Antes de ir a la guerra, Krebs estuvo en un colegio metodista de Kansas. Un alumno ejemplar, si acaso el mero conocimiento bastase para ganarse el visto bueno del profesorado, quien se mantenía detrás suyo dadas sus faltas cívicas, como era murmurar durante los rezos y no contestar un “amén” cuando era meritorio.
“Ahora necesitaras a Dios más que nunca” fueron
las últimas palabras que recibió de su madre antes de embarcarse a Francia,
pero por más que pasaban los días en territorio hostil y la guerra se lidiaba,
Estados Unidos ganaba terreno como fuerza independiente, y más y más soldados
llegaban, quedándose en la retaguardia de aquel pequeño pueblo cerca de
Chaumont, a la espera de que la fuerza expedicionaria estuviese preparada.
Ahí, de lo único de lo que preocuparse, era que
el vino durase hasta llegado el nuevo cargamento de provisiones, y que los
franceses refugiados no se lo robasen. En eso sí que eran independientes las
fuerzas americanas, y así se apropiaron de un pequeño bar llamado “le
Louvre”, donde no hacía falta una identificación más allá del acento para
saciar tu garganta con alcohol.
Las primeras veces había tomado cerveza, pues
se entregaba en cuantía y era lo de todos, “pero quizás él no era como todos”,
pensaba sin hallar el encanto de la cebada, situación que se repitió en otra
ocasión con el whiskey, al cual calificó de “licor de barniz” en su primer y
único acercamiento. Pero una vez instalados adecuadamente y habiendo ganado
terreno en pequeñas guerrillas alrededor, el vino llegó como un obsequio por
haber recuperado las carreteras aledañas. Los franceses no podían tomarlo a
pesar de que sobrevivían con el mínimo de las comodidades, recibiendo lo que
bien podrían considerarse apenas sobras de aquellos banquetes en le Louvre,
donde los jóvenes americanos vivían el regocijo de la procrastinación.
El vino le llenó de una forma que no creía
posible. Para Krebs, se trataba de lo mejor de dos mundos, el calor del whiskey
y la fácil entrada de la cerveza. Tenía predilección por los Merlot, pero
mientras fuese tinto le iba bien, Pinot Noit, Cabernet, del Bordeaux o la Bourgogne, caía rendido por igual ante el dulzor que la astringencia y de manera autodidacta, aprendió a maridarlo, con las aves, carnes rojas y dulces ocasionalmente recibidos. En algún punto recordó haberlo probado cuando
era joven, durante algún rito en la escuela que poco o nada podría significarle
en ese momento, consciente del sacrilegio en su pensar, pero también de que
había sido uno de los mejores recuerdos de su infancia. Bebía hasta satisfacer
la sed o hasta que, en alguna noche afortunada, lograba con meras señas y
sonrisas ganarse el favor de alguna chica francesa, aunque incluso entonces
solía llevarse la botella consigo, compartiéndola con sus acompañantes. Un gran bebedor, pero nunca inconsciente,
solo de ligero vivir.
Las fuerzas estadounidenses se estaban
preparando con cada día que pasaba para su avance a través del territorio
alemán, pero incluso entonces, era probable que ni siquiera fuera necesario ser
llamados a la batalla, al ser su pelotón pequeño y considerado de apoyo.
Esos fueron los pensamientos que pasaban por la
mente de Krebs, hasta que un mensajero llegó desde Saint-Dié, avisando sobre la
ofensiva alemana entrando en territorio francés, pero incluso entonces, Krebs
mantuvo la calma, sintiendo mayor angustia por separarse de su elixir rojo, su
único gran amor y el único sustento a su sed.
Participó en un par de batallas, algunas
importantes, y otras en las que casi no la libró. Cayó en manos enemigas a un par de días de llevado al frente, pero fue rescatado incluso más rápido, saliendo sin temor alguno, como
si aquel resultado fuese premeditado. La realidad es, que prefería distraerse
en sus añoranzas absurdas, ignorando si acaso su vida valdría para algo más. Ninguna
herida de bala, ninguna derrota, ni aquella necesidad de rezar. Sin embargo, el
sabor del vino era algo que calaba cada día sobreviviendo en aquellas
trincheras llenas de heridos y cadáveres. No fue sino cuando se declaró la
victoria, que pudo reencontrarse con aquel anhelo, y volviese a saciar su sed
como antes, mejor que nunca, como si fuese la recompensa de una vida de méritos.
Cuando volvió a casa, sus padres lo recibieron
apropiadamente, y poco o nada más volvieron a pedirle a su vida ante el aparente terror que había vivido su primogenito. Vivió una vida
normal, con un trabajo de oficina, una mujer y un niño, una casa en los
suburbios, y fines de semana descansando en un viejo bar de Kansas. Pero en
Kansas, el vino no era bueno, nada como aquel que le servían durante la guerra,
vino francés, allí no se conseguía. Entonces, cada que miraba hacia la pared
del bar donde había colgado una publicidad del reclutamiento de aquel entonces,
su boca empezaba a salivar como un perro mientras que más tarde que temprano,
su cabeza era azotada por una súplica recurrente que le devolviese hasta las
palabras de su madre, a su infancia, y a la fe que nunca pareció haber tenido.
“Dios, lo que daría por probar aquel vino una vez
más”.