martes, 20 de diciembre de 2022

Vino Francés

 Antes de ir a la guerra, Krebs estuvo en un colegio metodista de Kansas. Un alumno ejemplar, si acaso el mero conocimiento bastase para ganarse el visto bueno del profesorado, quien se mantenía detrás suyo dadas sus faltas cívicas, como era murmurar durante los rezos y no contestar un “amén” cuando era meritorio.

“Ahora necesitaras a Dios más que nunca” fueron las últimas palabras que recibió de su madre antes de embarcarse a Francia, pero por más que pasaban los días en territorio hostil y la guerra se lidiaba, Estados Unidos ganaba terreno como fuerza independiente, y más y más soldados llegaban, quedándose en la retaguardia de aquel pequeño pueblo cerca de Chaumont, a la espera de que la fuerza expedicionaria estuviese preparada.

Ahí, de lo único de lo que preocuparse, era que el vino durase hasta llegado el nuevo cargamento de provisiones, y que los franceses refugiados no se lo robasen. En eso sí que eran independientes las fuerzas americanas, y así se apropiaron de un pequeño bar llamado “le Louvre”, donde no hacía falta una identificación más allá del acento para saciar tu garganta con alcohol.

Las primeras veces había tomado cerveza, pues se entregaba en cuantía y era lo de todos, “pero quizás él no era como todos”, pensaba sin hallar el encanto de la cebada, situación que se repitió en otra ocasión con el whiskey, al cual calificó de “licor de barniz” en su primer y único acercamiento. Pero una vez instalados adecuadamente y habiendo ganado terreno en pequeñas guerrillas alrededor, el vino llegó como un obsequio por haber recuperado las carreteras aledañas. Los franceses no podían tomarlo a pesar de que sobrevivían con el mínimo de las comodidades, recibiendo lo que bien podrían considerarse apenas sobras de aquellos banquetes en le Louvre, donde los jóvenes americanos vivían el regocijo de la procrastinación.

El vino le llenó de una forma que no creía posible. Para Krebs, se trataba de lo mejor de dos mundos, el calor del whiskey y la fácil entrada de la cerveza. Tenía predilección por los Merlot, pero mientras fuese tinto le iba bien, Pinot Noit, Cabernet, del Bordeaux o la Bourgogne, caía rendido por igual ante el dulzor que la astringencia y de manera autodidacta, aprendió a maridarlo, con las aves, carnes rojas y dulces ocasionalmente recibidos. En algún punto recordó haberlo probado cuando era joven, durante algún rito en la escuela que poco o nada podría significarle en ese momento, consciente del sacrilegio en su pensar, pero también de que había sido uno de los mejores recuerdos de su infancia. Bebía hasta satisfacer la sed o hasta que, en alguna noche afortunada, lograba con meras señas y sonrisas ganarse el favor de alguna chica francesa, aunque incluso entonces solía llevarse la botella consigo, compartiéndola con sus acompañantes. Un gran bebedor, pero nunca inconsciente, solo de ligero vivir.

Las fuerzas estadounidenses se estaban preparando con cada día que pasaba para su avance a través del territorio alemán, pero incluso entonces, era probable que ni siquiera fuera necesario ser llamados a la batalla, al ser su pelotón pequeño y considerado de apoyo.

Esos fueron los pensamientos que pasaban por la mente de Krebs, hasta que un mensajero llegó desde Saint-Dié, avisando sobre la ofensiva alemana entrando en territorio francés, pero incluso entonces, Krebs mantuvo la calma, sintiendo mayor angustia por separarse de su elixir rojo, su único gran amor y el único sustento a su sed.

Participó en un par de batallas, algunas importantes, y otras en las que casi no la libró. Cayó en manos enemigas a un par de días de llevado al frente, pero fue rescatado incluso más rápido, saliendo sin temor alguno, como si aquel resultado fuese premeditado. La realidad es, que prefería distraerse en sus añoranzas absurdas, ignorando si acaso su vida valdría para algo más. Ninguna herida de bala, ninguna derrota, ni aquella necesidad de rezar. Sin embargo, el sabor del vino era algo que calaba cada día sobreviviendo en aquellas trincheras llenas de heridos y cadáveres. No fue sino cuando se declaró la victoria, que pudo reencontrarse con aquel anhelo, y volviese a saciar su sed como antes, mejor que nunca, como si fuese la recompensa de una vida de méritos.

Cuando volvió a casa, sus padres lo recibieron apropiadamente, y poco o nada más volvieron a pedirle a su vida ante el aparente terror que había vivido su primogenito. Vivió una vida normal, con un trabajo de oficina, una mujer y un niño, una casa en los suburbios, y fines de semana descansando en un viejo bar de Kansas. Pero en Kansas, el vino no era bueno, nada como aquel que le servían durante la guerra, vino francés, allí no se conseguía. Entonces, cada que miraba hacia la pared del bar donde había colgado una publicidad del reclutamiento de aquel entonces, su boca empezaba a salivar como un perro mientras que más tarde que temprano, su cabeza era azotada por una súplica recurrente que le devolviese hasta las palabras de su madre, a su infancia, y a la fe que nunca pareció haber tenido.

“Dios, lo que daría por probar aquel vino una vez más”.

martes, 13 de diciembre de 2022

La silla

 En la oficina tenemos una silla maldita, y no se diga tan solo por las figurativas alucinaciones de Doña Pilar que la ve moverse de vez en cuando, sino más bien de una maldición que aún los malos creyentes como Castillo y Valdés han tomado por ciertas.

La silla lleva dos años en la oficina y desde que se trajo, se ha utilizado apenas un par de meses, pero toda persona que se sienta ahí ostenta un poder momentáneo, sucumbiendo a febril prepotencia y alardes de superioridad que los lleva a realizar actos ilícitos y separarse de la empresa con los bolsillos llenos, y si bien eso último no suena tan mal para Valdés, el simple hecho de pedir la silla se ha vuelto un símbolo de aprensión en contra de este individuo, dando por hecho la pérdida de su moralidad y de su compromiso con la empresa.

Desde entonces, que solo ha tenido dos dueños. El primero fue el Ingeniero León, ex gerente general de una compañía multinacional durante diez años. El hombre se sentía respaldado por el nombre de su puesto y su conversa era elocuente y sus argumentos razonables. Incluso hasta el último día de labores con nosotros, había sido imposible demostrar que había robado siquiera en las legalizaciones de gastos, saliendo incluso con saldo a favor al momento de su retiro. Tuvo que pasar más de un año para enterarnos de la modalidad de su robo, el cual consistía en generar sobrecostos en las facturas pagadas por los socios internacionales de la empresa, los cuales disfrazaba como "costo de transacción y retenciones", las cuales ascendían a un par de miles de dólares por factura. En ese entonces, el encargado de los pagos era yo, pero en mi defensa diré que era bastante inexperto sobre el comercio internacional.

El segundo caso que ostenta lo de la maldición, fue el del ingeniero Rodríguez, gerente a nivel nacional en Venezuela, un hombre bastante carismático en primera instancia, quien solía invitar mejunjes de extraño proceder pero al final de sabor aceptable. Al principio, tomó la silla en señal de respeto a su puesto, siendo que nuestro gerente tenía una silla normal, pero un escritorio más grande. Era una compensación equitativa y nadie halló problema en esa lógica. Sin embargo, con cada día que pasaba, la disposición de Rodríguez se volvió más escasa, pasándose la mayor parte del día encerrado en su habitación y bajando únicamente para comer o para mantener las apariencias sobre su arduo trabajo del día. 

Una vez lo invité a la casa.  Compró unos puros baratos y yo puse un whiskey escocés que recién había comprado. He de admitir que no soy un gran bebedor, y aún si lo fuera, me encuentro enemistado con la embriaguez, encontrándome antes con el ardor del hígado y una clara indisposición a caminar. Aún así, Rodríguez hizo hasta lo imposible por justificar que tomábamos a la par, llenando mi vaso hasta el desborde, mientras que él tomaba hasta la última gota de la botella y se iba, probablemente al próximo embuste en su agenda. La botella nunca la pagó e incluso se hacía el ofendido y el orgulloso cuando se mencionaba. Ese fue el primero de tantos roces que tuvimos. Aunque lejos de ser el peor.

El peor fue durante su última visita, en la que se había vuelto intolerable incluso para los altos directivos, sentándose en aquella gran silla corruptora, hablando con mujerzuelas y ocasionalmente con su mujer, notándose la diferencia por el tono de voz agresivo e insensible. Aún con todo eso, logró zafarse del trabajo con la excusa de que su mujer estaba gravemente enferma y debía partir de emergencia. Consiguió el boleto de avión cambiando los datos de un vuelo de uno de los socios, llevándose bajo su brazo la cartera de clientes de la compañía y cincuenta mil pesos de la caja fuerte, de la cual yo era responsable y debía rendir cuentas. Afortunadamente, mi inocencia no fue puesta en duda, pero si la credibilidad de la empresa, dado que el hombre se dirigió con todos los clientes y socios hablando de como lo habíamos echado déspotamente. Aún quedan indicios del caos económico que eso dejó en la compañía.

Y así, la silla empezó a tornarse como un símbolo de maldad pura, un trono maldito, el fin último de todos los males de la empresa, pero aún con todo ello, nadie se animaba a tirarla, después de todo, era una silla costosa y aún conservada por el poco uso recibido.

Poco a poco, las historias se fueron entrecruzando y exagerando, al punto de ver como la silla se movía sola, como se escuchaba su rechinar y desprendía un aura que hacía imposible acercarte sin antes abandonar tus creencias. Cuando llegó la chica nueva a la oficina, fue necesario darle una de las sillas que ya se tenían ocupadas, pero nadie se animó a tomar aquel asiento disonante, ni los gerentes, ni los directivos o si quiera los ingenieros de proyectos, que solían venir apenas dos veces por semana, prefiriendo intercambiar sillas una y otra vez con otros lugares, provocando pequeñas guerrillas internas por la sucesión de la silla y creando debates de como en la cadena jerárquica, alguien debía hacerse con esa silla.

El día que vino la contadora Verónica, casualmente hubo una reunión de todo el personal, ocurriendo una situación tan abominable como que no alcanzasen los lugares donde sentarse. La contadora solía llegar solo una vez por mes, y hacía dos meses que no se aparecía dado a un embarazo. Había estado lejos el suficiente tiempo como para ignorar todas las polémicas y sin sentidos que rodeaban al inamovible objeto.

 Verónica agradeció el buen gesto de una silla más cómoda, y se sentó con tal naturalidad e indiferencia, que nos hizo olvidar que incluso hubo algo como una silla maldita.



viernes, 2 de diciembre de 2022

Todo era una pérdida de tiempo.

Todo era une pérdida de tiempo. 

Kevin sabía que ese mundo tan preciado que había construido para su propio gozo se había convertido en una carga imposible de seguir manteniendo. A veces contemplaba su creación con nostalgia, como solía jugar moldeando la tierra, eligiendo cuales eran las mejores formas, la mejor combinación de elementos, sintiéndose un Dios dadivoso para ese diminuto universo que se cernía frente a sus ojos y se metía entre sus uñas y otra parte al lavamanos. Kevin era bondadoso, mandando comida constantemente, permitiéndoles crecer sin tantos esfuerzos. A veces, mandaba adversidades hacia los habitantes de su granja, le gustaba ver como respondían, pero después de unos instantes de pánico, siempre hallaban la forma de salir adelante. No eran inteligentes, pero si podían aportar algo a coste de su vida, no les importaba hacerlo. Mandó gigantes y entre un ejercito le rodeaban y lo devoraban. Mandó diluvios y sus creaciones se aglomeraban y se mantenían juntos, logrando flotar y salvar la mayor cantidad de vidas posibles. Kevin mataba a los exploradores, no quería que salieran de ese pequeño mundo aislado, porque solo ahí eran suyos.

“¿Y si llegan donde Alan? Ya no serían solo míos.”

Una vez vio a un grupo completo acampar a sus anchas ahí con Alan. No lo pensó dos veces y durante la noche, exterminó a todos y cada uno, sin derecho a sepultura ni respeto. Kevin estaba furioso, y arremetió contra su pequeño mundo, tambaleándolo hasta sus cimientos, haciendo caer sus caminos y atrapándoles entre escombros y laberintos de los que mucho no salieron. Al día siguiente, estaba arrepentido, así que les dejo un festín servido esperando comiesen hasta reventar y nunca más tuviesen la necesidad de salir. Pero eran seres curiosos, que seguían reproduciéndose, y cada vez comían más. Pronto, los recursos que les distribuía Kevin dejaron de ser suficientes, y él ya no estaba dispuesto a dar más que eso.

Su solución fue algo siniestra pero bien pensada. Empezó a plantar nuevos regentes en su pequeño mundo, los cuales buscaban derrocarse los unos a los otros, entrando en guerrillas constantes que no solo diezmaban a los soldados, sino también los recursos que llegaban a su gente. Una y otra vez, aparecían nuevos líderes de argumentos fuertes, y entonces las poblaciones morían hasta reducir sus números al mínimo.

Un día, Kevin notó algo raro.

Sus creaciones ya no peleaban.

Se preguntaba si acaso habían alcanzado algo parecido a la paz, pero en realidad era algo mucho más patético. Sus regentes y su descendencia habían mandado a la guerra a todos y cada uno de sus peones. Ahora todos eran regentes, y no sabían como pelear. Mandaban la orden de matar a su nombre, pero el mensaje no tenía receptor. Ahí empezaron a morir uno a uno, incapaces de conseguir por sí mismo el sustento, e ignorantes de que unidos hubiesen sobrevivido.

Kevin los observó con cierta tristeza, sabiendo que había fracasado como Dios creador. Tomó su mundo y lo agitó de tal forma, que nadie quedase vivo esta vez. Estuvo un par de días pensativo, hasta que finalmente dio con una luz entre sus penumbras. Nuevamente, volvió a moldear la tierra, pero esta vez, la tierra era dividida por grandes masas de agua, y cada regente gobernaba su propia tierra. Les dio la sensación de descubrimiento, cuando surcaban esos mares en búsqueda de más recursos, hallando hostilidades, guerras, pero que ya no mataban a todos, pues sus obreros seguían en sus tierras, aprovechando sus recursos, quedando a la espera. Ahora, sus creaciones tienen luz eléctrica, armas de fuego y bombas atómicas, pero también aprendieron del miedo, y se miran los unos a los otros, con desapego, desconfianza y ya no confían en sus regentes. Todo rastro de aquella civilización unida que daría la vida por el bien mayor, quedó diluido hasta convertirse nada, y ahora todo se reduce en ganadores y vencidos. Kevin lanzó una adversidad tras otra, pero ya no la afrontaban con unidad, porque habían inventado las patentes y los impuestos, y quienes no pagaban morían, y así los pocos buenos corazones desaparecían.

Kevin dejó de mandarles comida hace mucho tiempo, pero ellos inventaron la ganadería y la siembra, la comercialización y las marcas de renombre, y aunque no alcanza para todos, alcanza para quienes les importan. Kevin ya no puede mirarlos, está horrorizado con lo que pasa, así que optó por el abandono.

jueves, 1 de diciembre de 2022

Sábado de cacería.

 Durante el fin de semana, Abigail suele ir a la plaza a tomar su café por las mañanas. Desde hace dos años, se tornó en su ritual de cacería, pues Abigail sigue en busca de su hombre soñado, un escenario idílico donde tuviese que compartir mesa con un hombre apuesto de acuerdo a las tendencias de los canales de moda, unos ojos que le miren y se esquiven, hasta hallarse nuevamente a mitad del café, diciéndole que bien le van esos colgantes y como su cabello corto resalta su cuello largo.

A Abigail le encanta fantasear, pero sabe que es posible. Su prima dice haber conocido así a su marido. Desde entonces que Abigail demora tres horas arreglándose para ir por su café de la mañana. Toma el tren a las nueve y a las diez llega al otro lado de la ciudad, aún despampanante, sin rastro del sudor debajo de capas y capas de lociones costosas que aún no termina de pagar. Pero al hombre del café no le importarán sus deudas, ni tampoco que le falte un trabajo estable. Ella vende sus bolsas de diseñador que apenas usa un mes, y así logra aguantar una semana más, a expensas de las notificaciones del banco y hacienda.

Abigail llega a la plaza y desde la puerta, todos los hombres voltean a verle con su caminar de pasarela, su escote puntual y su mini falda que deja ver un par de piernas diamantinas trabajadas dos horas diarias en el gimnasio y una más con la navaja. Sus pies están siempre arreglados y siempre combinan con el color de los zapatos, los cuales separan por mínimo diez centímetros su talón del suelo.

Abigail no cree ser interesada. Si lo fuera, simplemente iría con alguno de esos hombres babeando y que llevasen un vestir caro y perfil griego. De esos ha visto dos el día de hoy, pero ninguno de ellos ha entrado al café, ni ha decidido compartir la mesa con ella. Abigail pide su café con esplenda y leche de almendras, y también pide crema batida y chochitos de chocolate. Para acompañar suele pedir un muffin, o un pedazo de panque. Es su gustito tras la semana de dieta, sabiendo que el hombre de sus sueños no llegará mientras ella come su segundo atún del día.

Abigail se sienta con glamour, simulando ver su teléfono, cuando en realidad esta buscando a su presa, a su príncipe encantador, y realiza cálculos de las mesas vacías y los mejores lugares donde sentarse. Ante su análisis, el mejor lugar es ese de sillas altas que está a un costado de la caja. La iluminación le favorece, y también la altura, con tal no se den cuenta que mide poco menos de 1.60m.

Un hombre entra al bar con gafas de sol. Su barba está un poco descuidada, pero nada con lo que no pueda trabajar. Le parece un poco anticuado, y lleva bastón, inventándose que quizás sea un jugador de futbol retirado que de a poco lleva su rehabilitación. Ni idea de para quien podría jugar, porque ella de futbol no sabe nada, pero de hombres es capaz de medir su estatura y figurarse su condición con tan solo un vistazo. Es una habilidad adquirida después de tantos años de tantear el tamaño del mostrador y los carteles, lo otro es más por experiencias personales. Abigail ha tomado tantos hombres como cafés en otros días, pero ninguno ha merecido ese lugar al lado de su chimenea. Abigail voltea y disimula. Sabe que los hombres presienten las miradas, y no quiere arruinar su cacería. Él debe de venir solo y de ahí sabrá si la presa es buena.

Pasado un par de minutos, ocurre su primera fantasía, y el hombre se acerca y pregunta aún con lentes de sol si está ocupada la silla. Abigail contesta que no, y el hombre se sienta justo frente a ella. Al instante, Abigail se estira, y adopta una postura que oculte lo marchito en su sonrisa, su escote resalta cuando aprieta entre sus manos el café, e incluso para comer adopta un porte que se vuelve un deleite ver. Pero él la tiene en frente y no se inmuta, no muestras signos de interés, con la mirada impermutable, como si ella no estuviera ahí.

Ella le mira fijamente, y después de un rato, se va con su vaso hasta la entrada, admitiendo el día de hoy su derrota. Ahí ve a un perro moviendo la cola, amarrado fuera de la cafetería y siente como el animal celebra que su dueño no ha sido tomado.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Renata y la depresión

Renata se levanta como todos los lunes para ir a la oficina, con el mismo pijama que usaba cuando entró hace ya siete años. Se cepilla los dientes y ve sangre correr en el lavabo, pero ya está acostumbrada después de años con ese problema. No tiene tiempo para ir al dentista, y mucho menos seguro dental. Se viste de saco y falda, notando que tocará ir al sastre nuevamente, pues ha bajado de talla otra vez, o es que la tela se ha desgastado. Al colocarse las medias, una de ellas se atascó en una uña y se ha desgarrado. Era su último par, y tendrá que pasar a comprar en la tienda que está en la estación, donde atiende una chica que le hace piropos, pero al menos nunca le ha intentado meter mano.

Para el desayuno, tocará de nuevo pan tostado con mantequilla y jugo de naranja de paquete, a pesar de que ya ha tenido episodios de azúcar alta y que se le fue recomendado cuidar su colesterol.

“Ya habrá otro momento para cuidarme, que llego tarde”.

Renata odia su trabajo. El ser soltera y relativamente guapa en un mundo repleto de seres (porque ciertamente, ella no es uno de ellos) gobernados por su entrepierna le complica generar relaciones de trabajo estables. Siempre ha tenido su carácter, y los perezosos se han salido de aquella competencia inventada, pero algunos otros siguen ahí, masoquistas de su mal carácter y adoradores de lo que hay bajo su falda. Sabe que ninguno de ellos serviría como pareja. Se ha resignado a que morirá sola en este mundo, y piensa que eso no puede ser tan malo, aún cuando la cama se le hace grande tres veces por semana, o cuando el dinero no le alcanza y debe de pedir prestado a su padrastro que no suelta un duro sin sermón a cambio.

“Eso también lo puedo soportar”, se dice una y otra vez, pero es una verdad que el dinero no alcanza. Al entrar a la oficina, su jefe le mira siempre con mirada lasciva, y no disimula que voltea a ver sus piernas. “Es un fetichista de medias, por eso era importante comprarlas hoy mismo”, manteniendo contento a aquel cerdo casado, con la esperanza de que hoy no le deje tanto trabajo, pero a veces el cerdo está en celo, y le hace quedarse hasta noche a solas con él, pero Renata es lista, y ha sabido darle la vuelta una y otra vez sin perder su trabajo en el proceso. Hace siete años que está aquí, pero no fue su primer trabajo.

Cuando salió de la ingeniería, se dio cuenta que todos querían aprovecharse de ella, pensando que, por llevarse pesado, sería más liberal con su sexualidad, y así dejó dos trabajos en plataforma, las dos veces por intento de abuso, y en la segunda porque agredió a su supervisor en el proceso. Encontró un consuelo esporádico en el dibujo, y empezó a vender sus obras con sus amigos y conocidos, y muchos contrataron sus servicios, y otros tantos estaban ahí solo para intentar acercársele e invitarla a comer y algo más. Era joven, estaba bien pecar de ingenua, divertirse, aprovecharse un poco de los hombres, pero siempre terminaba sola nuevamente. Más de una vez también la utilizaron, pero la mayoría del tiempo era por su propio carácter. No era nada femenina en la intimidad, bebía cerveza como cualquier hombre, cocinaba apenas lo básico para sobrevivir y la habitación la tenía cubierta de ropa sucia, que apenas hacía posible llegar hasta la cama, también llena de ropa.

Al final el arte no le llevó a nada, y tuvo que volver a buscar trabajo, pero ya no más plataformas, nada de hombres encerrados durante catorce días, solo un trabajo de oficina, llenando formularios y sirviendo de asistente a aquel gordinflón.

Hace siete años que empezó a fumar. Lo recuerda como si un aniversario se tratase. En ese entonces, todos los hombres hablaban de ella a voces, “mira la belleza que llegó”, “tiene cara de facilona”, “menos mal que no fuma, me da asco besar a una fumadora”. Eso último bastó para ella empezar, y media oficina dejó de verle con ojos de encanto, pero a veces se pregunta si realmente valió la pena, si aquel que se quejase del cigarro ahora también fumaba, buscando un tesoro bajo su falda.

“Es que han pasado siete años” se dice a si misma. Sabe que no se está haciendo más joven, y tampoco los solteros de la oficina. Con aquellos horarios, apenas queda tiempo de conocer gente fuera del trabajo, pero se viven tiempos de desconfianza, y casi nadie habla con extraños. Por eso es que ella se ha hecho a la idea de que morirá sola.

“El mundo está aislado”.

Renata saca el segundo cigarrillo del día, el primero se ha acabado muy pronto. Un par de tipos le intentan ligar en la calle, pero Renata mete a sus madres en su boca y las escupe entre blasfemias y no sabe más de aquellos tipos.

“Eran tipos de buen ver, esos son los peores”. Cuando era joven, solía fijarse en el aspecto físico, a pesar de que sus gustos no fueran convencionales. Le gustaban “flacos”, con pinta “diferente” como ella, y mucho mayores. Le gustaba sentirse madura, o quizás buscaba compensar la ausencia de su padre, que se fue cuando tenía cinco años con una mujer también mucho menor que él. Pero dos holgazanes nunca funcionan, y los hombres de buen ver suelen darse el lujo de buscar otras opciones. Dos veces le engañaron y eso bastó para bajar sus estándares. Primero bastaba con que fueran sonrientes y altos, luego que no tuviesen sobrepeso, para terminar por bastarle que fueran hombres de barba.

Así era su última pareja, Rafa, un chico gordito melenudo y apenas cinco centímetros más alto que ella (Renata mide 1.70cm, así que era un requisito difícil desde un comienzo). Renata se identificaba un poco con él, ambos tenían un carácter colérico y ambos eran algo holgazanes. Su casa se mantenía hecha un desastre, y fue quien le apoyó más durante su época de artista, e incluso le propuso matrimonio, pero el trabajo de Rafa no daba para tanto, y nunca hubo tiempo ni dinero para una boda, posponiéndole mes con mes, hasta que dejasen de aguantar. Pero para otras cosas claro que gastaban, compraban videojuegos, tenían un perro y dos gatos y durante los tres años que estuvieron juntos, viajaron unas cuantas veces, la mayoría a Islas Mujeres, donde un amigo suyo tenía una casa cerca de la playa, prestándoselas una o dos semanas, olvidándose si alguna vez tuvieron un problema.

El desborde ocurrió cuando Rafa intentó aconsejar a Renata que bajase la calidad de sus dibujos o empezase a cobrar más para apoyar más en casa. “Pero nunca hay que decirle a un artista como debe de trabajar”, era lo que pensaba Renata cada vez que quería justificar el porque rompió con él, y porque tenía sentido haberle quebrado ese florero en la cabeza, y esos siete puntos que dejasen un claro en su melena grasosa.

Renata cumplió treinta en marzo. Su cabello se ha maltratado con el paso de los años y los tintes de colores que le encantaban. Ahora no es más que un estropajo que cuesta peinar cada día, pero aún así casi nadie se fija en eso. Solo miran sus piernas que aun lucen tras las medias, sin saber que la celulitis llegó cinco años atrás, que su abdomen ahora se abulta, y que el poco pecho que tenía está tan caído que se avergüenza de verse sin brasier. Su rostro ya no es tan terso como antaño, y las marcas de la edad le recuerdan a su madre y aquella mirada de loca que le lanzaba cuando ella lloraba porque tenía hambre o quería jugar con otros niños. Solía mirarse en el espejo, intentando hacer ese rostro. A los 28 años dejó de hacerlo, cuando por fin lo consiguió.

No piensa ni quiere tener hijos. Odia el llanto, le recuerda a su infancia, y honestamente no tiene ni idea de como ser una buena madre. “No sé siquiera como cuidarme”. Renata tira el segundo cigarro al suelo. Estaba todavía por la mitad. Nunca suele desperdiciarlos hasta llegados al menos a una cuarta parte, pero hoy ha tenido que. Le ha dolido el corazón. A como puede, entra nuevamente a la oficina y en el área de recepción busca un rincón donde nadie le vea. Ahí empieza a masajearse el pecho hasta que el dolor pase y su respiración vuelve a algo relativamente normal. No es la primera vez que lo padece.

“Si estoy muriendo, que así sea.”

El dolor se pasa después de unos cinco minutos y regresa a su escritorio. Nadie sabe nada de su condición, y aún si lo supieran, nada cambiaría. Ella es quien debe de hacer algo, pero no pretende cambiar. Odia los deportes y las ensaladas, y ni siquiera tiene pensado aprender a cocinar. Se ha acostumbrado a la comida a domicilio, incluso en sus días de descanso.

Renata no tiene amigas. Para ella, las mujeres no son más que serpientes bípedas que han aprendido a hablar, siempre criticando su manera de vestir, de hablar, su postura, y aquellos hombres tan horribles que elige amar. Miente, no todas han sido así. Algunas solo la querían fornicar, como la chica de la estación. De su mente ha olvidado si acaso hubo alguien diferente, y aún si hubiese pasado, hace mucho no le habla, y hacerlo ahora estaría solo fuera de lugar. Tiene vergüenza de sí misma, del retroceso en su persona y de a donde ha venido a parar.

“Solía tener de las mejores calificaciones. Es ridículo que haya terminado así”, se reprocha a sí misma, pero después de un rato determina que el problema es la sociedad, y que ella no nació para la sociedad.

Es hora de salida, hoy no ha tocado quedarse hasta tarde. Es otra tarde nublada, como siempre que se acerca Navidad. Antes solía aprovechar el aventón de un chico llamado Tomás, pero tomó demasiadas confianzas y después de una bofetada no volvió a hablar con Tomás. Ahora espera el autobús en la parada, con aquella cara que tanto miedo le daba de su mamá, con ganas de que nadie le venga a molestar. Alguien ha llegado por la espalda, sin embargo, y antes de siquiera poder decirle que se largue, la persona le habla y ella le reconoce. Se trata de David, un compañero suyo de la preparatoria. Empiezan a hablar. David le suelta un halago que ella no se cree, pero decide aceptarlo igual. La voz de Renata se vuelve tierna durante un momento, como quien hallase el color de rosa tras plastas de gris, café y verde. David le invita a cenar el fin de semana y ella queda por confirmarle, pues no quiere hacerse la fácil.

David siempre fue un caso especial para ella. Sus atributos nunca fueron de su gusto. Había subido un poco de peso, pero considerando los años, parecía haber crecido bien, a pesar de perder casi toda la musculatura de sus mejores años. Su piel era blanca y tenía una mueca en lugar de sonrisa, rodeada de una piel lampiña que ocupaba incluso el lugar de las patillas. David siempre sacó mejores calificaciones que ella, y por eso le dedicaba ciertas palabras de desprecio, pero la verdad es que quería se abriese más, le desesperaba verlo solo. Pero claro, eran apenas unos chiquillos, que iban a saber decir las cosas.

Ahora vestía camisa de uniforme y pantalones de vestir, pero por alguna razón, parecía haber cambiado para bien. Renata le habló como una dama, queriendo dar una buena impresión, y David le dedicó palabras vacías pero que entonces parecían ser justo lo que ella quería escuchar. Una conversación vacía. Ni siquiera ofrece darle el aventón, porque también espera un camión.

El camión de Renata llega antes,...

...y antes de subir, decide aceptar la invitación de David.

El sábado llega sin avisar, y decide sacar del closet un vestido que hacía una década no se atrevía a usar. Pero el vestido ya no le entra, y se deprime un momento, sentándose en el suelo y abrazando sus piernas. Pasan cinco minutos y vuelve a pararse, sacando esta vez una mini falda retacada y una blusa con encanto simple debajo de un suéter gris de algodón. Se siente más ella, pero teme estar desperdiciando su oportunidad de tener una relación.

“No es que esté buscando algo, pero y qué tal si…”

Al final, opta por una blusa de tirantes y una sudadera si es que acaso llueve luego y también porque le incomoda tener los hombros desnudos. Llega diez minutos tarde al restaurante, y David ya se encuentra ahí, pero miente casualmente, diciendo que también acaba de llegar. Hablan un poco de sus vidas, de algunas locuras que hicieron y se vuelven cómplices de sus incoherencias juveniles. Él menciona que desde hace cinco años no ha compartido su vida con nadie más, que alguien le rompió el corazón y se había buscado largas para mantenerse solo, aun si no lo disfrutaba. Ella le habla de aquel tipo que le propuso matrimonio para dejarle dos meses antes de la boda, y sienten que se entienden, que tienen más en común que antes, y que, si no encajan en sociedad, puede que valga la pena intentar ellos encajar.

Renata se las juega, y con excusa del calor, se quita la sudadera, dejando a la vista sus hombros blancos y sus clavículas adornadas de lunares, que apenas dan pauta de mirar un poco más abajo, al final del escote, que, si bien tuvo días mejores, sigue dándose a desear. Lo ve en la cara de David, en como traga saliva y como esquiva la mirada por querer darla a respetar.

David le toma la mano en un mal disimulo, y ella decide corresponder entrelazando sus dedos y los suyos. Si ella hubiera sabido que esto pasaría, hubiese pasado a hacerse manicura entre semana, pero no parecía importar en realidad. Las mejillas de David están rojas y presiente que las suyas también. Ríen un poco, se sienten jóvenes de nuevo, y víctimas de aquel vestigio de calor que creían apagado tiempo atrás, deciden unir dos cerillas en su boca, y si no se apagan al unirse, decidirán abrir sus corazones una vez más. Y las cerillas se encienden, y el fuego se hace uno. Él paga la cuenta, le toma de la mano y caminan por la ciudad.

Durante dos años tantean terreno, es su tiempo de prueba antes de atreverse a dar un paso más. Pero a los seis meses han decidido vivir juntos, y al año ya conocen a todos los miembros importantes de su familia. No saben ir despacio, solo se saben amar. A los siete meses ocurre la primera pelea, pero ya no es como antes, pues han sabido madurar. Algunas peleas se dejan para cuando puedan hablar, y otras se arreglan con alcohol o con el arte del amar. Compran un auto, y él la pasa a buscar cada día al trabajo, y su jefe no le pide más que se quede hasta tarde, y no hay más Tomás en la oficina, ni Rafa en el pensar. Ella ha vuelto a dibujar, y él es ahora un compositor prosperando. Él cocina para ella, y su salud empieza a mejorar, y los dos empiezan a bajar de peso, y quien los viera de treinta años, cuando su cariño es como el de los veintes, y su estar como el de los cincuenta, uno que no se deja cambiar más.

Renata sube al camión, y durante esa media hora de camino, se pregunta como sería su vida si decidiese aceptar la invitación de David, pero aún si lo imagina durante días, ella nunca le confirmará. Aquel ritmo de vida la tiene cómoda, y no tiene dinero para gastar si es que acaso él no paga la comida de los dos. No quiere caer en esa situación. Piensa aceptar cuando le sobre dinero, aunque con el bono de Navidad piensa en viajar nuevamente a Islas Mujeres, y si empieza una relación ahora probablemente el dinero no le vaya a alcanzar.

Es la mañana del sábado. Renata mira el reloj y decide que hoy no se va a parar.

martes, 29 de noviembre de 2022

Linternas

Seguíamos caminando por el umbral, apenas guiados por la tenue luz que se desprendía de aquello en nuestras manos. La noche estaba llena de ruidos extraños y lejanos, de búhos, de zorros, de chirridos y cantos que nunca habíamos oído, pero cuando realmente preocupaban, era cuando empezaban a acercarse, arremetiendo en los oídos y despertando aquel vestigio de instinto de supervivencia, que aclamaba por huir, por volver a la cabaña, pero sabíamos que no podíamos hacer eso.

Nuestros pies se hundían ocasionalmente en el lodo, en las zanjas que dejaban las raíces, y el crepitar de las ramas, hojas y el encendedor era apenas un alivio para la ensordecedora noche. Duncan encendió otro cigarrillo. Desde que habíamos salido en aquella búsqueda de emergencia, habían pasado apenas quince minutos, que era apenas tiempo suficiente para fumarlos de la punta a la colilla, pero eran los nervios, nada más. Quería relajarse, olvidar que estábamos juntos en esto, y que todo podía acabar mal. Le pedí un cigarrillo, contagiándome de aquella ansiedad tangible que le consumía.

-Lo lamento. No creí que…

-No importa si lo creías, pero aun así te lo advertí.

Nuevamente el silencio se apoderaba del ambiente, quedándonos al acecho del acecho nocturno. Conforme mis tímpanos ensordecían, la culpa me carcomía por aquel reproche que no ayudaba en nada a nuestro propósito.

-También metí la pata. Debí haberla metido por la fuerza en la cabaña. Ahora, sabrá dónde se habrá metido.

- ¿No te dijo nada más?

-Nada. Solo que quería echarse a andar en el bosque.

-Es que, si hubiera dicho de algún lugar en concreto, como el área de campamentos, la cascada o el laberinto de helechos…

-Duncan, es el maldito bosque. Aun siendo de día, sabes que todos esos lugares quedan a kilómetros de distancia.

- ¿Entonces qué? ¿Buscamos a ciegas? ¿Eso es lo mejor que podemos hacer?

-Así es. Es eso o llamar a un cuerpo de búsqueda como te había sugerido en primer lugar.

-Disculpa.

-Basta con eso.

El efecto se me había pasado desde hace media hora, probablemente por el mismo estado de alerta en el que habíamos entrado ambos. Pero para ella, podía ser diferente. Siempre había mostrado tener un metabolismo más lento. Se había ido entre risas y palabras incomprensibles hacia la penumbra misma, sin linterna, sin manera de contactarla. Gisela se había quedado en el campamento a manera de seguro, con la directiva de que, si en dos horas no regresábamos, mandase a avisar a los guardabosques. David no sabía nada. Estaba enfermo de un terrible resfriado y había ido acostarse desde temprano, pero de enterarse, pudo habernos delatado sin pensarlo dos veces. Y era lo más correcto por hacer. No me sabía bien mentirle, ni tampoco fallarle.

Habíamos empezado a seguirle el rastro con las huellas dejadas sobre la tierra mojada, pero de un momento a otro, el rastro se perdía y solo quedaba caminar a tientas, guiados por aquella luz que cada vez parecía más tenue. Llegamos a la primera bifurcación y quedamos algo desconcertados. Sabíamos que había una decena más como está adelante, pero hasta ese momento, no habíamos pensado que hacer llegado el caso.

-Separémonos. -me dijo Duncan.

- ¿Y luego qué? ¿Habrá tres perdidos?

-Pero no tenemos rastro de ella.

-Entonces optemos por la izquierda. Si tenía aún noción de querer volver, puede haber tomado todas las bifurcaciones hacia esa dirección.

-Si es que aún tenía.

- ¿Y entonces? ¿Te separarás en dos en la siguiente bifurcación?

Duncan se quedó callado, mirándome con cierto coraje, pero también concibiéndome la razón. Durante los siguientes cinco minutos, el silencio volvió a apoderarse de nuestro camino.

De repente, escuché un grito cerca de mí, en la dirección donde se encontraba Duncan, poniéndome alerta si acaso era algún malandrín nocturno.

- ¡Lucy! -gritaba Duncan, con la inconsciencia que pensaba hace rato había abandonado su sistema.

Cumplí mi propósito aun así y lo mandé al suelo con mi acometida.

- ¡¿Qué crees que haces?!

-Suéltame… -Decía Duncan, apenas pudiendo hablar con mi brazo en su garganta.

-Por mucho que esto sea una reserva, no deja de ser un maldito bosque. Hay zorros, gatos monteses y perros salvajes. ¿Pensaste en eso antes de ponerte a gritar?

-Son animales pequeños… entre los dos podríamos…

- Deja de fantasear imbécil. Ella necesita que estés cuerdo, y yo tranquilo. -Quitándome de encima y dejándole respirar.

Le ayudé a pararse y a como pude, le limpié el lodo y la tierra que se había pegado a su brazo y todo un costado de su ropa. Estaba por demás molesto, pero nunca se atrevió a responderme con violencia. Duncan siempre fue así, alguien que prefería poner la otra mejilla, indignado. Quizás por eso nos llevábamos tan bien, él todo un irresponsable y yo todo molestias. Rara vez chocábamos, pero hoy era un caso especial, ya no se resolvía nada con una disculpa.

El frío empezaba a calar. Usualmente en la ciudad, la temperatura más baja era de 4°C, pero aquí podía bajar unos cinco más con facilidad. Lucy iba bien abrigada, pero sabíamos que esto también podría ser una lucha contra el reloj. Durante los momentos más silenciosos de la noche, intentábamos escuchar algún ruido de su parte, un grito de auxilio o aquella risa hilarante que le había poseído, pero no tuvimos respuesta.

-Quizás no debimos venir en primer lugar. -Miraba Duncan al suelo. Sus pupilas parecían haber vuelto finalmente a su tamaño original, pero también empezaba a resentir el frío, reflejado en el temblar que lo estaba consumiendo, sintiendo pena por él y abrazándole para que entrase en calor.

-Es un lugar increíble. Sabes que ese no fue el problema.

Duncan se soltó bruscamente del abrazo.

- ¿Seguirás con eso? Tú sabes que ella no es una niña. Yo no la forcé a nada.

-También sabes que no tiene autocontrol. Que cuando bebe termina llevándose la botella a la boca como un bebé, que cuando le invitaste su primer viaje, había terminado arrastrándose por el suelo.

-Si tanto te molestaba, debiste haberla detenido.

-Ella no es una niña, no la puedo retener contra su voluntad. -Me contradecía en mis argumentos, pero sabía que ser un adulto era más que tener edad para entrar a un bar o fumar, que a veces una mano extendida era más fuerte que una cerrada. Pesaba ser el adulto ahí.

-…Viéndolo así, ha sido tu culpa que ella se haya ido, ya que no pudiste detenerla.

-Así que esas tenemos. ¿Te sientes mejor así?

-Me sentiré mejor cuando aparezca. ¿Seguro que entró al bosque? Quizás debimos seguir buscando cerca de donde perdimos el rastro.

Era lo primero razonable que decía en todo el día. Inspeccioné el suelo por donde caminábamos. No había rastro alguno de que siquiera alguien hubiese pasado recientemente. Dimos la vuelta, como si acaso algo se hubiese resuelto entre nosotros. Pasamos la bifurcación rápidamente, volviendo al primer tramo, que esta vez se sentía más ligero, y la luz de las linternas parecía incandescente por momentos, o es que acaso nuestros ojos se habían acostumbrado a las tinieblas.

Platicamos un poco para no ser víctimas nuevamente del silencio, intercalándolo con breves momentos de silencio para escuchar el entorno. Finalmente, me atreví a preguntarle a Duncan si había conseguido el propósito de este viaje.

- ¿Y cómo te fue con ella?

- ¿Con Gisela? Lo mismo de siempre. Me ha dado un par de largas y me confunde con cierta retórica absurda.

-Eso te pasa por no ser directo.

-Sí, ya sé. Pero conozco su respuesta de antemano. Esto se ha vuelto un juego, y honestamente, no estoy listo para dejar de jugar.

- ¿No preferirías avanzar?

- ¿Y qué hay de ti? ¿Ya le dijiste a Lucy?

-Hoy era imposible. ¿De qué serviría si ella estaba así? Además, aún está ese idiota de Marcos.

-Eso te pasa por no aprovechar cuando pelearon.

-Y si ha sido así, perfecto para mí. No quisiera aprovecharme de la debilidad de alguien para conseguir algo. Esa es la diferencia entre tú y yo.

El golpe había sido directo.

Duncan me empujó, y al hacerlo, tropecé con una raíz que me hizo rodar cuesta abajo durante un par de metros, llevándome varios moretones, y un sabor a hierro en la boca, provocada por una piedra con la que reboté. La linterna la perdí en algún momento de la caída. La cabeza me daba vueltas, en parte por la caída, pero más por lo que debía hacer. Duncan se me quedó mirando, aterrado. Por su mente pasaba que, si me levantaba, mi venganza sería aún peor. Eso veía en mi cara, alumbrada por su lampara, que le volteaba a ver con los ojos entrecerrados al estar encandilados.

En ese punto, nada me importaba. Lucy estaba perdida, y nosotros aquí perdiendo el tiempo. Un golpe me bastaba para desquitarme un poco y no resentirme tanto las heridas. Justo cuando me recargaba para levantarme, mi mano derecha tomó el aire en el desnivel, provocando que perdiese el equilibrio durante un instante.

A mi lado había una zanja cavada en el suelo.

En la mañana las habíamos visto, aunque no estábamos seguros de porque cavaban tantas zanjas rectangulares que tenían al menos un metro de profundidad. La teoría de David, era que se trataba de entierros para los animales que perecían en el bosque, aunque parecía una práctica poco natural en este ambiente. El cadáver bien podía servir de nutriente para muchos carroñeros en aquel crudo ciclo de vida. Gisela pensó que quizás buscaban alguna tubería que pasaba bajo tierra, pero las zanjas estaban demasiado trabajadas para ser el caso y no parecían dejar al descubierto ningún drenaje. Lucy dijo lo que nadie quería escuchar, que se trataba de zanjas para los desaparecidos en el parque, pero si ella hubiera sabido donde estaría aquella noche, probablemente nunca se le hubiera ocurrido mencionarlo.

Al voltear a ver la zanja, noté que algo se movía al fondo de ella, con una respiración larga y profunda, una figura humanoide que paralizó durante un momento mi razón, primero como un indicio de terror y luego como una curiosidad destructiva, y mientras la luz seguía dándome en la cara, tambaleándose mientras la linterna se acercaba más a mí, bajé la mirada, tratando de hallar forma a aquello que yacía en la fosa, una persona, acurrucada y temblando por el frío asolador del bosque.

- ¡Es Lucy! -grité, mirando por fin a Duncan, que a contra luz y con dificultad para verle con claridad, terminó causando en mí un terror incluso mayor que el del cuerpo extraño en la zanja o el nunca ver a Lucy otra vez.

En la mano desocupada por la linterna, llevaba un palo bastante grueso. En principio, creí que la había traído para ayudar a Lucy a salir de la zanja, pero aquella manera de tomarlo detrás de su espalda y de acercarse a mí mientras tambaleaba la linterna que buscaba continuamente cegar mi mirada… Cuando escuchó mi gritó, soltó el pedazo de rama asustado, algo extraviado, como aquel que le descubren a punto de hacer una travesura, pero ambos sabíamos que era algo peor.

-Ibas a…

-Hay que ayudarla a salir de ahí.

- ¿Qué estabas?...

-Lucy, despierta. ¿Te encuentras bien?

Lucy abrió los ojos, y empezó a balbucear si acaso ya era de mañana. Se había quedado dormida en aquella zanja, inconsciente de los peligros del bosque. Le ayudamos a salir y le llevamos hasta la cabaña a cuestas, sin saber de su negligencia y posiblemente sin recordar nada,  mientras temblaba y rezongaba por querer seguir durmiendo, lográndolo una vez en el dormitorio, pero Duncan y yo nunca volvimos del bosque.

viernes, 25 de noviembre de 2022

Agrio y Dublín

 Veo a un hombre algo nervioso en la esquina del bar. Ha pedido dos Negronis y un Whisky Sour, pero sigue consumido por una ansiedad casi tangible. A primera vista, era el tipo de nerviosismo de un hombre que esperaba a una mujer, como su primera cita, pero al mirar con más detenimiento, se entendía que no era el caso. La ropa era formal, pero nada elegante, y las ojeras embolsadas y las marcas en la piel no pertenecían a un hombre joven. Diría que unos treinta años, pero igual hay de todo. El negroni siempre me ha parecido una bebida sobrevalorada, ideal para un tipo de circunstancias casi imposibles, o para una clase de hombres que solo existen en su propia imaginación. Pero aquel hombre no parecía caer a los desencantos de la imaginación, sino que padecía de algo más trágico: un gusto adquirido.

Mi vista se despegó de aquel miserable espécimen cuando entró a mi bar un hombre bien parecido y de porte juvenil. Si acaso un maniquí llevase su ropa no podría hacerla lucir mejor. Es el tipo de hombre que vuelve locas a las mujeres, cargando siempre una sonrisa desenfundada y un paso que invita a acercarse. Entra y se dirige a aquel rincón, y resulta ser la persona que el hombre inquieto esperaba, el cual sonríe y lo abraza como aquel que recibe a un viejo amigo. El recién llegado decide no sentarse, y empieza a hacer señas que no logro distinguir.

Ahora entiendo, le ha pedido que se muevan a la barra. Aquí están justo frente a mí, ojalá no esperen un espectáculo de malabarismo que no son mi especialidad. En contra de mis expectativas, el recién llegado pide un mojito y su compañero un Tom Collins, probablemente pensando en algo disfrutable para una conversación larga. Lo curioso de esas dos bebidas, es que comparten un mismo concepto, son bebidas gasificadas servidas en baso collins, con jugo de limón y jarabe natural. Sin embargo, la hierbabuena vuelve más fresco al Mojito y desaparece el rastro del ron, por eso es que se usa ron blanco, que no tiene nada de especial y es barato. Mientras tanto, en el Tom Collins, todavía se tiene rastro del gin, ese toque a enebro y a veces botánicos, y a veces naranja. Por eso se toma su tiempo, para percibir todo aquello tan minúsculo.

Uno no está aquí para escuchar las conversaciones de los clientes, pero aún sin quererlo empecé a escuchar lugares lejanos, Bruselas, Toledo, Ámsterdam, parecía que no solo era un hombre apuesto, pero también exitoso. En cambio, el otro parecía simplemente escuchar y solo realizaba una pregunta ocasional si acaso. Tenía un tic nervioso en la mano, algo común en los fumadores, y sin demorar un minuto, salió del establecimiento a realizar tal acto.

El que se quedó hizo una seña y pidió un Dublín Spider en Highball, algo que me hizo recurrir al libro, pero no era nada complicado en realidad, solo Ginger Ale con Whiskey irlandés y angostura, solo otra bebida refrescante que poco deja de espíritu. Lo empiezo a servir en frente suyo, y como si lo hubiese preguntado, empieza a hablar.

-Ese chico de allá afuera fue uno de mis mejores amigos durante la secundaria. Él ya estaba en preparatoria en ese entonces, pero teníamos una banda. Diablos, éramos terribles, pero todos aquí lo eran. En ese sentido, teníamos buen sonido, y la química fue la mejor de todas las bandas donde estuve.

- ¿Se dedica aún a la música entonces?

-Para nada. Me ocupo en política internacional, estoy en proceso de convertirme en embajador de la ONU, o al menos a eso es lo que apunto. La verdad, nunca creí que fuera algo tan solitario este camino. -Mirándolo de cerca, podía notar que sus manos eran grandes y expresivas, haciendo ademanes constantemente, quizás por el hábito de su profesión.

-Me imagino viaja mucho.

-Eso también, la gente es amable a casi todo lugar que yo voy, pero desde que la conozco me hago a la idea de que quizás no la volveré a ver jamás, con pequeñas excepciones de trabajo, pero esos son usualmente los que quisiera no volver a ver. -Suelta una risa algo falsa pero encantadora, podría ser actor si bien quisiera. -Las primeras veces que volvía a casa, me dirigía a visitar mis viejos amigos, incluso antes que mis familiares, pero lo que no había previsto es que la gente a mi alrededor parece no tomar a bien mi triunfo. Algunos truncaron sus sueños por tener familia, otros siguen en el primer trabajo que se les cruzó y se olvidaron de poder hacer más. También le he prestado dinero a uno que otro, ninguno ha vuelto a contestar mis llamadas. Me temo que él es igual…

-No quisiera ser entrometido, pero, creo que eso pasa más de lo que piensas.

- ¿Usted también entonces? ¿De dónde vienes amigo?

-Nací en esta ciudad, y he vivido casi toda mi vida aquí.

El chico se me quedó viendo algo confundido, como si hubiese perdido el hilo de la conversa, o si no hubiera entendido nada de sus achaques.

-Este horario es algo terrible para verse con los amigos, no recuerdo la última vez que tuve una pareja, y ciertamente puedo contar a la gente importante con una mano. Y me sobran dedos.

-Diablos, la vida de un bartender es solitaria. -Dijo aquel hombre incrédulo, quien volteaba a ver cada que abría la puerta, esperando a que entrase su acompañante con cierta impaciencia, como de quien tiene que irse ya.

Perdí el interés en la conversación, y parece que él también, porque pagó lo de ambos cansado de esperar, y se fue tomando el rumbo hacia el estacionamiento, donde probablemente le esperaba un deportivo y una caseta de cobro.

Al cabo de un par de minutos, el otro hombre volvió al bar, parecía extrañamente más tranquilo y su cara incluso lucía rejuvenecida. Recién se sentó, me preguntó por el otro chico, pero le comenté que tenía prisa y tuvo que irse, también que había pagado sus tragos, incluso los primeros. Su cara muestra vergüenza, y durante un momento olvido la acusación de su prejuicioso acompañante, si acaso este hombre mostró envidia alguna vez por su compañero.

-Es una lástima, tenía casi diez años que no lo veía. Al menos pude percatarme de que le iba bien.

“Otro ingenuo” pensé.

-Demoré porque recibí una llamada de mi madre. La operación ha salido bien, quizás debería irme ya, solo espero que no le moleste el aliento alcohólico. -Sus manos siguen inquietas, pero ya no nerviosas. Quizás así es siempre.

- ¿Seguro que está en condiciones para conducir?

-No se preocupe, no manejo. -Me dijo con una sonrisa, como quien tuviese resuelta la vida, aunque tuviese que esperar un taxi, dirigirse a un hospital un sábado por la noche, y perder a otro amigo.

Entonces, recordé el Whisky Sour, whisky agrio, una bebida con jarabe y limón, donde el toque a clara de huevo puede espantar a más de uno. Vaya, que incluso el aroma puede resultar desagradable, pero la textura y el paso por la garganta, se vuelve tal cual terciopelo. Cada quien sus gustos.

Un tercer hombre hace una seña, después se desploma sobre la mesa y tumba su botella, pero yo no volví a ver a aquel hombre agrio ni a su amigo Dublín jamás.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Los días mejores 1

 Son las cinco de la mañana, hora de levantarse. Es lo que pasa cuando quieres cambiar de aires e ir a una de las escuelas mas populares de la ciudad, que se encuentra al otro extremo de la misma. Pero la escuela es popular, la gente ahí también, pero eso no me hace popular a mí. Había tenido un buen comienzo, no sé que pudo haber salido mal. Quizás fue aquella vez que no quise fugarme con ellos de la escuela para ir a la playa en un martes de Sol veraniego; pudo haber sido aquella ocasión que quise llevarme pesado y metí a la madre de uno de ellos en mi boca y la sacó de ella con la misma rapidez, a punto de una bofetada. Al final, creo que uno no puede fingir lo que no es. Yo no era un niño rico y consentido como ellos, que apenas con quince años salían a tomar, fumar y fornicar. “Eso último no hubiera estado mal” pensé más de una vez, pero hablaba el instinto en mí nada más. La verdad es que, si hubiera estado en la oportunidad, hubiera sentido mi primera vez como algo digno de desechar de mi memoria.

Yo era un becado, un chico listo, de mirada seria y que no sabía cómo sonreír mejor que una cabra. ¿Qué podía esperar? Aunque tampoco es que fuese un caso perdido. Iba al gimnasio, tocaba guitarra, “eso se supone que llama la atención”, pero solo eran parte de algo incompleto. Quien no habla no llama la atención, quien no sonríe no gana la simpatía de nadie, pero eso nadie me lo había dicho, y si lo hizo no me dijo el por qué era importante.

Los primeros dos años de la preparatoria pasaron inadvertidos. Cuando me vine a enterar, seguía solo, juntándome ocasionalmente con los raritos del salón, pero incluso ellos me parecían gente normal, amargada, despectiva, voyerista y crítica de los actos del pequeño mundo que veían día con día. Uno de ellos, mi mejor amigo en ese entonces, era un tipo que apenas y llegaba a clases y solía endulzarme el oído para pasarle las tareas. Dos años más tarde, habría de pedirme dinero y nunca más volví a saber de él. Escoria. Pero si ese era mi mejor amigo, quizás era algo que merecía. La vida me tenía amargado, los compañeros me atosigaban y las mujeres me obsequiaban miradas de desprecio, como esa que uno suele dar a un mesero que le ha tomado mal la orden.

En ese semestre empecé a salir un poco más tarde, teniendo que esperar un par de horas en la escuela para evitar el tráfico de la hora pico. Solía pasar el tiempo en la biblioteca leyendo un libro de cocteles, pero ¿Qué iba a saber yo de eso? Ni siquiera tomaba en ese entonces. Un día, sin embargo, la biblioteca se encontraba cerrada debido a una remodelación, por lo que simplemente empecé a vagar por los pasillos de la escuela. A esa hora, había muchos clubes teniendo sus actividades, pero nunca había tenido interés por checarlos. Odiaba mi vida escolar, lo único que quería al salir era volver a casa y encerrarme nuevamente en mi habitación.

Pasé por el club de futbol americano, el de dibujo, el de matemáticas y dejé lo mejor para el final, el de canto y el de guitarra. El primero estaba casi vacío, con un profesor bastante anciano que aún conservaba lo necesario para servir de ejemplo, pero no parecía muy bueno explicando. El de guitarra era un poco de lo mismo, solo que, en este, había cerca de diez estudiantes, todos novatos, probablemente de primer año, con excepción de uno con él que asistía a clases de inglés. Debido al calor, entré sin la camisa del uniforme, quedándome con una playera sin mangas blanca en una esquina del salón. Trataba de escuchar lo que tocaban, cada uno intentaba sacar algo distinto y el profesor, algo resignado, se limitaba únicamente a esperar que alguien solicitase apoyo.

Entre los jóvenes aprendices, logré identificar una canción sencilla y algo popular de hace un par de años. Nunca la había intentado sacar, pero bastó ver la posición de los acordes que hacía el chico para aprenderla. Apenas sabiendo esto, fui hacia él y le pedí prestada la guitarra, exhibiéndome y a mi ego en frente de esos chicos que se amontonaban alrededor sorprendidos. Aquel chico de mi generación, llamado Heber, se sorprendió por mi técnica y amistosamente empezó a marcarme ritmo para improvisar algún requinto. Seguí luciéndome y toqué un par de canciones más, a lo que el profesor intervino, solicitándome que me uniese al club, así como también, invitándome a un evento que tendrían en un par de días.

No fui, y tampoco me uní al club, pero si llegué alguno que otro día a verlos y darles algún consejo ocasional. Era agradable recibir esa atención. Empecé a hacerme un poco más cercano a Heber, uniéndome a grupos de trabajo con él y logrando incluirme un poco más con su forma de ser tan relajada y algo boba. Su novia también iba en la misma clase de inglés. Era una chica de cara cansada y algo irritable, pero parecía congeniar con él justamente por eso.  No crucé palabra con ella más que una o dos veces, pero Heber tenía esa facilidad de hacer sentir a todos cómodos a su alrededor, aún a los mas engreídos, los irritables o los rechazados. Agradecí que, a pesar de solo ser una hora al día, podía convivir más con ese grupo, con cierta intención oculta, pudiendo acercarme de a poco a muchas de las chicas más lindas de la generación, Penélope con su look rebelde y cabello rizado, Diana que era la chica más pequeña y fuerte que había conocido, Pernille la chica de intercambio de Europa, Maryleen bonitas piernas, Mariana los ojos del universo, Paola la bella genio, Anna la de looks peligrosos.

Aquellas horas después de clases empezaron a ser un poco más amenas.

En mi casa poco o nada había cambiado. Al no tener muchas amistades, solía pasar los fines de semana en casa, enclaustrado sacando canciones nuevas o viendo alguna serie que casi nadie conocía. Me gustaba sentirme diferente al resto, pero tan solo era un idiota que no quería encajar. Esa condición no era del agrado de mis padres, quienes me sobre protegieron tanto durante la infancia y ahora no sabían que hacer para sacarme de mi habitación. Una de sus brillantes ideas, fue la de juntarme con los vecinos que se reunían los viernes en la iglesia a tomar pláticas para los jóvenes. No solo era absurdo dada mi ausencia de pertenencia a un grupo religioso, sino que también porque se trataba de personas similares a la gente de mi salón, es decir borrachines que caían en la depravación con facilidad. A pesar de eso, parecían divertirse con mi personalidad algo cohibida, como aquel que gusta de corromper las cosas tiernas del mundo, pero poco a poco se percataron que solo era apático y pasé a formar parte del grupo como un comodín, un espectador. Hacía ya un año que los veía ocasionalmente en la casa de enfrente, pero no había nadie que pudiese considerar ni de cerca un amigo.

Luego estaba Mike.

Mike no era mejor que ellos, un chico mujeriego, algo entregado a la bebida, mentiroso, pesado, y sin embargo, con todo para causar simpatía general. Lo conocí un poco después que el resto, preguntándome si acaso yo tocaba la guitarra.

“Yo toco la batería, hay que sacar algo”, pero eso era una mentira. A medias. No tenía batería y tiempo después me enteraría que era bueno con los ritmos, a pesar de que solo había practicado con lápices durante clases.

Salimos un par de veces, antros, fiestas, esa clase de cosas que él disfrutaba y donde yo simplemente no sabía que hacer. Ahí tomé mis primeras cervezas, y recibí mi primer castigo en casa por culpa de una chica que tiró poco de su cerveza encima de mí y me hizo oler a borrachín.

Un día sin avisar tocó el timbre de mi casa para decirme que ya había comprado una batería. No lo pensé mucho y me fui con amplificador y guitarra en mano. Ensayamos en su sala, un lugar cerrado y pequeño con acústica viciada. No sabíamos que tocar, solo decíamos nombre al aire y la que conociéramos era la siguiente en la lista. Pasadas dos horas, salí de ahí con los oídos zumbando, pero tan emocionado como nunca. Me pidió escuchar y aprenderme una canción de una banda llamada Arctic Monkeys. En mi vida los había escuchado, pero siendo solo una petición les di una oportunidad. Admito la canción no fue mucho de mi agrado en primer lugar, demasiado alegre para lo que solía escuchar.

No quisiera hablar mucho sobre redes sociales en esta redacción, pero en ese entonces, existía algo llamado Messenger, que era un chat en línea donde podías compartir la canción que escuchabas en ese momento. Justo mientras practicaba aquella canción, había solicitado información sobre un proyecto del trabajo de inglés a Anna. Ella, al ver que “conocía” a aquella banda que apenas daba sus primeros pasos fuera de Inglaterra, quedó prendida en una conversación sobre gustos musicales, películas y demás. Anna era una buena chica, de esas que casi no existían en ese entonces y ahora están al borde de la extinción. Era como yo hasta cierto punto, ambos perdidos en un mundo que no alcanzaba a comprender lo que queríamos hacer. La diferencia era tan solo de aplicación. Aquella noche me dejó un buen sabor de boca, como si hubiese dado un paso al rumbo correcto.

Pero ningún camino es color de rosa.

Al cabo de una semana, y a primera hora del día, se nos fue notificado el deceso de un compañero nuestro, uno que ni siquiera iba a esa clase, pero que probablemente muchos conocíamos. Se trataba de Heber. La mayoría de mis compañeros no parecían preocupados al respecto, algunos inclusive se burlaron de la misma muerte en aquel entonces, pero unos cuantos salieron del salón con cierta urgencia para ver a aquella joven, a la cual se le caía el mundo a pedazos en ese momento. Pero yo no pude, no había sido tan cercano, y a partir de ahí, la distancia solo aumentaría con ella, con el grupo.

Durante un receso, tuve la oportunidad de cruzarme con uno de los chicos del salón de música, pensando que probablemente ellos no serían informados al respecto de aquel acontecimiento. Era fácil de ubicarlo, usaba lentes y cabello de hongo. Sus ojos eran rasgados y siempre parecía estar de buen humor a pesar de que insultases como tocaba la guitarra. Su nombre era Sergio, pero todos le decían Shiru, apodo que él se empeñó en hacer suyo desde la secundaria. Se presentaba así y con esa cara, uno no dudaba.

Le hablé entre la gente y aún en las escaleras compartí la perturbadora noticia con él. Mi nerviosismo me traicionó, y en mi cara se esbozó una sonrisa algo retorcida, que causó escepticismo en él. Pero después de un rato, su semblante fue cambiando hasta tornar en preocupación. El golpe final lo dio algún maestro, que dio la noticia más tarde que temprano. Esa tarde en el salón de música, se habló de la tragedia, de la nostalgia y los instrumentos estuvieron en silencio todo el día. Conviví con los del salón más que nunca. La mayoría eran bastante inocentes, torpes todavía y carecían de la madurez para afrontar la muerte de alguien cercano. Yo no era tan diferente, pero tenía que ser fuerte y sonreír lo mejor que pudiese, por ellos. Ese día empecé a entablar verdadera amistad con Shiru. Le comenté en algún momento que nos hacía falta un bajista y contestó que tenía un bajo también y alguno que otro equipo relevante para lo poco o nada que teníamos nosotros.

Hablé con Mike al respecto, pero antes de siquiera sugerirlo, ya lo había invitado a venir. Su bajo era antiguo y sus cuerdas eran gruesas, de un calibre que desde hacía una década no se comercializaba. Era mejor en el bajo que en la guitarra por lo menos, pero apenas un principiante. En aquel momento lo rechazamos por esa falta de experiencia, pensando que podíamos encontrar a alguien mejor, y esa opción fue un chico de mi salón llamado Gerardo Nava. Nava era un buen bajista y tenía un carisma digno de un bajista, relajado, sonriente, silencioso y simpático. Parecía todo correcto, hasta que dejó de asistir a los ensayos, diciendo que nos apoyaría para cualquier evento si le pasábamos lista de lo que tocásemos. Así hicimos, confiando ciegamente en su perezosa palabra.

Durante septiembre, se celebraba uno de los eventos más importantes de la escuela, de aquellos donde se presentan ferias de proyectos, juegos y espectáculos ejecutados por los estudiantes. Pregunté entonces a uno de los profesores si acaso era posible participar con una banda. Inocentemente dijo que sí.

Al contárselo a Mike y como si no hiciese falta explicar de más, tomó el teléfono y llamó a un par de amigos suyos de la escuela, un vocalista de nombre Damián que no era muy bueno, pero quizás mejorase, y Eddie, quien tocaba la guitarra y otros instrumentos. Eddie era un chico obeso y nada atractivo bajo los estándares comunes de belleza, pero su actitud… también dejaba mucho que desear. Era soberbio, engreído y quería cambiar las canciones como si supiese más que el compositor, pero poco o nada tenía que decir al respecto. No era un mal chico en el fondo. Estábamos ensayando en su casa que tenía un patio terriblemente grande, equipo de sonido perteneciente a su padre que solía rentar, y sus habilidades con la guitarra tampoco eran malas, pero todo en él se sentía de alguna forma… incómodo.

Empezamos bien, aprendió un par de canciones de rock en español y una en inglés. Después no quiso volver a tocar canciones en inglés. Veía en la música un producto y quería venderlo, aún si eso implicaba recurrir a ritmos de cumbia. Lamentablemente, no tenía manera de contradecirle y Mike fluyó con aquello. Los ensayos fueron jodiéndose hasta que finalmente, solo llegábamos a comer a su casa. “Nos presentaríamos, aun así, a pesar de todo” pensaba, mientras que también buscaba una manera de no terminar como una banda de cumbias.

Cuando llegó el día del evento, todos parecían bastante nerviosos respecto a lo que haríamos, llegando Mike una hora antes de la hora acordada, y Damián poco después. Pero Eddie ni Nava llegaban, y pasando un par de horas y llegado Eddie sin ápice de culpa por no ser el último en llegar, tuvimos que mover nuestra presentación hasta el final, aprovechando el tiempo para buscar a un reemplazo para el bajo, y tan buena suerte que la escuela era grande y no faltase el que viviera cerca y pudiese ir por su instrumento.

Cuando llegó el momento de subir al escenario, no había más que cinco personas.

Era un público triste y Eddie quería irse por no perder su tiempo, pero decidimos tocar, decidimos que la primera vez tenía que ser así de patética, y que era mejor cometer los errores aquí y ahora. La música fue terrible, el bajo nunca se escuchó, Damián se congeló en el escenario y Eddie cambiaba de escala los solos en las canciones.

Un par de chicos de medicina, que probablemente salían de clases, eran nuestros únicos escuchas, aprovechando lo que apenas quedaba de ese festival moribundo. Entonces un hombre mayor subió al escenario, y nos pidió parar. Temimos que viniese a callarnos, pero en lugar de eso, nos pidió cantar una canción, Creep de Radiohead. No era una canción ajena a ninguno de los presentes, así que accedimos. El hombre empezó a cantar y su voy era melancólica, con una pronunciación adecuada a pesar del idioma y contenía su propio estilo, pero en ese momento no sabíamos todo lo que eso implicaba. A nuestros ojos, el viejo cantaba bien y nada más. La gente aplaudió y con eso nos despedimos, con Damián sin ganas de volver a presentarse, y nosotros sin ganas de que viniese de nuevo. El viejo habló sobre su pasado, que pertenecía a una banda llamada “la mama del mono”, famosa en el estado durante los 80’s y 90’s, pero esos no eran nuestros tiempos, y mientras sentíamos algo mística su asistencia, también era el augurio de que la música no entiende de nombres, y se pierden entre las décadas y las generaciones.

Nava nunca volvió a tocar con nosotros, aunque nos prestó su bajo para unos cuantos ensayos. Al final, Shiru se nos unió, y con uso de su extravagante instrumento de antaño, empezamos a turnarnos la cantada, buscando quien podía desempeñarse mejor en ello. Shiru cantaba bien los agudos, pero su voz parecía afeminada para algunas canciones, Eddie tenía voz de niño y yo simplemente no sabía cantar. Pero Mike era bueno, y la mayor parte del tiempo, lograba acomodarse para no perder el ritmo mientras cantaba. Había un poco de envidia en el aire, pero nadie dijo nada en ese momento. El resto tenía una o dos canciones para intentar, pero en el fondo sabíamos que no llenábamos los zapatos.

Eddie, sin embargo, no era de los que aceptaban críticas o desánimos, sugiriendo continuamente que el debía ser el vocalista principal, pero al no recibir apoyo, decidió dejar la banda por una que si acatase mejor sus fantasías. Perdimos el equipo de golpe, el guitarrista era lo de menos que esos sobran. Y cuando sentimos que los ensayos no volverían a ser buenos, Shiru abrió la boca para decir que tenía equipo suficiente para continuar, amplificadores, cables, instrumentos, hasta un piano. ¿Quién pensase que alguien tan novato en su instrumento tuviese tantas cosas? Pero tiene sentido, y la gente que tiene problemas para enfocarse en algo lo entenderá. El problema del guitarrista fue incluso más fácil, recomendando Shiru a un amigo suyo llamado Emilio. Emilio era un rockstar en toda regla, cabello alborotado, atractivo, simpático y consciente de su look. ¡Y tan solo tenía trece años!

Eso podía ser un problema para tocar en ciertos lugares, pero en apariencia parecía incluso mayor que nosotros, así que nunca se presentó el inconveniente. Su guitarra era la misma que la mía, pero en color blanco, mientras que la mía era negra y metálico. Algo parecía bien en sus gustos, y a pesar de preferir la distorsión, su técnica era muy buena, mejor que la mía en ciertos aspectos, pero no había más envidia, sino una sensación de complemento. Por haber nacido en Escocia, decidimos apodarle Scotty, y el nombre se quedaría durante muchos años, aún pronunciándolo de vez en cuando, cuando toca hacer distintivos entre Emilios.

Hacía falta algo importante, el nombre de la banda. Me encantaría decir que hubo un águila devorando a una serpiente cuando decidimos el nombre, o siquiera que fue algo discutido por los miembros de la banda, pero fue más una conversación de absurdos con Mike mientras caminábamos hacia la esquina de la cuadra donde vivíamos. Buscábamos nombres al azar, seres mitológicos, nombres de comida rápida, pero el argumento ganador fue una vulgaridad adolescente escrita al revés. Parecía gracioso en ese momento, pero de ahí en adelante, siempre fue vergonzoso hablar de su significado.

Nuestro siguiente evento también sería en mi universidad, en esta ocasión era una guerra de bandas. Quien no conoce este término, se trata de un concurso donde se premia a la banda ganadora, en este caso era un kit de la escuela que poco o nada podía importar. Pero uno quiere ganar, sin importar que.

Ese era nuestro pensamiento, y aprovechando las vacaciones de invierno, nos citábamos en la casa de cada uno (a excepción de la casa de Emilio, vivía a las afueras de la ciudad) dos veces por semana, a fin de no provocar la cólera de los vecinos tan seguido. Mike y yo éramos vecinos, pero solíamos ensayar en casa de su abuela, ya que tenía un patio de buen tamaño que daba a una laguna. Mi casa era el lugar más recurrente al principio, pero después de que un vecino vino a reclamar, pocas ganas nos quedaron de seguir ocupándolo. Al final, la casa de Sergio tenía un buen garaje, con el único detalle de que estaba muchas veces lleno de excremento y orines de sus perros. El aroma era lo de menos, pero más de una vez nos resbalamos. No sé en que momento empezamos a dedicarnos a sacar canciones de los Arctic Monkeys, pero todos parecían compartir el gusto, eran canciones excelentes para lo que teníamos, nada de teclados o sintetizadores, nada de efectos a la voz, solo un poco de distorsión y cuatro instrumentos luciéndose de vez en vez.

Esas vacaciones, rebosaba de confianza, y eso se vio reflejado en mis conversaciones con Anna, cada día más frecuentes. No era una chica que uno llamara bonita, fuera de unos ojos grandes, un cabello estilizado y unas piernas largas, carecía de gracia para el lívido de un puberto de preparatoria que había crecido en el morbo, pero el desespero de esa misma pubertad me obligó a hallar encanto entre sus delgados dedos y su sonrisa metálica por los Brackets.  Me le declaré un catorce de febrero con la originalidad de un idiota y di mi primer beso (al menos el primero con sentimientos de por medio), un intento torpe que se sintió como el roce de una hoja de papel ante sus labios y los míos, tan finos que se perdían entre nuestras mejillas. Lo primero que hice al despedirme fue hablarle a Mike afuera del cine para darle la noticia. Obviamente se rio de mí, pero compartió ese momento conmigo y eso era lo único importante, porque para amigos hay de todo tipo, pero muy pocos al final.

El evento tuvo lugar el veintisiete de Febrero y se presentaron más bandas al final de las que se esperaban, pasando de seis a catorce en un lapso de dos semanas. La primera banda era una llamada Cherry Bomb, la banda de chicas donde una compañera de generación lanzaba alaridos al micrófono simulando cantar, mientras que el resto tocaba decente, tratando de no voltear a ver al público ni a su lunática vocalista. Las siguientes fueron bandas de metalcore, practicando un screaming que bien pudiese romper el tímpano de los oyentes y dejar el concurso entre las primeras dos o tres bandas, pero los tímpanos resistieron y las bandas siguieron subiendo. Éramos los quintos en la primera lista, pero en esta nueva… ¡No estábamos en la lista nueva!

Hablamos, con el staff, los organizadores y hasta con los profesores para recuperar nuestro lugar, pero lo mejor que conseguimos fue un lugar después de la séptima banda que tras la intervención de un imbécil organizador, se volvió hasta la novena, cuando nos metimos por la fuerza y aún así, amenazados de solo poder tocar tres canciones.

Tocamos música ligera, brainstorm y leave before the lights come on. Pero el público era bueno y no quisimos echar a la borda la buena racha, desobedeciendo la restricción absurda y tocando una cuarta canción, Mardy Bum, canciones que bien casi nadie conocía, que bien pudieron pasar como propias, y bien eso pudo haber sido digno de sus aplausos. Ese día supe que se podía ser feliz rodeado de personas, y que tan solo me había estado rodeando de la gente equivocada. Anna me recibió bajando del escenario con abrazos y besos, la vida era dulce a los diecisiete años.

Ese fue la primera presentación de The Oxes.

No ganamos el concurso, ganó Cherry Bomb, pero ¿quién lo diría? ¡Al final no importó ganar!



jueves, 10 de noviembre de 2022

La última palabra.

Como sucumba a los jumentos y los enebros de este indispuesto licor, que bien a veces son lo mismo y otras tantas son el fin y salvación de aquello cuando osase mirar ese rostro impasible y desprovisto de errores, puede hoy te evocase entre letras, néctar al veneno que brindase valor y encanto para estos ojos perdidos hace tiempo, desde aquel momento donde maldijeron y veneraron el clavarse por primera vez en ti, en el mar infinito y el cielo aún mayor, en el abismo que perforó mis cuencas hasta tocar mi júbilo y el desespero de mis latidos.

Condenada mi vista, y pensamiento, dolidas las noches desde que no concibo dormir sin el sustento de la compañía, como no fuese la del recuerdo que se posa sobre el hombro frío en son de tacto o verso. Paso lista entre los sueños de mujeres que producen poesía entre sus vocales y dedos, a sabiendas que de tocar mi pecho manso, hubiesen para mí encantado y borrado para siempre aquellos besos que nunca diste y que no existirán más que en el exceso de ginebra, marrasquino y cartuja. Leo cada nombre como si fuera una joya, y tan preciosas que son, despiertan la ambición de la noche, robando de mi boca cada uno y dejando mi ventana rota y el alféizar lleno de cristales, impidiendo de su caza o la más mínima esperanza de algún día pronunciarles nuevamente.

Entonces, me quedo acurrucado, envuelto entre las sábanas frías, afrontando que esta noche volveré a estar solo, con el recuerdo de muchas, hasta disolverse en la nada, y volver a ti, con tu tez pálida y pestañas negras y gruesas, que entretejen el mar y el cielo, escriben nombres y recuerdos, provocan la sed y el deseo, acabando como siempre en la nada.


miércoles, 26 de octubre de 2022

Ensayo sobre la muerte intencionada y su abatir.

 Un día recordé que iba a morir.


No en ese momento o siquiera en un par de meses como hoy vengo a comprobar, pero surgió ese miedo latente en cada ser vivo que es dejar de serlo. Destaco que este miedo no surge en aquellas noches largas donde no se concilia el sueño y se concibe la fragilidad de las relaciones humanas y su supervivencia, sino en la pequeña experimentación de un suceso.

Para mí, esto fue un pre paro cardiaco. Síntomas similares, pero a menor escala, apenas y un aviso de lo que podría ser un mayor problema si es que uno no cambia sus hábitos de vida. Pero, ¿Qué hábitos pude haber cambiado? Hacía ejercicio desde hacía un año, había disminuido mi ingesta de calorías y el resto del día me la pasaba en el trabajo, sentado durante nueve o diez horas sin mucho que hacer.

Llegué a considerar incluso que, ante la falta de actividad física y muscular, aquel corazón ingrato también quisiese entrar en huelga y dejar de latir, aunque sea unos minutos. No era nadie para culparlo, a sabiendas que tan solo era un reproche ante mi cotidianidad que no solía llevar a ningún lado.

Aunque quizás no era solo eso.

Quizás la soledad me estaba matando.

Ya varios científicos han descubierto que muchos animales mueren por soledad, animales más sensibles que la humanidad en principio. Pero más que comprobar las emociones animales, lo que demuestra es que el suicidio es natural, y consiste en permitir que aquellos con mejores genes para concebir herencia mantengan ese linaje, mientras que los fracasados en sentido existencial se dediquen a sufrir y enfermar hasta que su estirpe desaparezca presa del hambre o la peste.

Y nosotros humanos no somos diferentes. Aquel instinto latente permanece, aunque se mezcla entre eso que llamamos raciocinio y que cada vez nos aleja más de lo natural. A veces se refleja de manera positiva, como aquellos que buscan salir del agujero, empedernidos por sentir la victoria en carne propia, renuentes a caer ante el primer fracaso. Aquella fortaleza puede ser buena de vez en cuando ante la moralidad que se tiene como humanidad, y por conveniencia propia, claro está.

Sin embargo, el otro extremo del espectro profesa una realidad mas asoladora, y es la depresión como papel elemental para la muerte del individuo. En estos casos, grandes hombres que han logrado tener descendencia, una familia feliz y conseguir lo que la sociedad considera mínimo para su éxito, no parecen sentir satisfacción alguna, sino un gran vacío interno, incapaz de ser llenado por los estándares de la humanidad.

Y puede incluso que no sea culpa de ellos.

El problema es pensar que todos los humanos requieren lo mismo para asegurar su bienestar. Y así también concebimos la ausencia como rasgos de diversas índoles. Dicho desde la postura de alguien que tiene todo lo que nunca ha deseado y carece de todo lo que pudo haber querido, considero que la muerte llega pronto para quien no quiere vivir, no en un sentido literal, pero si ante la metafísica de la realidad, tan estática e inamovible que de repente, parece nunca fuese a cambiar.

Así, supe que moriría, más temprano que tarde, y a sabiendas que esa muerte no dejaría nada atrás.

Claro, incluso un hombre como yo tiene seres queridos. Habría lágrimas, desespero y un vacío en sus corazones. Pero no hay tragedia permanente, incluso la gente ha dejado de admirar las Shakesperianas, ¿qué sería entonces de un inútil social?

Escribí centenar de poemas, una decena era buena, y llevaba unas cinco novelas del alma entre los documentos de mi creación.

He de admitir que releerlas me causaba tristeza.

Culpa de crecer, o de perder de vista los sueños, pero cada cierto tiempo, figuraban en el recuerdo como una vergüenza de tiempo perdido para escribir un sin sentido.


Pronto me haría a la idea que no podría ser recordado.


Y entonces, como consciente de aquel fatídico destino que pronto habría de llegarme, empecé a cerrarme al mundo y dedicarme únicamente a morir lentamente en mi habitación. Casi coincidiendo con mi pensar, cogí una fiebre terrible que me permitió ausentarme del trabajo durante un par de semanas. Los médicos me visitaban, pero no había indicio clínico de aquel malestar de hombre desfalleciendo ante su propia falta de voluntad.

Hubo unas cuantas visitas, nadie que no esperase, nadie a quien no podría esperar, pero al final la fiebre no cedió y así la temperatura crecía, los síntomas se multiplicaban y aquella piel de por si pálida, se volvió quebradiza, roja y demacrada. Durante esas dos semanas volví al peso que tenía al salir de la secundaria, y mi cara envejeció veinte años de golpe, mi cabello se caía como si fuese un ave mudando su plumaje, y mis ojos poco a poco dejaron de abrirse a aquello que no querían ver más.

Ahí estaba mi hermano, todo el tiempo junto a mí, y yo que no veía hora de morir para que el pudiera nuevamente salir y olvidarse del despojo que cuidaba en una habitación lúgubre y derruida. Ante mi falta de visión, optó por una idea por demás particular, empezando a leer mis viejas novelas en voz alta, frente mío. A veces con un nudo en la garganta, a veces con risas y otras tantas haciendo pausas para digerir por el mismo el cambio tan brusco en la trama ante sucesos impredecibles.

Un día, mientras leía “El vagabundo del Maelstrom”, pude percibir aún en compañía onírica, un fragmento sin sentido y mal construido durante el tercer capítulo, y superando a mi instinto de no supervivencia, surgió otro impulso humano, también enfermizo como es la compulsión de corregir. Mis labios entonces empezaron a murmurar casi por inercia, logrando detener la lectura de mi hermano y llamar su atención como si despertase de un coma milagrosamente. Pero no había milagro alguno ante aquel inmundo impulso humano, que pronto empezaría a figurarse un mejor desarrollo de acontecimientos para la narrativa.

A decir verdad, ninguna de esas obras había pasado por un riguroso trabajo editorial, y así pues, carecían todavía de un cuerpo completo, pero aún con completo uso de razón me era imposible la satisfacción con un vocabulario tan limitado como fuese el mío.

Empecé a solicitar, aún con los ojos cerrados, que mi hermano buscase el significado o sinónimos de distintas palabras para brindarle cordialidad a mis escritos, y una vez encontrado el límite de un principiante para apoyar a un escritor aficionado, comencé a hacer un esfuerzo por abrir los ojos, que llenos de lagañas, aún ardiendo y con la vista borrosa, se enfocaron en el diccionario en frente mío, buscando respuestas a preguntas que alguna vez creí respondidas.

He de suponer entonces, que habiéndome recuperado por completo y empezado a escribir estas memorias, aún tengo algo por lo que debo demorar mi muerte, nada tan solemne como dejar una obra maestra o un vestigio en la historia de un intento de escritor que luchó ante la adversidad de su existencia, sino algo repulsivo, estúpido e interminable, como lo es el trabajo de un editor no convencido.