domingo, 24 de enero de 2016

Ensayo 9

20 de Enero

Lo hermoso de conocer personas, es que nunca sabes que esperar. A veces conoces a un irritante ingenuo de lo que le rodea, eso es inevitable; pero también hay ocasiones donde hallas cosas en común, tristes historias, romances extraordinarios, vidas sin remordimiento. Eso y más fue Dorian.

La conocí cuando el frío se apropiaba de la ciudad atentando contra la cotidianidad de la gente. Aunque un gorro cubría su cabeza, su cabello estrafalario resaltaba entre la multitud y me llenaba de intriga entre sus tonos luminosos que gritaban 'único'. Sus ojos brindaban calidez a mi rostro y su sonrisa un nerviosismo que se reflejaba en ese tic tan molesto de mi mano derecha. A como pude, me acerqué a ella y empecé una conversación absurda, de esas que nunca funcionan. Hoy era nunca. 

La platica tornó rápidamente en su situación sentimental, un rechazo continuo de su amor platónico (si es que yo creyese que eso existiese), su amigo de la infancia que le dejaba un sabor amargo pero no de desesperanza para el futuro. Realmente, me costaba trabajo asimilar un amor de quince años guardado con tanta dedicación, pero fue lo que menos me costó trabajo creer. Mencionó haber escrito mucho de más joven, haciendo alusión a novelas y cuentos que después quemó por el recuerdo que encarnaban en ella. Hasta ahí, parecía que ese amor incondicional decaía en un terrible sufrimiento, pero era muy temprano para crear un juicio. 

Habló de su mejor amigo, de ese intento de escape sin resultados, de la soledad y del suicidio, y en este punto, mis brazos titubearon, tratando de acomodarse entrecruzados sobre su espalda, pero me negué a una muestra de afecto tan prematura, que podría acabar con cualquier posibilidad de conocernos. Hubo un cambio de tema, sobre arte, cultura, hubo un canto algo torpe, algo hermoso, y después vino un crujido. 

Habló de su triste juventud. Años en cama, tratamientos hostiles, su cabeza desnuda y apegada a sobrevivir, una cicatriz que aun no se cierra y que sigue hostigándola en los momentos menos apropiados, en forma de vómitos de sangre y desmayos imprevistos. Mis ojos lagrimearon y el crujido pasó de mi corazón a la silla, en el momento que me levanté para abrazarla fuertemente. Ninguna palabra vino a mi boca, mas que una adoración devota y sincera. Ella sonrió, en un intento de calmar mi respuesta, y habló de la escuela, de esa decisión que no pudo terminar y que la llevó a una espera por su ansiada libertad de conocimiento y algarabía. 

Entonces hice algo estúpido.

Me declaré enamorado, sabiendo que la respuesta no podía ser otra que el rechazo, y a pesar de tener razón, su sonrisa no desapareció y me permitió seguirle acompañando un rato más. Cerraron el café, el bar, y luego se hizo de día en el adiós.

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