su deseo para con su familia, jamás pidió disculpas, sentía que este era el clímax que siempre buscó y que le pedían encontrar, cansados de sus delirios de escritor y de crítico empedernido de la vida. No sentía arrepentimiento alguno, tampoco miedo, sino una mezcla heterogénea de calma y ansiedad, de alegría y melancolía, "un torbellino que acabase con otro" pensaba mientras seguía remando y perdiendo sanidad a medida que perdía de vista el puerto.

Llegó entonces al punto donde las mareas disputaban y en su cólera embestían a lo que se acercase. En este nicho caótico y apenas manteniéndose a flote, fue que esperó el rudo desenlace. Pensó en todas las historias de los marineros, el vórtice hacia un lugar desconocido, el engendro naciente de la superficie y las profundidades, que creaba un remolino en el momento que devorase de un tajo a los hombres descuidados, recorriéndole la emoción como nunca antes en su vida. Esperó horas mientras se balanceaba sobre las mareas, pero el Sol no salía, lo cual atribuyó a que había perdido la noción del tiempo, y así la marea crecía y crecía, sintiéndose cada vez más cerca del acantilado que se veía entre la neblina y la nada. Empezó a notar que no había peces cerca, que quizás parte de la fantasía era verdad, pero también se fue llenando lentamente de soledad, aquella que se produce cuando el mismo ruido abandona los oídos y la visión se torna en no más que un retrato muerto. Ningún movimiento que no fuese del mar, sin viento, sin inclemencia, y entonces desesperó, tratando inmediatamente de retractar sus motivaciones que ahora se veían como absurdos. Pero en el mismo momento que el mínimo anhelo de supervivencia surgió dentro suyo, el mar tornó violento, desatando su replica ante las insolentes aspiraciones de aquel quien no le conociese y no le respetase. Remó buscando huir de las corrientes entrecruzadas, pero sin resultado alguno, más que el cansancio y un pequeño calmo de ansiedad de sus instintos más primitivos. En ese momento se dio cuenta que había cumplido su deseo: había muerto.

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