martes, 18 de junio de 2024

La ciénaga.

 Como son los senderos de la juventud, que al borde de esta carretera sin paradas ni estaciones de servicio, se piensan como pasos de lodo entre jardines frondosos, donde no hacía falta zapatos para recorrerles, y donde bastaba con mirar atrás para encontrar a un ser querido.

Así recordase yo entre delirios aquellos días radiantes en los que solía jugar entre los árboles al final de los suburbios, donde la hierba me llegaba hasta el pecho y era tan espesa que apenas y me era posible cruzar a través de ella.  Había que tener cuidado por donde se pisaba, pues súbitamente se podía estar caminando hacia la ciénaga, pues a pesar de ser la única zona que se limpiaba de malezas periódicamente, era fácil hallar camino hasta ella. Aún así, para un par de niños como Clara y yo, no había un mejor lugar para desahogar nuestra niñez. Hacía años no me atrevía a pronunciar ese nombre, pero siempre que lo hago parece desbordar de mi pensamiento a mi boca y mis manos, como si el restante del recuerdo de Clara se quisiera escapar de mí, o por el contrario, siguiese creciendo como la maleza de aquel páramo verde. Allí solíamos jugar durante nuestra infancia, viendo las mariposas papalotear por los aires y a los insectos arrastrarse entre la espesa hierba, lejos del alcance de visión de las aves, que preferían comer donde el pasto casi no crecía. Sin embargo, parecían mantenerse lejos de la ciénaga, y así con la curiosidad natural durante la niñez, nos acercamos una y otra vez a ese lugar cuando queríamos descansar del roce de la hierba y su saturación para la vista. Medía cerca de unos treinta metros de largo y unos 15 de ancho, y sus aguas eran turbias y espesas, evitando ver si acaso algo vivía dentro de ella. No había insectos alrededor, y el agua se mantenía impasible, como la sensación transmitida por los cementerios. Está por demás mencionar que teníamos prohibido acercarnos a esa zona, siendo reprendidos por nuestros padres al llegar a casa. 

Los más mayores, mencionaban que las aguas estaban malditas por alguna bruja o ente sobrenatural, y que atraía a las personas para ahogarlas en su negrura. Poco de eso se escuchaba en realidad, pero bien podía ser por la hermeticidad de la gente en las cercanías, quienes congeniaban mínimamente, llevando vidas frívolas y con falta de vitalidad. Puede que Clara y yo fuéramos diferentes al resto, pues al paso de los años, nuestra amistad perduró y floreció tanto como los campos en primavera. Con diez años, Clara era un Sol radiante en el pueblo que iluminaba mis días con su sonrisas al regreso de clases. El resto de niños en la escuela tenían el mismo semblante lúgubre de los adultos, y parecían haber olvidado que antaño, jugaban también por entre los verdes follajes y los viejos árboles, comían sus frutos y se balanceaban entre sus ramas. Ahora teníamos los campos para nosotros dos, y la vida era bella mientras tomaba la mano de Clara y corríamos entre la espesura, y jugábamos con la inocencia que habría de considerar inexistente en este mundo de no haberla experimentado.

Sin embargo, y como toda historia que encuentra su punto de inflexión, he de recordar aquel 4 de Octubre cuando el campo llamaba, ahora marchito entre colores sepia ante el otoño, y los árboles flaqueaban ya sin hojas, y los cielos se pintaban en grises infinitos. Clara era la luz más brillante y hermosa entre la hierba, con su cabello dorado como el trigo y sus ojos que llamaban mis instintos que apenas cobraban sentido para mí como una urgencia de abrazar a Clara y no soltarle jamás. Nos sentamos bajo la copa del último árbol verde, con la extrañeza de que algo se sentía diferente. Las aves habían migrado, y los insectos no parecían presentes, pero negábamos la hora de volver a casa con tal de pasar más tiempo juntos. Entonces jugamos a las escondidas. Fui el primero en contar, y estando de espaldas, escuchaba la voz de Clara diciéndome "a que no me encuentras". Apuré la cuenta y llegado al cien me di la vuelta, aún con el susurro fresco de su voz y siguiéndole cual perro de caza, salí corriendo entre la espesura alta de la hierba mientras esta se quebraba con mi paso violento, y podía escuchar que adelante mío, el mismo sonido se reproducía, indicándome entonces la ubicación de Clara. 

Corrí como una bestia para devorar a su presa, sintiendo cada vez más cerca el rastro que seguía, hasta que finalmente salí de los pastizales, y me hallé corriendo directamente hacia la ciénaga, que en ese momento más que nunca parecía emanar muerte. Frené con todas mis fuerzas, con algunas que no sabía que contaba, recordando las palabras de los mayores sobre los ahogados y las fuerzas siniestras que soltaban sus maldiciones en sus aguas. A unos centímetros del borde logré detenerme en seco y aún con mi corazón latiendo como una locomotora, pude ver como de la ciénaga salía un cuerpo extraño y humanoide, que me hizo paralizar y palidecer en cuestión de un segundo, hasta que la forma cada vez más humana se asemejó a Clara, quien tosía mientras escupía las oscuras aguas de su boca. Apenas pude recobrar el control de mis piernas, me dirigí a ayudarle a subir y a asegurarme de que se encontrase bien. Su cabello en especial llamaba mi atención, pues había perdido su característico brillo, y su sonrisa había desaparecido por completo, ignorándome por el resto del camino. Clara volvió a casa, pero nunca más volvió a salir conmigo, ni a acercarse a aquella ciénaga que parecía haber devorado su inocencia esa tarde de domingo. 

Finalmente, me hallé solo en aquel pueblo de gente gris y de fúnebres encuentros sociales, donde nadie parecía más feliz que un caballo desahuciado. Volví un par de veces más donde la ciénaga, pero mientras más me adentraba entre la hierba, podía escuchar nuevamente las largas vainas de pasto quebrándose en frente mío, invitándome a seguir a Clara nuevamente, y quizás ser devorado también por aquel pantano sombrío. Apenas tuve edad, escapé de la inmundicia del pueblo y me vine a la ciudad, donde la gente es igual de miserable, pero de alguna forma menos sombría. Sin embargo, hace años que no he podido dormir bien. Aún me atormenta pensar que aquel día mientras ayudaba a Clara a levantarse, atrás mío y por primera vez, la ciénaga parecía mostrar signos de vida, como burbujas que se asomaban sobre su superficie. Y entonces, la voz de Clara resuena diciéndome "a que no me encuentras".

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