miércoles, 30 de noviembre de 2022

Renata y la depresión

Renata se levanta como todos los lunes para ir a la oficina, con el mismo pijama que usaba cuando entró hace ya siete años. Se cepilla los dientes y ve sangre correr en el lavabo, pero ya está acostumbrada después de años con ese problema. No tiene tiempo para ir al dentista, y mucho menos seguro dental. Se viste de saco y falda, notando que tocará ir al sastre nuevamente, pues ha bajado de talla otra vez, o es que la tela se ha desgastado. Al colocarse las medias, una de ellas se atascó en una uña y se ha desgarrado. Era su último par, y tendrá que pasar a comprar en la tienda que está en la estación, donde atiende una chica que le hace piropos, pero al menos nunca le ha intentado meter mano.

Para el desayuno, tocará de nuevo pan tostado con mantequilla y jugo de naranja de paquete, a pesar de que ya ha tenido episodios de azúcar alta y que se le fue recomendado cuidar su colesterol.

“Ya habrá otro momento para cuidarme, que llego tarde”.

Renata odia su trabajo. El ser soltera y relativamente guapa en un mundo repleto de seres (porque ciertamente, ella no es uno de ellos) gobernados por su entrepierna le complica generar relaciones de trabajo estables. Siempre ha tenido su carácter, y los perezosos se han salido de aquella competencia inventada, pero algunos otros siguen ahí, masoquistas de su mal carácter y adoradores de lo que hay bajo su falda. Sabe que ninguno de ellos serviría como pareja. Se ha resignado a que morirá sola en este mundo, y piensa que eso no puede ser tan malo, aún cuando la cama se le hace grande tres veces por semana, o cuando el dinero no le alcanza y debe de pedir prestado a su padrastro que no suelta un duro sin sermón a cambio.

“Eso también lo puedo soportar”, se dice una y otra vez, pero es una verdad que el dinero no alcanza. Al entrar a la oficina, su jefe le mira siempre con mirada lasciva, y no disimula que voltea a ver sus piernas. “Es un fetichista de medias, por eso era importante comprarlas hoy mismo”, manteniendo contento a aquel cerdo casado, con la esperanza de que hoy no le deje tanto trabajo, pero a veces el cerdo está en celo, y le hace quedarse hasta noche a solas con él, pero Renata es lista, y ha sabido darle la vuelta una y otra vez sin perder su trabajo en el proceso. Hace siete años que está aquí, pero no fue su primer trabajo.

Cuando salió de la ingeniería, se dio cuenta que todos querían aprovecharse de ella, pensando que, por llevarse pesado, sería más liberal con su sexualidad, y así dejó dos trabajos en plataforma, las dos veces por intento de abuso, y en la segunda porque agredió a su supervisor en el proceso. Encontró un consuelo esporádico en el dibujo, y empezó a vender sus obras con sus amigos y conocidos, y muchos contrataron sus servicios, y otros tantos estaban ahí solo para intentar acercársele e invitarla a comer y algo más. Era joven, estaba bien pecar de ingenua, divertirse, aprovecharse un poco de los hombres, pero siempre terminaba sola nuevamente. Más de una vez también la utilizaron, pero la mayoría del tiempo era por su propio carácter. No era nada femenina en la intimidad, bebía cerveza como cualquier hombre, cocinaba apenas lo básico para sobrevivir y la habitación la tenía cubierta de ropa sucia, que apenas hacía posible llegar hasta la cama, también llena de ropa.

Al final el arte no le llevó a nada, y tuvo que volver a buscar trabajo, pero ya no más plataformas, nada de hombres encerrados durante catorce días, solo un trabajo de oficina, llenando formularios y sirviendo de asistente a aquel gordinflón.

Hace siete años que empezó a fumar. Lo recuerda como si un aniversario se tratase. En ese entonces, todos los hombres hablaban de ella a voces, “mira la belleza que llegó”, “tiene cara de facilona”, “menos mal que no fuma, me da asco besar a una fumadora”. Eso último bastó para ella empezar, y media oficina dejó de verle con ojos de encanto, pero a veces se pregunta si realmente valió la pena, si aquel que se quejase del cigarro ahora también fumaba, buscando un tesoro bajo su falda.

“Es que han pasado siete años” se dice a si misma. Sabe que no se está haciendo más joven, y tampoco los solteros de la oficina. Con aquellos horarios, apenas queda tiempo de conocer gente fuera del trabajo, pero se viven tiempos de desconfianza, y casi nadie habla con extraños. Por eso es que ella se ha hecho a la idea de que morirá sola.

“El mundo está aislado”.

Renata saca el segundo cigarrillo del día, el primero se ha acabado muy pronto. Un par de tipos le intentan ligar en la calle, pero Renata mete a sus madres en su boca y las escupe entre blasfemias y no sabe más de aquellos tipos.

“Eran tipos de buen ver, esos son los peores”. Cuando era joven, solía fijarse en el aspecto físico, a pesar de que sus gustos no fueran convencionales. Le gustaban “flacos”, con pinta “diferente” como ella, y mucho mayores. Le gustaba sentirse madura, o quizás buscaba compensar la ausencia de su padre, que se fue cuando tenía cinco años con una mujer también mucho menor que él. Pero dos holgazanes nunca funcionan, y los hombres de buen ver suelen darse el lujo de buscar otras opciones. Dos veces le engañaron y eso bastó para bajar sus estándares. Primero bastaba con que fueran sonrientes y altos, luego que no tuviesen sobrepeso, para terminar por bastarle que fueran hombres de barba.

Así era su última pareja, Rafa, un chico gordito melenudo y apenas cinco centímetros más alto que ella (Renata mide 1.70cm, así que era un requisito difícil desde un comienzo). Renata se identificaba un poco con él, ambos tenían un carácter colérico y ambos eran algo holgazanes. Su casa se mantenía hecha un desastre, y fue quien le apoyó más durante su época de artista, e incluso le propuso matrimonio, pero el trabajo de Rafa no daba para tanto, y nunca hubo tiempo ni dinero para una boda, posponiéndole mes con mes, hasta que dejasen de aguantar. Pero para otras cosas claro que gastaban, compraban videojuegos, tenían un perro y dos gatos y durante los tres años que estuvieron juntos, viajaron unas cuantas veces, la mayoría a Islas Mujeres, donde un amigo suyo tenía una casa cerca de la playa, prestándoselas una o dos semanas, olvidándose si alguna vez tuvieron un problema.

El desborde ocurrió cuando Rafa intentó aconsejar a Renata que bajase la calidad de sus dibujos o empezase a cobrar más para apoyar más en casa. “Pero nunca hay que decirle a un artista como debe de trabajar”, era lo que pensaba Renata cada vez que quería justificar el porque rompió con él, y porque tenía sentido haberle quebrado ese florero en la cabeza, y esos siete puntos que dejasen un claro en su melena grasosa.

Renata cumplió treinta en marzo. Su cabello se ha maltratado con el paso de los años y los tintes de colores que le encantaban. Ahora no es más que un estropajo que cuesta peinar cada día, pero aún así casi nadie se fija en eso. Solo miran sus piernas que aun lucen tras las medias, sin saber que la celulitis llegó cinco años atrás, que su abdomen ahora se abulta, y que el poco pecho que tenía está tan caído que se avergüenza de verse sin brasier. Su rostro ya no es tan terso como antaño, y las marcas de la edad le recuerdan a su madre y aquella mirada de loca que le lanzaba cuando ella lloraba porque tenía hambre o quería jugar con otros niños. Solía mirarse en el espejo, intentando hacer ese rostro. A los 28 años dejó de hacerlo, cuando por fin lo consiguió.

No piensa ni quiere tener hijos. Odia el llanto, le recuerda a su infancia, y honestamente no tiene ni idea de como ser una buena madre. “No sé siquiera como cuidarme”. Renata tira el segundo cigarro al suelo. Estaba todavía por la mitad. Nunca suele desperdiciarlos hasta llegados al menos a una cuarta parte, pero hoy ha tenido que. Le ha dolido el corazón. A como puede, entra nuevamente a la oficina y en el área de recepción busca un rincón donde nadie le vea. Ahí empieza a masajearse el pecho hasta que el dolor pase y su respiración vuelve a algo relativamente normal. No es la primera vez que lo padece.

“Si estoy muriendo, que así sea.”

El dolor se pasa después de unos cinco minutos y regresa a su escritorio. Nadie sabe nada de su condición, y aún si lo supieran, nada cambiaría. Ella es quien debe de hacer algo, pero no pretende cambiar. Odia los deportes y las ensaladas, y ni siquiera tiene pensado aprender a cocinar. Se ha acostumbrado a la comida a domicilio, incluso en sus días de descanso.

Renata no tiene amigas. Para ella, las mujeres no son más que serpientes bípedas que han aprendido a hablar, siempre criticando su manera de vestir, de hablar, su postura, y aquellos hombres tan horribles que elige amar. Miente, no todas han sido así. Algunas solo la querían fornicar, como la chica de la estación. De su mente ha olvidado si acaso hubo alguien diferente, y aún si hubiese pasado, hace mucho no le habla, y hacerlo ahora estaría solo fuera de lugar. Tiene vergüenza de sí misma, del retroceso en su persona y de a donde ha venido a parar.

“Solía tener de las mejores calificaciones. Es ridículo que haya terminado así”, se reprocha a sí misma, pero después de un rato determina que el problema es la sociedad, y que ella no nació para la sociedad.

Es hora de salida, hoy no ha tocado quedarse hasta tarde. Es otra tarde nublada, como siempre que se acerca Navidad. Antes solía aprovechar el aventón de un chico llamado Tomás, pero tomó demasiadas confianzas y después de una bofetada no volvió a hablar con Tomás. Ahora espera el autobús en la parada, con aquella cara que tanto miedo le daba de su mamá, con ganas de que nadie le venga a molestar. Alguien ha llegado por la espalda, sin embargo, y antes de siquiera poder decirle que se largue, la persona le habla y ella le reconoce. Se trata de David, un compañero suyo de la preparatoria. Empiezan a hablar. David le suelta un halago que ella no se cree, pero decide aceptarlo igual. La voz de Renata se vuelve tierna durante un momento, como quien hallase el color de rosa tras plastas de gris, café y verde. David le invita a cenar el fin de semana y ella queda por confirmarle, pues no quiere hacerse la fácil.

David siempre fue un caso especial para ella. Sus atributos nunca fueron de su gusto. Había subido un poco de peso, pero considerando los años, parecía haber crecido bien, a pesar de perder casi toda la musculatura de sus mejores años. Su piel era blanca y tenía una mueca en lugar de sonrisa, rodeada de una piel lampiña que ocupaba incluso el lugar de las patillas. David siempre sacó mejores calificaciones que ella, y por eso le dedicaba ciertas palabras de desprecio, pero la verdad es que quería se abriese más, le desesperaba verlo solo. Pero claro, eran apenas unos chiquillos, que iban a saber decir las cosas.

Ahora vestía camisa de uniforme y pantalones de vestir, pero por alguna razón, parecía haber cambiado para bien. Renata le habló como una dama, queriendo dar una buena impresión, y David le dedicó palabras vacías pero que entonces parecían ser justo lo que ella quería escuchar. Una conversación vacía. Ni siquiera ofrece darle el aventón, porque también espera un camión.

El camión de Renata llega antes,...

...y antes de subir, decide aceptar la invitación de David.

El sábado llega sin avisar, y decide sacar del closet un vestido que hacía una década no se atrevía a usar. Pero el vestido ya no le entra, y se deprime un momento, sentándose en el suelo y abrazando sus piernas. Pasan cinco minutos y vuelve a pararse, sacando esta vez una mini falda retacada y una blusa con encanto simple debajo de un suéter gris de algodón. Se siente más ella, pero teme estar desperdiciando su oportunidad de tener una relación.

“No es que esté buscando algo, pero y qué tal si…”

Al final, opta por una blusa de tirantes y una sudadera si es que acaso llueve luego y también porque le incomoda tener los hombros desnudos. Llega diez minutos tarde al restaurante, y David ya se encuentra ahí, pero miente casualmente, diciendo que también acaba de llegar. Hablan un poco de sus vidas, de algunas locuras que hicieron y se vuelven cómplices de sus incoherencias juveniles. Él menciona que desde hace cinco años no ha compartido su vida con nadie más, que alguien le rompió el corazón y se había buscado largas para mantenerse solo, aun si no lo disfrutaba. Ella le habla de aquel tipo que le propuso matrimonio para dejarle dos meses antes de la boda, y sienten que se entienden, que tienen más en común que antes, y que, si no encajan en sociedad, puede que valga la pena intentar ellos encajar.

Renata se las juega, y con excusa del calor, se quita la sudadera, dejando a la vista sus hombros blancos y sus clavículas adornadas de lunares, que apenas dan pauta de mirar un poco más abajo, al final del escote, que, si bien tuvo días mejores, sigue dándose a desear. Lo ve en la cara de David, en como traga saliva y como esquiva la mirada por querer darla a respetar.

David le toma la mano en un mal disimulo, y ella decide corresponder entrelazando sus dedos y los suyos. Si ella hubiera sabido que esto pasaría, hubiese pasado a hacerse manicura entre semana, pero no parecía importar en realidad. Las mejillas de David están rojas y presiente que las suyas también. Ríen un poco, se sienten jóvenes de nuevo, y víctimas de aquel vestigio de calor que creían apagado tiempo atrás, deciden unir dos cerillas en su boca, y si no se apagan al unirse, decidirán abrir sus corazones una vez más. Y las cerillas se encienden, y el fuego se hace uno. Él paga la cuenta, le toma de la mano y caminan por la ciudad.

Durante dos años tantean terreno, es su tiempo de prueba antes de atreverse a dar un paso más. Pero a los seis meses han decidido vivir juntos, y al año ya conocen a todos los miembros importantes de su familia. No saben ir despacio, solo se saben amar. A los siete meses ocurre la primera pelea, pero ya no es como antes, pues han sabido madurar. Algunas peleas se dejan para cuando puedan hablar, y otras se arreglan con alcohol o con el arte del amar. Compran un auto, y él la pasa a buscar cada día al trabajo, y su jefe no le pide más que se quede hasta tarde, y no hay más Tomás en la oficina, ni Rafa en el pensar. Ella ha vuelto a dibujar, y él es ahora un compositor prosperando. Él cocina para ella, y su salud empieza a mejorar, y los dos empiezan a bajar de peso, y quien los viera de treinta años, cuando su cariño es como el de los veintes, y su estar como el de los cincuenta, uno que no se deja cambiar más.

Renata sube al camión, y durante esa media hora de camino, se pregunta como sería su vida si decidiese aceptar la invitación de David, pero aún si lo imagina durante días, ella nunca le confirmará. Aquel ritmo de vida la tiene cómoda, y no tiene dinero para gastar si es que acaso él no paga la comida de los dos. No quiere caer en esa situación. Piensa aceptar cuando le sobre dinero, aunque con el bono de Navidad piensa en viajar nuevamente a Islas Mujeres, y si empieza una relación ahora probablemente el dinero no le vaya a alcanzar.

Es la mañana del sábado. Renata mira el reloj y decide que hoy no se va a parar.

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