Era el medio día de un domingo y las campanadas de la iglesia resonaban inmutables desde hacía décadas, más de las que tenía Ezequías en su porvenir, pero aún entrado en sus cuarenta, parecía un hombre impávido por la edad, pues vivía aferrado a los pesares del pasado que difícilmente pueden superarse, como lo son la pérdida de los hijos. No era plena la culpa de Ezequías en tan obstinado pesar, pues aquel caso había causado polémica en sus días entre el pueblo e incluso la policía forense. Después de todo, no siempre se escucha de un ser capaz de devorar a un niño, y con la inteligencia o perversidad como para dejar solo sus prendas. Era aquello lo que no dejaba descansar a Ezequías, la incertidumbre mortal de que acaso un monstruo como ese caminase en dos patas, incluso entre los peregrinos que ahora le rodeaban. No confiaba en nadie, y tras la muerte de su mujer, había permanecido aislado de todo y todos, investigando en lo posible sobre el mal que acechaba aquel pueblo.
Su hija no fue el primer caso, ni tampoco el último, pero desde hacía diez años y como por arte de magia, los secuestros y asesinatos de menores habían dejado de escucharse, como si aquella quimera hubiese saciado su sed o hubiese hallado sosiego ante manos justicieros. Pero claro, nada de eso servía para Ezequías sino podía confirmar la muerte de aquel ser. Ezequías se arrodilla por orden del padre Roberto, y mientras ora con los ojos cerrados, no puede sino desear y pedir a Dios iluminación para desvelar las tinieblas que serpentean entre la tumba de su niña. En quince años, y fuera de lo que la policía había contado no había logrado descifrar nada, como si algo siniestro rondase, tan espontáneo como mortal.
Ezequías abrió los ojos y se puso de pie. Se persignó y salió de la iglesia, y ahí fuera, vio al hombre decrépito que solía hacer la limpieza en la casa de Dios. Su rostro eran un montón de pliegues gruesos y arrugados y sus ojos mostraban senilidad, pero consagrado en su trabajo con diligencia, como si fuera su razón de vida. Algunas veces lo veía, otras no, pero a pesar de su aura extraña y figura espantosa, nunca sintió sospechas de la figura senil. Aquel día decidió saludarle, como si fuese lo correcto, aún si lo correcto estuviera siempre lejos de él. Le ayudó a levantar las hojas, pero el viejo no parecía figurar la ayuda, aún con los ojos clavados en el vacío que era su tarea. Ezequías no rechistó, simplemente terminó su labor, y encaminó hacia la calle. Sin embargo, algo le sujetó de la manga, como una fuerza inamovible, que de no voltear, pudiese ser capaz de sujetarle hasta el final de sus días. Algo nervioso, volteó y miró nuevamente al viejo, quien en forma de gratitud, balbuceó un par de murmullos, que al ser repetidos, parecían invitar a Ezequías a un tinto por la tarde. Estuvo tentado a negarse, pero recordando el agarre tan poderoso del anciano, se resignó a simplemente aceptar esa recompensa.
Ya a las cinco, se dirigió nuevamente a la iglesia, y fuera de ella, estaba el anciano que en su caminar lento, guio a Ezequías hasta un viejo cobertizo, que parecía ser el hogar del viejo. Afuera de este, había una mesa de madera y un par de sillas, tan incomodas como las bancas de la iglesia, y donde hizo sentar al hombre consternado e impaciente, mientras iba y volvía con la cafetera y dos pequeñas tazas temblorosas que se llenaron milagrosamente sin derramar una gota. Ezequías vio el humo en el café, pero al dar sorbo, sintió una calidez que hacía mucho había olvidado, embriagado en la nostalgia de la calidez en la cocina de quien una vez fue su mujer.
El viejo bebía con calma, e incluso parecía dejar el tambaleo cada que tomaba la pequeña taza, como quien concentra todo su ser en una tarea banal y sin embargo sagrada. Soltó la taza con cuidado en la mesa y miró con sus ojos empuñados hacia Ezequías.
- ¿Has hallado lo que buscas?
Ezequías lo miró con extrañeza, pero el anciano insistió.
- ¿Has hallado lo que buscas?
-No... Llevo años buscando, pero no he tenido ni el mínimo atisbo de esperanza.
-Cuando uno no encuentra en un camino, es una señal. -Y el viejo detuvo su discurso para acercar de nuevo la taza a su boca.
-No hay señal alguna que me haga olvidar a mi pequeña, ni consejo que me aleje de mi deseo de justicia.
-Tu no buscas justicia. -Soltó como un reproche, seguido de un escupitajo al suelo lleno de indignación.
Ezequías solo lo miró con desdén, pero se negó a contestar impertinentemente, a sabiendas que el viejo tenía tanta razón como demencia.
-Pero bueno, yo te daré lo que quieres. Y atente.
Ezequías se levantó exaltado, como quien escucha su causa de muerte, embelesado por un éxtasis que sacudía su cuerpo desde sus cimientos.
-Tan ciego has sido a tu fe que has compartido habitación con el asesino de tu hija e incluso has aceptado comer de su mano, le has contado tus pecados, y le escuchas una vez por semana como el sonido que hacen el aleteo de las moscas.
-No dirá usted que el padre Roberto... -Ezequías tragó saliva ante la revelación. Confundido, como quien se despierta del letargo, pensando si acaso era posible una blasfemia de tal magnitud fuese una calumnia justificada.
-He de advertirte Ezequías. -Advertía el anciano. -Que lo de tu hija no fue hecho por ningún hombre, y el cobro de propia mano por involucrarse en esos páramos es igual que el castigo divino.
Pero Ezequías no escuchó, y así corrió hasta su casa por lo imprescindible para luego dirigirse a la iglesia, donde las puertas de Dios permanecían abiertas, dirigiéndose hasta la capilla, donde se mantenía el padre Roberto de espaldas, realizando una oración entre murmullos subyugados.
- ¡¿Por qué te volviste a la
religión, maldito?! -Gritaba Ezequías a la cara del padre Roberto. -Gente como
tú no podría nunca escuchar a Dios.
-Silencio hermano, no dejes que
la ira hable sin razones. -Respondió tratando de mantenerse sereno, pero sorprendido ante la confrontación, como un inevitable.
-Es que trato de entenderlo y no
puedo. -Hubo un pequeño silencio, finiquitado por la risa esporádica de Ezequías, liberándose tenuemente de su razón. -Los perros
como tú no deberían siquiera estar vivos.
El padre vio la navaja asomándose
de la mano de Ezequías como si fuese un péndulo oscilante.
-No tienes idea lo que es
escuchar ese tipo de cosas de tu hija. 15 años desde entonces. ¿Creíste que
nadie lo recordaría?
-Yo nunca lo he olvidado.
-Por supuesto que no. Pero será
lo último que recuerdes.
-Ezequías, yo no merezco tu
perdón, ni él de nadie, pero no caigas en los pecados imperdonables. A nadie
aconsejaría vivir lo que he vivido yo.
- A mí parecer que has vivido
demasiado bien, y tiempo prestado.
-Entonces préstame unos minutos
más y te lo explicaré todo.
-Esa no es una opción.
-Es lo que temí. -Y acto seguido
se abalanzó contra Ezequías, y la navaja buscaba la carne, y la halló en la
ceja derecha, en el hombro izquierdo y también el antebrazo. Pero el esfuerzo
del padre no era en vano, y mientras su lado izquierdo recibía semejante
castigo, con su mano derecha azotaba la cabeza de Ezequías contra el suelo,
hasta que el retumbar lo mareó lo suficiente como para soltar el arma, y
nuevamente chocó contra el concreto hasta que la luz abandonó sus ojos.
Cuando Ezequías se despertó, se
encontraba atado a un árbol. Su cabeza aún daba vueltas y podía sentir como
algo caliente escurría hasta su espalda. Frente a él estaba el padre Roberto,
encendiendo un cigarrillo con una cerilla. Cuando intentó gritar, fue que se
percató que estaba amordazado, quedando a merced del sacerdote.
"Yo solo quería hablar. Podías
incluso haber ido con la policía, y yo hubiera aceptado mis crímenes sin presentar oposición. -Tomando pequeñas pausas mientras que el humo entraba y salía por su
boca. Aunque no lo creas, te dejaré libre cuando me hayas dejado terminar. No
tardará mucho, de todos modos, ya casi es hora."
Ezequías estaba confundido, pero entre
las dudas, se dio lugar al silencio, y con él, un ruido incapaz de reconocer.
Gritos, risas, sonidos guturales y arañazos, era lo poco que lograba distinguir,
mientras que el pánico empezaba a mostrarse en su respiración y su piel, cada
vez más pálida. De alguna forma, sabía que esos sonidos no pertenecían a este
mundo, como si un instinto primitivo hubiese despertado, el instinto de supervivencia.
"Ya vienen. Pero no te preocupes,
estarán ocupados con el festín que dejé allá atrás."
Conforme los ruidos parecían
acercarse más y más, el sudor corría por la frente de Ezequías, incapaz de
confiar en las palabras del sacerdote, pero durante un par de segundos, volvió
nuevamente el silencio, lo suficiente como para concebir una paz efímera, que
rápidamente fue interrumpida por las risotadas y el sonido de carne destazada y
huesos rompiéndose detrás suyo. Ezequías hubiera querido estar equivocado, pero
justo en el comienzo de aquella orgía, escuchó los gritos desesperados de un
niño, silenciados entre crujidos y sonidos húmedos de vísceras. En ese punto
era incapaz de escuchar incluso sus propios pensamientos. Aquellos ruidos entraban
no solo por sus oídos, sino por su piel, su nariz, y por la misma razón,
corrompiendo todo en sus cercanías, y llegando hasta sus mismas entrañas,
dándole una sensación de reflujo apenas controlable. El aire olía a azufre.
Finalmente, y después de haber
terminado, los seres se fueron por sí solos, casi tan rápido como habían
llegado, pero el corazón de Ezequías no lograba calmarse, queriendo abandonar
su pecho.
“Veras hermano, como has podido comprobar, el mal existe en este mundo. Nada de
esto ha sido tu imaginación, y el atarte de esa forma fue únicamente por tu
bien, pues no cualquiera podría conservar la cordura ante tal espectáculo.
Había olvidado lo impresionante que era.”
Su voz era serena, habiendo
estado más tranquilo que cuando Ezequías le amenazaba con un mero cuchillo.
“Mis más sinceras disculpas que
tu hija haya tenido que pasar el mismo destino que este muchacho. Se trataba
del pequeño Joan, el niño del panadero, el cual su único crimen ha sido haberse
topado conmigo antes que cualquier otro niño.”
Ezequías quería llorar a su hija,
pero el terror aún lo poseía. Aún si no hubiese estado amordazado, no hubiera
sido capaz de formular palabra alguna.
“Por el procedimiento, pido que
no te preocupes. Yo no hago más que entregarles inconscientes, pero hay veces
que el dolor los despierta durante el proceso, aunque te aseguro que es una
muerte rápida. Lo sé porque yo ya la he vivido miles de veces.” -Y mientras pronunciaba
esas palabras, rozaba su rostro con sus dedos, tensándose hasta empezar a
rasgar la piel, la cual, tan pronto se abría y sin antes derramar gota, se volvió a cerrar con una rapidez inhumana, mientras se reía indiscretamente, experimentando una sensación de antaño, para nuevamente recobrar la compostura como si aquello no hubiese pasado.
“Hace muchos años que no hacía
este tipo de rituales porque no tenía necesidad de. Tienes que entender que
esta ocasión ha sido por ti, porque estés libre de pecados que podrían
atormentarte el resto de tu vida y quizás dejar un visto bueno que me consuele cuando el castigo divino venga desde los celos. Aunque debo admitir que me emocionó tu actuación de hace un momento, me estremeció hasta los huesos.”
Se acercó lentamente a su escucha y
aflojó lo suficiente la mordaza para que el cautivo pudiese hablar, pero nada salió
de su boca. El padre le sonrió como cualquier día en que impartía misa, con serenidad y cierta paz, una sonrisa impasible e inhumana que poco hacía por ocultar locura. Al hallar silencio, continuó con su perturbador monólogo.
“¿Sabes? Siempre fui un chico propenso al
mal. Mi primer encuentro con esos seres fue cuando recién tenía cinco años y
había cometido mi primer asesinato. Se trataba de mi primo Josué, de apenas un
año de edad, el cual no me dejaba dormir por las noches con todo ese llanto
típico de los infantes. Esa noche era como esta, como cualquier otra, y fui al
riachuelo que esta atrás del vecindario donde vivía, para ahogarle. Debo decir,
que, en ese entonces, no sabía lo que estaba haciendo, pero ciertamente, sentí
gran alivio al hallar mis oídos serenos después de realizado el acto. Pronto
llegarían ellos. Pero contrario al pavor que la mayoría pudo haber
experimentado, me hallé con un sentimiento de camaradería, de amistad. Durante
años, realicé atrocidades que ningún hombre podría siquiera concebir, y a
cambio recibía diversión, protección, pero, sobre todo, una aparente inmortalidad.
Cada vez quería ir más lejos, y
cada vez, llegaban más y más criaturas, algunas tan grandes como camionetas, a
disfrutar de los festivales de crueldad que les podía ofrecer. Sin embargo, un
día, e inconsciente de las implicaciones, se me ocurrió hacerlo con el
sacerdote del pueblo, lo cual era tan blasfemo que me estremecía tan solo de
pensarlo. Sin embargo, y después de una larga tortura de mi parte, los demonios
nunca vinieron. Probé con todo, y las horas pasaron, pero no hubo respuesta
alguna, hasta que, de repente, se abrió el cielo en un poderoso haz de luz tan
brillante, que el día se hizo durante unos breves instantes. El sacerdote
desapareció casi en un parpadeo, probablemente transportado al cielo, pero la luz
no había sido solo por eso.
Ante mí apareció algo que podría
llamar un ángel, pero no es nada similar a lo que podemos imaginarnos, ni
siquiera estoy seguro de lo que vi entonces. Tenía miles de ojos, decenas de alas, y parecía
estar en un constante movimiento oscilatorio que carecía de sentido para seres
tan insignificantes como nosotros. Le hice una pregunta, algo carente de
sentido, pero no recibí respuesta alguna. No hacía falta. Yo sabía qué hacía
ahí, y durante un tiempo que bien podría parecer una eternidad, me encontré
padeciendo todo el dolor de mis víctimas de una manera tan lúcida que nunca
pude acostumbrarme al desmembramiento, ni a ser desollado vivo. Cada muerte la
viví cien veces, y entonces lamenté ser inmortal, y padecer todo eso, hasta que
finalmente consiguió lo que quería.
Me arrepentí de mis actos.
Cuando ese momento llegó, y solo
entonces, fui libre de mi desahucio, a sabiendas que, de hacer el mal una vez
más, cien veces habría de sufrirlo. Así entonces, hoy no bajará esa luz, pero
una noche lo hará y me atormentará nuevamente, quizás recontando todos mis
pecados una vez más.
Era más fácil mostrarte el mal
que el bien Ezequías, el mal está en todas partes, pero el bien solo pocos llegan
a conocerle y vivir para contarlo. Por eso me hice sacerdote, un hombre de
Dios, por miedo, un terror aún más grande que tu padecer actual, y si algo
bueno he de hacer con esta miserable vida, es transmitir un mensaje”
Y mientras pronunciaba esas
palabras, iba desatando a Ezequías del árbol, quien permanecía aún inmóvil en
el suelo, sin toda la violencia que hace un par de horas lo consumía,
quedándose solo con el terror y el saber que un niño había muerto atrás suyo, donde ahora solo quedaba una mancha roja, un overol pequeño y un par de zapatos.
“Teme a Dios Ezequías.”
Una semana después volvían a sonar las campanas, y así la misa impartida por el padre Roberto, nuevamente escuchada con ritual atención por los fervientes, y entre ellos Ezequías, que pedía perdón con todo su ser, clemencia en esta vida y paz para los que ya no vivían. Afuera de la capilla, en los jardines, estaba el viejo decrépito, jalando con un rastrillo las hojas secas entre la hierba.