martes, 22 de agosto de 2023

La norma.

 Jesús entra a la oficina a un costado del taller. Dentro, el ambiente cambia considerablemente, lejos del aroma del aceite quemado y el calor infernal que surge del trabajo que pronto habría de corresponderle también a él. 

Su padre le dice que se siente, mientras que este se dirige a su cubículo, a continuar sus labores que apenas y le dieron respiro suficiente de pararse, siendo víctima ahora de un retraso de diez segundos. Jesús se sienta y mira sus alrededores, el garrafón de agua, la impresora que no parece tener descanso, y así también, hombres y mujeres que le saludan, mientras pasan a recoger los hojas aún calientes. 

Media hora más tarde, entra su futuro jefe, un hombre con ropas costosas, y que poco encajan con su robusto cuerpo. Jesús le saluda, pero este ni siquiera parece interesado en responder. Jesús no lo culpa por no voltear, pues su cabeza es tan grande, que podría haber perdido el equilibrio.

Finalmente, y pasada una hora, llega el director de recursos humanos, quien lo hace pasar a la entrevista. Su cubículo está lleno de papeles apilados con orden admirable, mientras que a su espalda se divisa un librero con decoraciones que solo realzan la idea de una oficina elegante. No era algo de sentido común, sino algo que Jesús percibía en las oficinas de los hombres que inspiraban respeto, aún si no sabía de ellos más que su nombre.

Jesús responde la entrevista con cierto titubeo, no por nervios, sino por lo que le depara y nunca hubiera querido en su vida. Quiso ser pintor, artesano, escritor, músico, profesor, psicólogo y antropólogo, pero entre tan extensa cartera de opciones, terminaría siendo mecánico. Ocultó lo mejor que pudo esa desilusión, a sabiendas que esto era lo que quedaba, que la paga no era mala y que no podía defraudar más a sus padres. Jesús firma el contrato, esperando entonces poder salir del ciclo de fracasos, de ideas truncadas por el quejido de los otros, del pensamiento consecuente que le hace sentir inútil por todos. A fin de cuentas, eso es lo que quieren, verle lleno de grasa, sudando y llegando ebrio por las noches a casa, esa es la norma y él debe seguirla. 

Recién termina, le llaman al patio del taller, donde se lleva a cabo la reunión diaria del personal, y ahí lo presentan con Pedro, con Juan y otros tantos cuyos nombres no recordará ese día, pero luego será...

Le reciben con una sonrisa, con los brazos abiertos, y al menos eso, es una buena señal.

Unos minutos después, se encuentra nuevamente solo, listo para irse hacia el hotel siendo apenas medio día, quizás ir a la plaza cercana y comprar algo de comer, pero apenas al salir del taller, una jauría de perros lo acecha y lo acorrala, apenas salvado por el guardia del taller, llamado por los golpes en el portón. Jesús vuelve a la sala de espera de la sala de oficinas, donde nadie parece enterarse de lo que pasa afuera. Espera entonces a su padre, quien desaprueba su falta de carácter para irse solo a casa, pero a sus compañeros le da igual, le hablan con confianza y le dan el respiro suficiente para afrontar un nuevo día.  

Y así, lo dejan en el hotel mientras ellos vuelven a su departamento. "Las ventajas de los ejecutivos" piensa, mientras pregunta por el aperitivo que ofrecían en la reservación. Le dan un vaso de leche y un pan duro, los cuales come en esa solitaria cafetería a un costado de la recepción. Afuera hace un atardecer hermoso, pero sabe que no tendrá tiempo para verlo más. Este es un adiós que se marca en su cabeza como un definitivo. Sus últimos rayos del Sol.

En la noche llama a su pareja, la cual rechista que no le hubiese llamado antes, y entre reclamos, Jesús prefiere colgar, y mantener sus sentimientos impuros lejos de ese intento de amor descorchado. Luego llama a su madre, y le cuenta que todo va bien, tergiversando su inseguridad y sus sueños ahora enterrados. 

Al llegar la noche, se recuesta, sin saber que será de mañana, pero consciente de querer dormir. A la una de la mañana, tocan a la puerta. Despabila y poco a poco se entera que es un golpe urgente y agresivo.

Al abrir, aún con los ojos dormidos, logra distinguir una cara familiar, uno de los trabajadores de la mañana, de los cuales no logra recordar su nombre. Y distraído por ese pensamiento, ignora su sonrisa, sus razones, y también por un momento, el frío del metal que se recarga puntualmente en su sien, la descarga, el frío del suelo y sus brazos extendiéndose a cada lado. Ahí se ve así mismo, yaciendo en el suelo, mientras que el aún sostiene la perilla, y escucha tan lejano al hombre de overol decir que las actividades empiezan en una hora. 

Cierra la puerta después de asentir indefinidamente, y se contempla nuevamente en el suelo, sin vida, con su índice aún rígido sobre el gatillo, como quien mira a un escorpión que se pica a sí mismo.

Entra a bañarse, el agua está helada y tiembla, su cuerpo esta frío.

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