martes, 7 de junio de 2016

Leopoldo Valdemar

Bien no se sabe de donde surgió dicho nombre secreto de los hombres desafortunados, se sabe que un Valdemar en el mundo nació en algún lugar de la Toscana italiana. Aquel niño recién nacido fue abandonado en un callejón húmedo de los barrios bajos por una madre alcohólica y prostituta, la cual tanto había prosperado en el oficio, que para ella el parto no fue más que defecar. La vida sin embargo, aun tenía mucho que ofrecer para el pequeño Valdemar, y como por obra del destino, una mujer mayor, con un hábito negro, lo recogió y lo llevó al orfanato del pueblo. Ahí se le puso el nombre de Leopoldo, aunque apenas empezó a hablar y a formular oraciones, se hizo llamar Valdemar, habiéndolo sacado de un libro de Edgar Allan Poe, el cual por cierto, era prohibido en el orfanato; dejando a un lado los temas macabros y grises del autor, la lectura fuera del índole religioso era inaceptable en cualquier lugar del pueblo, imagine uno entonces, un orfanato operado por la iglesia. 

Un niño bastante empático y agradable con niños y tutores. Era casi imposible no amar al joven Valdemar, que poco a poco fue convenciendo a todos de que Leopoldo era todo menos él, considerándolo todo aquello que jamás le gustaría ser. A pesar de ser agraciado entre los niños, un encanto con las niñas y un brillo de bondad entre adultos, siempre logró que nadie lo adoptase. Bien en esos tiempos eran pocos los que hacían ese increíble gesto de "caridad", ninguno se interesaba por el pequeño Valdemar, que siempre simulaba tener algún retraso mental, hacía muecas o realizaba pequeñas fechorías a los visitantes, y aun si terminase castigado, no padecía de la mínima seña de arrepentimiento. Sonreía para sus adentros, pues nadie comprendería su motivación. A decir verdad, yo tampoco la comprendo exactamente.

Los años pasaron, y Valdemar de 14 años, salió con plena tranquilidad de aquel que fue su hogar tanto tiempo. Si no le guardaba aprecio alguno al orfanato, ¿porqué no se dejaba adoptar?

Quizás porque estaba destinado a la grandeza 

Mientras que el resto de jóvenes robaban, trabajaban en fabricas o se prostituían, el lograba ver a través las personas. Tenía un don para complacer, no de una forma sexual, sino verbal. Su lengua era un dote del diablo que permitía conmover los corazones y adentrarse de lleno en los hogares ajenos. La primera vez que lo puso en práctica fue en un comedor que le quedaba de paso a la salida del pueblo. Un hombre fornido y sucio le abrió la puerta y al ver su ropa humilde quiso echarlo de inmediato. Pero ahí en completa calma, con simple gesticulación, palabras empiladas de manera perfecta y una mirada agradable, consiguió provisiones para una semana y un zurrón que pertenecía al hijo del cocinero, pero "era obvio que no lo necesitaría tanto como tú" decía el hombre, mientras con una mano gentil se despedía de ese genio maquiavélico.

Valdemar caminó un par de kilómetros cuando el primer carruaje se cruzaba en su camino. Se trataba de un noble de camino a Roma, que no se habría detenido por ningún mendigo de no ser  por un trozo de pan que ofreció Valdemar a uno de los caballos, el cual paró abruptamente causando un pequeño resbale dentro del carruaje. Aquel hombre de nombre Albertino abrió la puerta con una ira dispuesta a castigar, pues el sombrero que una hora le había tardado acomodar se le había caído de su reluciente cabeza. Al ver al culpable, sin embargo, entró en un estado de confusión tremenda. A sus ojos, no había más que un joven hermoso, que con una gramática impecable pedía que le acercasen a Roma. Pero no era sólo eso en realidad, lo que de verdad propiciaba confusión en el noble era la postura que el chico había adoptado. Albertino recordaba a su hijo que murió años atrás durante el periodo de unificación, el cual mantenía siempre con orgullo la postura de soldado. Esto no era por mucho una coincidencia. Valdemar había notado el escudo de armas en el carruaje, comprendía que no cualquier hombre de la época poseía un transporte, y al momento de ver al noble, se percató que en ningún momento de su vida había combatido (o al menos no desde hace mucho). La postura fue un reflejo inmediato al percatarse de que todo italiano joven que se respetase debía enlistarse al ejercito, y si bien el hombre ya era muy viejo, sus hijos probablemente no. El hombre sin rechistar lo llevó hasta Roma, y sin parecerle suficiente, ofreciese lugar como pupilo a aquel. Esta vez, Valdemar aceptó con la condición de ser tan libre como el quisiera (sin necesidad de caer en libertinaje) y conservar su nombre sin apellido alguno. Dudando un poco, Albertino aceptó, pues pensaba que habría sido algo del destino.

Así, Valdemar  se llenó de instructores que le dotaron de una cultura que abarcaba desde folclore e historia, hasta el piano y el baile, y siempre eludiendo la teología; pero cada cierto tiempo, solía escaparse a la ciudad, ganándose un rápido reconocimiento entre sus pobladores. Valdemar el encantador, Valdemar el pendenciero, Valdemar el divino, y a veces también Valdemar la bella. Tantas caras, tantas expresiones, tanto carisma que sobrepasaba el género. Ahora, considero que el transformismo era más un mero experimento en sus comienzos, ver hasta donde podía hipnotizar a las personas, pues si bien no mostraba sentimientos por alguna mujer en especial, lo mismo era para hombres. Incluso creó una personalidad completamente diferente llamada Florencia, una joven tierna y educada con cierto grado de picardía, la cual fue invitada a salir casi tantas veces como el mismo Valdemar. El engaño era su campo de juego y estaba dispuesto a disfrutarlo al máximo. O hasta que cumplió 19.

Con lagrimas en sus ojos, Albertino lo despedía para que se embarcase al ejército. Se escuchó un "eres el mejor hijo que he tenido" y un "Que Dios te cuide siempre", pero Valdemar estaba envuelto en un tipo de estrés, quizás por perder esa libertad tan agradable por un periodo tan largo. En el camino al fuerte resonaban sus pesares de papel, su ego inmerso en el mar de responsabilidades que desde el comienzo le causarían la muerte, no física sino del alma. Así como entró, fue despojado de todo símbolo de identidad: cabello, pertenencias, su postura e incluso su motivación. Sin embargo, en ningún momento fue propicio a castigos, pues su adaptación era tal que cumplió con cada tarea que se le ordenaba con una precisión suficientemente certera. Aun en el ejército fue un hombre querido y respetado entre soldados y comandantes. Sin embargo, en los momentos que brillaba más su presencia, era en las reuniones informales, donde Florencia se presentaba y encantaba a los ojos de los hombres de libido retenido. Pronto comprendió que el instinto del hombre a veces olvida de géneros. En su tercera presentación, fue violado por cuatro hombres en unos matorrales cerca del campamento, pero eso lejos de reprimir a Valdemar, sólo alimentaba su ego, demostrando el poder de su mentira.

Fueron enviados a Massawa, tierra portuaria y de Sol veraniego en África, donde sometieron al pueblo de Eritrea en menos de un mes. Ahí Valdemar creó a otro personaje: el soldado Marco, un sadista que no mostraba piedad ante suplicas de mujeres y niños. Buscaba disparar a puntos vitales que causasen una muerte lenta y dolorosa, y pronto se volvió una leyenda, un hombre que nunca existió más que en la guerra. "Los negros ni siquiera oponían resistencia, no sabían hacerlo, su piel no entendía de libertad" decían los soldados. Valdemar siempre había sido lo que necesitaba ser, pero en ese momento necesitaba ser libre. Para su suerte, la invasión fue rápida (un año es rápido en realidad) y al volver a Italia, logró escabullirse de los deberes de la guerra, haciéndose pasar por un mensajero de nombre Luigi que se disponía a Roma. Nadie dudó que aquel hombre de apariencia enclenque y tan insegura no fuese otra cosa que un mensajero. Tan agraciado Valdemar y tan generoso, llegó a Roma y entregó la carta, y al salir volvió a ser el mismo gran actor de distintas caras. Ahí, encontró un teatro de apariencia modesta pero decente y al demostrar sus dotes, fue tomado como actor principal. No tardaría en correrse la voz de aquel gran artista que cautivase a todo espectador y confundiese a más de uno en sus múltiples interpretaciones. Ahí dio vida nuevamente a Marco el sadista, a Luigi el mensajero, y a la amada Florencia, así como otros hombres como Benito, Claudio,... entre los que destacaba un cura que caía en el borde de la sátira. Aquel personaje se llamaba Leopoldo.

Tan rotundo fue su éxito, que fue contratado por la mejor empresa teatral de toda Italia y viajó alrededor del mundo, llenando de entusiasmo a miles de hombres y dejando una marca importante en la historia del teatro. Londres, Paris, Barcelona, Nueva York, Buenos Aires, sus pies se plantaban ante las metrópolis para llenarlas de asombro de una mentira tan real. Su destino pintaba colores vino y rojos de rosas frescas que se arrojaban a cada uno de sus yo.

Una noche, durante una reunión de gala en Viena, algo diferente pasó. Por primera vez, sus ojos se habían postrado ante los encantos de una mujer de belleza absoluta. A pesar de su poco conocimiento sobre el amor, sus dotes de seducción eran más que suficientes para llevarle a la cama. Al preguntarle su nombre sintió un ligero estrago en su interior, pues aquella se llamaba Florencia. Y así era, que para él Florencia tenía su propia esencia más allá de los límites del personaje, que daban forma completa al ideal de mujer tierna y pícara. Tal fue su impresión, que sintió hacer el amor consigo mismo, con otra parte de él, con una herida que debía curar, con los labios de su misma esencia. Fuera de resultarle incómodo, fue una unión perfecta a sus ojos. La noche se hizo mañana, y en su cama compartida de hotel, en lugar de la bella Florencia, se encontró con una joven rubia y de cabello rizado hermoso, que lejos de causarle agrado, le repugnó al punto que se dirigió al baño a expulsar aquellos canapés del día anterior. Sin decir nada, huyó de la escena consternado por lo que había pasado con Florencia, con esa mujer tan perfecta de sus sueños que se deshizo entre arrumacos.

Decidido por volverla a ver, aquella vez Valdemar canceló los espectáculos de dos meses a fin de buscarla en cada rincón de Viena. Buscó en palacios, en museos y en fiestas de alto nivel, y cuando se hubo recorrido cada lugar hermoso, se dirigió a los barrios más humildes sin temor alguno, creando ahí al personaje de Alfredo, un humilde sastre con voz avejentada y caminar encorvado. Visitó negocios y tabernas, y en su desesperación prostíbulos y cabarets, hallando por fin una cara familiar, la dulce Florencia ganándose la vida y ofreciéndose a ese sastre tan corriente que pasaba. Casi de inmediato, Valdemar volvió a tomar su postura erguida y segura, y retirando los rastros más sobresalientes de su disfraz, preguntó si se acordaba de él. Ella negó, "tantas caras y quieres que me acuerde de una". La tomó de la mano y se la llevó lejos de ahí, después se detuvo para proponerle una vida de lujos y comodidades, de amor incondicional y de alegrías innumerables. El interés se apoderó de la sonrisa de la joven, la cual pidió un adelanto en lo que empacaba y lo fuese a alcanzar en la estación de tren. Él accedió y dando la hora acordada, le esperó en aquel lugar durante horas y con una paciencia absurda...hasta que finalmente, se hizo de día. Ella no llegaría, no la volvería a ver, como el desenlace de aquella tragedia del hombre engañado que tantas veces había llevado a cabo (aunque él era la mujer usualmente). Esta vez le tocó cambiar de papel.

Valdemar era un ídolo en el escenario y un cristal quebrado fuera de él. Cada vez que se presentaba en Viena, no podía evitar buscar en los rostros de los espectadores a Florencia, y lo peor es que a veces la hallaba, pero cuando volvía a tornarse hacia aquel punto se encontraba con la cara de un hombre. Siempre el mismo hombre, la misma sonrisa burlesca, la misma mirada siniestra, y sin embargo un toque tan ajeno como familiar le punzaba al verlo. Aquella noche recibió una carta de un hombre insignificante. La carta venía firmada por un nombre desconocido, alguien que apreciaba su arte y deseaba verle. Considerando todos los sucesos que habían acontecido en su vida desde hace un tiempo, aceptó verle en aquella alameda.

Llegó tarde por la falta de interés real hacia el asunto, pero aquella persona seguía esperando. Tenía cierto aire modesto, cierto aire trabajador, era un hombre común. Hablaba con suma naturalidad, con entusiasmo sobre las obras, mientras Valdemar sólo escuchaba atentamente tratando de sonreír ante la situación. Mencionó que era sastre y que trabajaba en los barrios más humildes de Viena, lo cual empezó a causar cierta intriga en él. Después la conversación se vio envuelta en tonos ofensivos, cuando de a poco iba mencionando las carencias del arte de Valdemar y sus desgracias. Aquel hombre lo conocía, aquel hombre lo odiaba. En cierto instante, prestó atención a sus ojos, y encontró aquella mirada siniestra, mientras que en sus labios se mostraba una sonrisa de burla. Reconoció al hombre del escenario y se alejó de ahí ofendido y consternado.

De repente, cada obra en la que actuaba, tenía la impresión de que aquel se encontraba observándole. Lo veía en mujeres, en hombres, en ancianos y en niños. Aquello iba más allá del acoso, era una persecución a fin de quebrar su voluntad. A veces lo veía entre los soldados que se dirigían a la primera Gran Guerra, con la apariencia de un soldado Marco ya envejecido; otras veces era  el vagabundo Benito que se escondía bajo un puente con una botella de aguardiente; otras se trataba de Claudio, el poeta frustrado que trabajaba como zapatero en las afueras de las plazas. Sin duda, su interpretación más perturbadora era la de Florencia, inmortalizada en las bellezas de cada ciudad hermosa. No pasó mucho tiempo para que a sus cincuenta años, Valdemar se retirará del teatro. Aun si pareciese una edad avanzada, se encontraba aun en el auge de su carrera, pero poco podía importarle un acto tan generoso para con los demás como fuese compartir su talento. Buscaba paz. Fue entonces que se retiró a aquella vieja ciudad de su vida, La Toscana, viviendo como un ciudadano normal que bien podía tratarse de otra de sus asombrosas interpretaciones. Evitaba fervientemente el contacto con el exterior, huía de aquel acosador fanático que aun entonces se aparecía cuando miraba a la calle.

Entre sus miedos decidió recurrir a la última persona en la que hubiera pensado. Caminó las calles llenas de caras de conocidos terribles y llegó a la iglesia. Camino por el húmedo pasillo hacia la cruz, y en la banca de la primera fila, trató de rezar, recordando tenuemente las oraciones de las hermanas en el orfanato. En ese punto, un hombre le tocó el hombro y le dijo unas palabras que no comprendió en ese momento. Al voltear a verlo, palideció. Era un cura, no cualquiera, sino Leopoldo. De repente comprendió que aquel que le había seguido por tanto tiempo no era otro que él. No era solo un personaje, era sí mismo, la misma cara, la misma postura, un hombre hecho a su medida y semejanza, pero no en sus acicates. Tenían aproximadamente la misma edad, y así las mismas arrugas se asomaban a orillas de sus ojos y mejillas. Leopoldo empezó a hablar de la palabra de Dios, mientras que Valdemar temblaba en su asiento, incapaz de moverse, sintiendo que había entrado a la boca del lobo. Su puño se cerró, y sus uñas empezaron a desangrar su mano. La ira podía más que el dolor, y poco a poco más que el miedo. Se levantó de golpe y se abalanzó contra Leopoldo, tirándole  al suelo y apretando su yugular casi sin oposición. 
 
Después del último aliento, el telón cayó, y con él Valdemar.







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