martes, 8 de agosto de 2023

Luces rojas.

 Mientras la parafina se convertía en un pequeño lago sobre el recipiente plástico, Idilio miraba con desasosiego la llama que desde hacía cinco horas había encendido. En cualquier momento, se apagaría y volvería a aquello peor que las penumbras.

Afuera de su casa, el rojo parecía no tener fin. Lo que entonces fue un atardecer precioso, se había convertido en un presagio de muerte. Justo coincidió con el corte general de luz, pero no fue sino hasta media hora más tarde que fue de conocimiento público, cuando dieron las ocho de la noche y el cielo seguía en su misma tonalidad. Al mirar arriba, decenas de personas contemplaron la misma anomalía, generando en algunos curiosidad, en otros intriga, y unos más, un miedo escudriñante de sentido. Los más progresistas, alegaban que aquellas luces en el cielo no eran otra cosa sino la prueba de vida en otros planetas, pero durante horas, no hubo respuesta de aquellos pilares carmesí que se vislumbraban por encima de las nubes, irradiando sus alrededores y dejando la ciudad en un atardecer perpetuo. 

Idilio prevé que la vela está por consumirse e inmediatamente prende la segunda, una vela aromática con esencia de lavanda que usaba como mera decoración. Ante la serie de sucesos que le acontecían, no podía evitar pensar en Lucía, con quien no hablaba desde hacía dos años. En esos momentos en donde su mente sucumbía a diferentes finales trágicos, finalmente concebía algo cercano a un amor verdadero, aún si Lucía llevaba un año casada y ya tenían una niña. Idilio despierta de ese breve sueño, no es consciente si duerme o si sigue despierto, pero la luz de la segunda vela se ha extinguido y el restante de batería que le queda a su teléfono marcan las seis de la mañana. Afuera sigue rojo, la gente está agitada y la iglesia a un par de cuadras se encuentra atiborrada de presuntos peregrinos que temen sea el fin del mundo y aquellas luces proviniesen del abismo ulterior que quizás conecta ahora en la tierra. No ha habido temblores, pero Idilio teme por eso, sin pensarse creyente pero tampoco ignorante.

Decide salir a la calle y buscar el origen de aquellos pilares. Los autos no funcionan, por lo que toma su bicicleta y le ata la lámpara al manubrio. Afuera, el rojo permite la visibilidad, pero la gente es errática y no es de confiar si uno no se hace notar. Decide acercarse al más cercano de los pilares, cruzando un par de mercados en pleno saqueo y perdiendo la bicicleta en un encuentro con un auto. Sale ileso, pero sospecha algo, que aquella emisión tornándose ocre cerca del suelo, no solo no tiene origen, sino que, en caso de tenerle, se encontrase cerca de la casa de Lucía. Camina errante, siguiendo a sus ojos perdidos en el firmamento, luego sigue sus latidos y lleno de convicción, llega a aquel derruido hogar, donde el marido de Lucía jala el gatillo y mata a su hija. Idilio llega apenas para ver a Lucía siendo apuntada, y en un impulso vital se lanza contra el hombre, clavándole una bala durante el forcejeo. Mira a Lucía y le dice que todo estará bien, pero ella no se inmuta, y sin más, se acerca, agachándose frente suyo, tomando el arma, y sin dejar de mirarle a los ojos, coloca el cañón en su quijada, y la descarga, mientras que en la mirada de Idilio, solo queda el color aceitunado de los ojos de Lucía, y luego rojo. Rojo y Lucía.

Idilio sale con el arma roja entre sus manos color Lucía. Mira al cielo y por fin entiende que el Paraíso siempre estuvo dos pisos más arriba.

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